El diseño de los indicadores: ¿Cómo decidimos lo que vale?
Tras una pandemia y su consecuente crisis social y económica, en un mundo en el que “polarización” es la palabra del año y el autoritarismo es la gran amenaza para la democracia, en el que el consenso científico indica que habrá graves consecuencias climáticas por el actual modelo de desarrollo, se abre de nuevo una conversación sobre lo que realmente se visibiliza y se valora con nuestros mecanismos de medición, en detrimento de lo que queda oculto. Durante las últimas ocho décadas, el análisis económico general ha consistido en medir el producto interno bruto (PIB) de los países, y su crecimiento, como señal de éxito y fortaleza. Si bien se han creado distintos índices y estudios para complementar el panorama, como el índice de desarrollo humano del PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo) o las medidas subjetivas de felicidad, lo cierto es que hoy una nación exitosa es una nación que crece. Un país fallido es aquel que se estanca o, peor aún, el que entra en recesión económica.
Pero el PIB mide simplemente el valor monetario de la producción de bienes y servicios, aunque tenga efectos negativos en el bienestar de las personas y la sostenibilidad del planeta. Bien dice la economista Mariana Mazzucato que “la obsesión patológica por el PIB ha socavado lo que más valoramos: la vida”.1 Esta medición invisibiliza la desigualdad y perpetúa la idea de que el crecimiento económico está por encima de todo. Es el caso, por ejemplo, de los automóviles: el tráfico y la contaminación que causan y el consumo de gasolina que requieren dañan nuestra calidad de vida y, sin embargo, se contabilizan como algo positivo para la economía. Por otra parte, muchos servicios que los hogares producen por sí mismos no se incluyen en los ingresos oficiales y las medidas de producción, aunque son lo que permite la actividad económica que sí reconocemos. Hace poco el Inegi reportó que la contribución económica de las tareas no remuneradas de los cuidados y del hogar —realizadas, en su mayoría, por mujeres— ascendió a 7.2 billones de pesos, es decir, 24.3 puntos porcentuales del PIB.
El uso del PIB como medida universal no debe considerarse una generalización inconsciente, sino una decisión política que pretende ocultar lo que no se quiere decir: a nivel global, las ganancias se van sobre todo a los bolsillos de los ultrarricos, mientras que la mayoría sigue batallando para subsistir. México creció, en promedio, un 0.7 % anual entre 1980 y 2019, menos que casi todos los países desarrollados. Además, como indica el economista Raymundo Campos Vázquez, el problema no es solo que crezcamos poco, sino que crecemos mal y de forma dispareja a lo largo del territorio.2 Por si fuera poco, por cada cien pesos de riqueza que se crearon entre 2019 y 2021, veintiuno se fueron al 1 % más rico y apenas cuarenta centavos al 50 % más pobre. El 1 % más rico de la población —apenas 1.2 millones de personas— concentra casi 47 de cada cien pesos de la riqueza en el país.3
La tasa de crecimiento del PIB tampoco refleja la injusticia climática. Para 2019, el 1 % más rico de la población mundial generaba el 16 % de las emisiones de carbono a nivel global, tanto como el 66 % más pobre, que equivale a 5 mil millones de personas. También debe señalarse que quienes más contaminan no son quienes más padecen los efectos del calentamiento: el número de muertes provocadas por inundaciones es siete veces mayor en los países más desiguales, en comparación con aquellos donde la riqueza está mejor distribuida.
Los indicadores económicos son un elemento indispensable en el diseño de la desigualdad: generan información que se difunde ampliamente y que sirve como fundamento para la aplicación de estrategias nacionales y como medida para su evaluación. Los indicadores no existen en el vacío: son parte de una narrativa más amplia con fundamentos simbólicos y confirman los resultados que arrojan.
El diseño de la narrativa: ¡échele ganas!
El PIB ha sido un buen instrumento en la narrativa de la economía por goteo. El mensaje simplificado es que, si crecen los más ricos, ganamos todos, pues se da por hecho que la riqueza que se produce en bienes y servicios terminará por permear en todos los estratos sociales; sin embargo, un análisis más detallado no permite sostener esta hipótesis. Los datos de los últimos cincuenta años muestran que, cada vez que crece una economía, el aumento de los ingresos ha sido mucho mayor para el 0.01 % o el 0.1 % más rico que para la población en general, pero esto no se observa en tiempos de crisis o decrecimiento. En otras palabras: el crecimiento económico es más favorable para los más ricos, que no sufren las crisis como el resto.
La narrativa construida en torno a la primacía del crecimiento económico y la desvaloración de tantos otros tipos de costos y realidades se sustenta en la idea de que quienes más tienen son más inteligentes y capaces y, por lo tanto, tomarán las mejores decisiones para lograr que la derrama económica abarque a toda la sociedad. Sobre esa base se imponen las políticas del libre mercado que promueven la ortodoxia financiera —incluida la austeridad fiscal—, la privatización de los servicios y la libre competencia como algunos de sus requisitos sine qua non para lograr alcanzar los “mejores” resultados económicos.
