El México porfiriano desarrolló tanto la sociedad de consumo como la industria farmacéutica. Esta última adoptó el espíritu científico de la época y lanzó al mercado artículos de tocador y cosméticos que prometían mejorar la apariencia física para acceder a un estilo de vida “moderno” y “civilizado”. Una revisión de distintos periódicos nos permite ver que fue común la venta de cremas, jabones y polvos faciales, cuyo efecto más publicitado era su supuesta cualidad para blanquear el cutis y otras partes del cuerpo, como el cuello y las manos, aunque también servían para aliviar quemaduras de sol o remover espinillas.
Los polvos de arroz fueron el producto más conocido, ya que eran muy usados entre familias reales y aristocráticas europeas para aclarar la piel.1 En México, su empleo fue tan habitual que se dice que el mismo don Porfirio era maquillado con estos polvos para que en sus retratos, en vez de aparecer con los rasgos indígenas y la piel morena heredados de su madre mixteca, se viera de tez blanca, como si se tratara de algún estadista de Francia, país que tanto admiraba.
En La moda elegante, una publicación dirigida a “señoras y señoritas”, las farmacéuticas comercializaban tónicos como La Veritable Lait de Ninon de la Perfumerie Ninon de París, que aseguraba blanquear el rostro y las manos, devolviéndoles el brillo propio de la juventud, según se aprecia en un comercial del 22 de marzo de 1907. Droguerías, boticas y perfumerías popularizaron recetas caseras para elaborar cremas blanqueadoras, cuya preparación implicaba mezclar productos de alacena y de farmacia. Su aplicación en las manos algunas veces incluía instrucciones como dormir usando guantes para potenciar su efecto. También se promocionaron mercancías extravagantes como jabones elaborados con leche de burra. Hubo otros productos más cotizados que sólo se conseguían pidiéndolos al extranjero, tal es el caso de la “careta de goma para blanquear la tez”, traída desde París.
Estos artículos y recetas prometían darle a la piel un tono blanco “natural”, “suave”, “afelpado” y, sobre todo, “hermoso”; lo cual revela uno de los puntos clave del racismo: la idea de que la belleza más deseable y admirable es aquella relacionada con la blancura del cutis. Los anuncios del tónico blanqueador Agua de Juvencio, en La Independencia Médica, aseguraban que las mujeres más bellas de la historia tuvieron un cutis de alabastro.
RACISMO, GÉNERO Y CLASISMO
El estereotipo femenino que se reforzaba iba acompañado de una publicidad que desdeñaba y se mofaba de las mujeres morenas. El 29 de septiembre de 1909, en La Opinión el anuncio de un jabón consignaba:
Prietas de morada geta que soñáis en la blancura, podéis tranquilas dormir: porque don Arturo Arrieta acaba de recibir jabón de leche de burra […] Este admirable jabón blanquea el cutis que da miedo…! Pronto en Veracruz no habrá más que güeras
En El Imparcial puede observarse que el mercado de la moda seguía lineamientos similares, al grado de advertir que las mujeres delgadas, desgarbadas y morenas no debían llevar joyería en exceso, pues de lo contrario parecerían momias de Egipto; al menos eso leemos en una nota del 16 de junio de 1909. Algunos contenidos de moda enfatizaban que lo que realmente estaba en boga era ser rubia, mientras que la tez morena y los ojos y cabellos oscuros resultaban “de mal gusto”, como puede leerse el 15 de marzo de 1908 en La Patria.
Las mujeres de piel oscura eran consideradas, si acaso, seres con atributos sexuales “altamente desarrollados” que atraían miradas cargadas de morbo y extrañeza. Un ejemplo de este exotismo lo encontramos al otro lado del Atlántico, en el caso de “Saartjie Baartman” —posteriormente llamada Sarah Baartman—, una mujer sudafricana, cuyas pronunciadas caderas y glúteos llamaron la atención, a principios del siglo XIX, de agentes de entretenimiento que la exhibieron en las capitales europeas, donde su imagen fue explotada en espectáculos al más puro estilo de los freak shows decimonónicos que convirtieron a hombres y mujeres con malformaciones físicas en “monstruos” de circo.