Esta narrativa presenta una (falsa) dicotomía entre ganadores —trabajadores, productivos, talentosos— y perdedores —flojos, improductivos, limitados—. Si el mercado es perfecto, entonces solo falta “echarle ganas” para ser exitoso y, en consecuencia, “los pobres lo son porque no trabajan” y los indígenas lo son “por su cultura”. Se alinean así la desigualdad y la discriminación estructural. “El estigma y el prejuicio, en tanto que motores socioculturales de la discriminación, no solo son motivos simbólico-discursivos que explican la privación de derechos y oportunidades que es característica del circuito discriminatorio; son también matrices culturales para la interacción política asimétrica entre los grupos y, en ese sentido, fuentes de desigualdad”.4
Otro aspecto clave de esta narrativa es la dicotomía entre lo público y lo privado: se asume que lo público es de mala calidad y lo privado es mejor, así que las élites están dispuestas a pagar por ello. Los servicios privados —o burbujas de riqueza, como las llama Alice Krozer— son espacios donde las élites están aisladas del resto de la ciudadanía y, por lo tanto, tienen una serie de percepciones equivocadas sobre la magnitud de la desigualdad y las condiciones de vida del resto de la gente.5 Las personas que pertenecen a las burbujas de riqueza son las mismas que toman decisiones importantes en la administración del Estado, ya sea porque sus miembros son parte de la clase política o porque influyen en ella. Son quienes cabildean para que no aumenten las protestas globales para combatir la crisis climática o quienes, en México, han logrado detener una y otra vez las reformas tributarias progresivas, condenándonos a estar entre los peores recaudadores del mundo.
De acuerdo con la narrativa de esta élite, los males que aquejan a nuestras sociedades son imputables a las personas pobres, mujeres, migrantes o indígenas, así como al mal gobierno, que busca ser más grande de lo necesario. Por lo tanto, y como han hecho muchas plataformas políticas en años recientes con el respaldo entusiasta de los grandes acumuladores de capital del mundo, proponen el desmantelamiento del Estado, la privatización de los servicios y la reducción de impuestos a los más ricos para que sigan invirtiendo y generen riqueza. Pero lo que realmente quieren es un gobierno sin medios para limitarlos.
El diseño de las políticas y las instituciones: un gobierno sin recursos
La mitad de la población de México vive en condiciones de pobreza; en contraste, catorce de sus ciudadanos —uno de los cuales es el hombre más rico de América Latina y el Caribe— tienen fortunas arriba de los mil millones de dólares. Aquí, la desigualdad se puede medir y mirar de muy diversas maneras. Los indicadores gubernamentales, la cobertura periodística, el trabajo de investigación hecho por académicos y organizaciones sociales e incluso una caminata por la calle dan cuenta de todas las formas en que las desigualdades proliferan en nuestro país.
Aun cuando ha habido algunos avances recientes en los salarios de las personas trabajadoras, el bajo crecimiento económico, la persistencia de profundas desigualdades y la pobreza inescapable vuelven desconcertante que se mantenga intacta la creencia monolítica en la meritocracia y en la posibilidad de salir adelante tan solo “echándole ganas”. Tal confianza en el esfuerzo individual tiene dos aspectos: la esperanza en el mérito personal y la desconfianza profunda en el Estado. Me centraré en el segundo.
Una manera en la que se ha consolidado el statu quo de la desigualdad extrema en México es mediante el diseño de sus instituciones: la forma en que están organizadas, las barreras que presenta su acceso, su forma de operar y cómo se evalúa su trabajo. Hay mucha bibliografía al respecto, pero basta con señalar la fragmentación y falta de financiamiento de los sistemas de salud y de educación. En palabras de los economistas Roberto Vélez y Luis Monroy-Gómez-Franco, el Estado tiene una baja eficacia como mecanismo nivelador de desigualdades. Tendría que ofrecer bienes y servicios públicos, como la educación, la salud y la protección social, con una muy amplia cobertura y la misma calidad para todos.6 En cambio, las personas más pobres son quienes tienen que gastar más de su propio bolsillo cuando se enferman, lo que se demuestra con el incremento desproporcionado en las visitas a consultorios privados de farmacias. Las escuelas más marginadas en el territorio también lo están en el presupuesto, pues se les asigna menos recursos que a las escuelas de zonas más prósperas.
En 2023 el huracán Otis nos mostró cómo los fenómenos naturales se convierten en desastres cuando impactan en comunidades rurales y urbanas que viven profundas carencias de servicios e infraestructura, y en las que no se han instrumentado medidas de mitigación y adaptación al cambio climático. Semanas después del huracán, los barrios populares de Acapulco estaban llenos de basura, sin luz ni escuelas y, en algunos casos, con barricadas que bloqueaban las calles e intentaban prevenir el saqueo; al mismo tiempo, las tiendas de autoservicio contaban con la presencia de la Guardia Nacional. En pocas horas se confirmó que el Estado cuida más la propiedad privada que los bienes comunes.
De por sí insuficientes, las instituciones en los tres órdenes de gobierno también se han visto mermadas a nivel operativo por la falta de recursos, al mismo tiempo que se reduce el espacio fiscal y no se concreta una reforma tributaria que debería cobrar más impuestos a quienes más tienen o ganan. En la actualidad, en América Latina y el Caribe estos impuestos a la riqueza representan una recaudación promedio de 2.57 % del PIB. Sin embargo, México ocupa la última posición en este rubro entre las grandes economías de la región, con una recaudación que apenas alcanza el 0.34 % del PIB.7 Si no se cobran impuestos a las grandes fortunas y se mantiene corto el gasto público, quienes sufren son las personas que dependen de su salario para vivir. Por eso resulta crítico para México tener un gobierno vigoroso y bien financiado.
Conclusión: la economía es política
En México vivimos una desigualdad por diseño. El arreglo institucional, las prioridades presupuestales, los (verdaderos) principios que rigen la relación entre el Estado y los más ricos del país, la forma en la que se proyectan las políticas públicas en los tres niveles de gobierno y los mecanismos de control, tanto en lo público como en lo privado, están diseñados para mantener el estado actual de cosas. Nada está articulado para generar bienes y servicios públicos duraderos que sean valorados por la ciudadanía y, los que se crearon en el pasado se han ido erosionando a raíz de políticas gubernamentales o abusos privados.
En la desigualdad por diseño, el Estado no tiene que esforzarse para que todas las personas tengan bienestar; solo tiene que mantener las condiciones mínimas para que florezca el mercado. El transporte público, los hospitales y las escuelas son vistos como pozos de gasto que no tienen un propósito legítimo. Por eso no hace falta que se cobren impuestos altos: el dinero siempre se invierte mejor desde el sector privado, que “sabe ser eficiente”, aunque no esté sujeto a la supervisión de órganos reguladores ni obligado a rendir cuentas o a ser transparente ante la ciudadanía.
Los indicadores de nuestra economía, las narrativas en torno a ella y las instituciones que deberían regularla están orientados hacia la desigualdad. Con la poca movilidad social ascendente y la nula movilidad social descendente, con salarios que todavía son demasiado bajos y obstáculos grandes para la organización laboral, con un sistema tributario que no redistribuye mediante impuestos las grandes fortunas, las herencias o las ganancias de capital, la desigualdad seguirá reproduciéndose de generación en generación. Y quienes viven en situación de pobreza seguirán teniendo más rostros de mujeres, indígenas y personas con discapacidad. Todo aquello que podría parecer abstracto y ajeno a la vida de la gente común, en realidad es enteramente relevante. La economía es política. La desigualdad que vivimos no existe por casualidad.
La desconfianza en las instituciones y en la democracia no es gratuita y debe preocuparnos. En otras latitudes ha sido el preámbulo del autoritarismo y la cancelación del espacio cívico que lleva incluso al encarcelamiento de quienes disienten y a la criminalización de conductas que son vistas como amenazas al orden que se impone. No hay mayor amenaza a la democracia que la desigualdad. No hay mejor diseño para el autoritarismo que la desigualdad.
Imagen de portada: Gabriel de la Mora, 9,226 Ob.An., de la serie “Ígnea”, 2022. Fotografía ©Ramiro Chaves, cortesía de Proyectos Monclova
-
Mariana Mazzucato, “What If Our Economy Valued What Matters?”, Project Syndicate, 8 de marzo de 2022. ↩
-
Raymundo Campos Vázquez, Desigualdades: por qué nos beneficia un país más igualitario, Grano de Sal, Ciudad de México, 2023. ↩
-
R. M. Campos Vázquez, Emmanuel Chávez y Gerardo Esquivel, “Growth is (Really) Good for the (Really) Rich”, The World Economy, 2017, vol. 40, núm. 12, pp. 2639-2675. ↩
-
Jesús Rodríguez Zepeda, Una teoría de la discriminación, Ciudad de México, Universidad Autónoma Metropolitana-Cuajimalpa, 2023. ↩
-
Alice Krozer, “Seeing Inequality? Relative Affluence and Elite Perceptions in Mexico”, UNRISD Occasional Paper – Overcoming Inequalities in a Fractured World: Between Elite Power and Social Mobilization, núm. 8, 2020. ↩
-
Roberto Vélez Grajales y Luis Monroy-Gómez-Franco, Por una cancha pareja: Igualdad de oportunidades para lograr un México más justo, Grano de Sal, Ciudad de México, 2023. ↩
-
Oxfam México, ¿Quién paga la cuenta? Los mitos detrás de los impuestos a las grandes fortunas en México, Oxfam, Ciudad de México, 2023. ↩