Pero blanquearse no sólo era una forma de “embellecerse”, también era una manera de huir de los prejuicios que racializaban la criminalidad y relacionaban los rasgos indígenas con una mayor proclividad a delinquir.2 Cabe mencionar que el ideal de “blanquitud” también influía en ciertas costumbres y comportamientos vinculados a una idea de superioridad, así como al poder y los privilegios; punto donde el racismo se entrecruza con el clasismo sistemático.3 Está situación la refleja el lenguaje de la época: en el Porfiriato la palabra “garbancero(a)” se utilizaba para satirizar a pobladores de clase baja que rechazaban su herencia indígena e intentaban vestirse y actuar a la usanza europea; actitudes que, al igual que la intención de blanquear la piel, revelan cómo los ideales raciales estaban altamente interiorizados en la población hasta provocar un autoodio y promover el deseo de convertirse en un otro radicalmente distinto.
Por su parte, la aspiración de las élites y clases medias quedó plasmada en la fotografía de estudio que, como ha hecho ver la historiadora Claudia Negrete, era una especie de “puesta en escena”, donde escenografía, ropas, poses y atrezos se articulaban para crear la ilusión de pertenecer a una élite refinada y culta al estilo burgués.
En este periodo el racismo se mezclaba con el cientificismo, y la naciente antropología tomaba forma como la “ciencia de la diferencia” que estudiaba cráneos y cuerpos para “demostrar” la existencia de distintos niveles de “superioridad racial”. Así, mientras se vendían blanqueadores de piel, al interior del país tenían lugar genocidios contra pueblos indígenas, como los yaquis, y al exterior el gobierno buscaba atraer migrantes e inversionistas de Europa occidental. Estas políticas obedecían a un ímpetu por “desindianizar” y “blanquear” —o al menos “amestizar”— a la población en sus rasgos físicos y en sus costumbres.
Sólo contadas voces se pronunciaron como enemigas del uso de los productos mencionados. Sin embargo, su postura no se debía a que reconocieran belleza en la piel morena, pues alguno de ellos señaló que los polvos disgustaban a los hombres cuando detrás de ellos descubrían “el color ingrato de ciertos cutis”. Otro motivo de rechazo fue que estos cosméticos dañaban la salud debido a que incluían químicos nocivos que provocaron envenenamientos, cegueras, parálisis y hasta la muerte; así lo prevenían El Correo del Comercio (el 8 noviembre de 1871) y El Diario (el 17 marzo de 1910).
En suma, para la sociedad porfiriana la blanquitud buscaba ser, en apariencia, un mecanismo de movilidad social. En realidad, la mestizofilia del periodo promovía que los mestizos fueran lo más blancos posibles. Esta predilección no desapareció tras la Revolución pues, con todo y su Raza cósmica y la exaltación de lo indígena y de lo rural, se difundían expresiones como “mejorar la raza” mediante su blanqueamiento. Se trata de una larga historia de racismo y discriminación que llega hasta la actualidad, donde la publicidad, la televisión, las redes sociales y la industria del maquillaje siguen reproduciendo el ideal de blanqueamiento —físico y de comportamientos—. Esto constituye una práctica que se manifiesta al mismo tiempo como causa y síntoma del racismo y clasismo del que adolecen este y otros países.
Imagen de portada: Revue de la mode. Gazette de la famille, 19 de agosto de 1887, núm. 832, dominio público.
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Citlalli Costilla, Belleza e higiene. La publicidad de productos para la piel en El Mundo Ilustrado, 1895-1908, tesis de Maestría en Historia, Instituto Mora, 2016. ↩
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Christina Margaret, The Rhetoric of Proto-Eugenics in PorfirianMexico, tesis de Maestría en Historia, Carleton University, 2013, pp. 68-71. ↩
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Federico Navarrete, “La blanquitud y la blancura, cumbre del racismo mexicano”, Revista de la Universidad de México, septiembre de 2020, p. 10. ↩