A Thaye Dorje, todo, siempre. A Shamar, sin límites.
Las primeras imágenes que salieron de los Himalayas en 1959, cuando China se hizo del poder del Tíbet, causaron estupor. Los grandes lamas salían al exilio, daba comienzo la destrucción de una milenaria cultura budista, su empobrecimiento programado, su humillación y genocidio; sin embargo, los lamas sonreían. ¿Por qué? Sabían que el Tíbet no era, en realidad, sino un hermoso espejismo. Que su consistencia, para decirlo con la metáfora convencional del budismo tibetano, era la de un arcoíris. Una figura más en el libre juego de la mente. Como ellos mismos. Como nosotros todos. Como todo. Lo que de verdad les importaba es puro e indestructible: la naturaleza última de todas las cosas, la budeidad. Bien visto —o visto así—, todo lo que ocurre a nuestro alrededor, aquí, ahora —aunque en realidad no haya ni aquí ni ahora—, adentro y afuera de nosotros —aunque no haya ni “adentro” ni “afuera” ni “nosotros”—, es dharmadatu: una expresión de la budeidad misma. Vacuidad. Incluso, desde luego, el Tíbet y su destrucción. Vacuidad. De allí la sonrisa de los lamas. De allí su felicidad. O su dicha imperturbable.
Un piquete de guardias rojos clavó al amado Rinpoché en los muros de su monasterio. Sus discípulos, obligados a presenciar la tortura, lloraban. Los guardias rojos escupieron: “abjura de Buda y te desclavamos”. Los discípulos le suplicaban: “¡Dilo! ¿Qué son, sino palabras? ¡Nada! ¡Vive, Rinpoché, para enseñarnos! ¡Hazlo por nosotros!” Buda, que sólo significa despierto, quien ha realizado la naturaleza última de sí mismo y de todas las cosas, la vacuidad, no es Dios, no es un dios; no es, tampoco, ésta o aquella persona, en particular: es la conciencia, vacía ella misma, de la vacuidad. Buda es vacuidad y la vacuidad es Buda. “¿Cómo podría negar a Buda?”, dijo el maestro, clavado a la pared, “si Buda soy yo”. Ésa fue la última enseñanza del Rinpoché.
El Tíbet es un país tan grande como la propia China, o más, y en distintos momentos ejerció una profunda influencia sobre ella; llegó incluso a someterla. Un país que a mediados del siglo XX se encontraba casi despoblado, con enormes zonas prácticamente inhabitables; reconcentrado en sus monasterios, dispersos, en sus frágiles terrazas de arroz, en sus rebaños de yaks, de cabras, en las carpas de sus nómadas. Silencio. Aislamiento. Durante largos inviernos, los pasos de montaña permanecen cerrados. A distancia se escucha el tintineo de los cencerros de las cabras. Y los gongs de los monasterios. Desde la llegada a los Himalayas, en el siglo VII, del propio guru Rinpoché Padmasambava, el que nació del loto, los monasterios, gompas, tibetanos —ahora diseminados en el mundo entero— están entregados a la transmisión, de maestro a discípulo, del budismo Vajrayana: el camino del vajra, el arma que atraviesa todo, el ego, las mentes, los fenómenos, los tiempos, la conciencia… Es el camino de la realización instantánea de la naturaleza de la mente —es decir, la budeidad— gracias a la compasión del maestro y a la apertura, la madurez, la devoción del discípulo. Una transmisión inexplicable, conceptualmente y en sentido literal, extraordinaria. Por lo tanto, secreta. Tiene su origen en el tercer ciclo de enseñanzas que impartió en su madurez el propio Siddartha Gautama, Buda, en el Pico del Buitre, en la India, hacia el siglo V a.C. Históricamente, el Vajrayana se puede trazar, con fidelidad, desde el siglo II d.C.; desde los Mahasiddhas —los que alcanzaron los mayores logros— de la India. En particular, desde Saraha, cuya corriente de realización y compasión quizás haya quedado cifrada —más allá de la historia y el tiempo, que no son sino una ilusión— en Dorje Chang: el que sostiene el dorje. Dado que la transmisión es directa, de maestro a alumno, con el tiempo el budismo Vajrayana del Tíbet, al igual que la nieve de las montañas —para decirlo con la metáfora tradicional—, desciende en arroyos distintos, cuando el sol la derrite, pero sigue siendo la misma agua, la misma nieve, se separó en cuatro linajes o escuelas. Todo esto para expresar la pureza, la vitalidad y la antigüedad de los linajes Vajrayana del Tíbet, lo que da sentido a sus monasterios —es lo que se ve en sus pinturas murales, lo que se escucha en sus plegarias, a lo que aspiran sus monjes—. Es cierto que, en mil trescientos años, los monasterios alcanzaron una influencia incontrastable en el Tíbet; que los linajes y monasterios lucharon entre ellos para prevalecer; que algunos se burocratizaron y crearon cortes, alrededor de los lamas; que se llegó a la guerra civil; que los conflictos con Mongolia, China y Nepal resultaron, muchas veces, en guerras e invasiones. Es el samsara, la realidad ordinaria, el reino del deseo. Lo impresionante es que, a través del samsara, se haya filtrado, pura, intacta —diría, hirviente—, la transmisión de Buda. El Tíbet es, también, la tierra de las grandes realizaciones, de los grandes lamas: de los Budas vivos.
Nadie sabe exactamente por qué, al día siguiente de que se hizo con el poder en China, Mao Tse Tung decidió sujetar, primero; invadir —no de un modo tan subrepticio— y al cabo de nueve años, conquistar el Tíbet. Algunos piensan que lo hizo por su agua o por algunos minerales. Quizás hoy día tengan alguna importancia; no creo fuera tanta en 1950. No se adivinan otras razones, fuera de “porque sí”. De su primera entrevista con Mao, según la recuerda el Dalai Lama, retengo una frase: “Somos superiores”, escupió Mao. Veo a Mao con una mentalidad atávica, de mandarín y un rencor histórico hacia la civilización tibetana, con la que China había rivalizado a lo largo de siglos. Su propósito, como queda claro con el tiempo, no fue el saqueo ni la explotación de recursos, así fueran humanos. Su conquista tampoco tuvo relevancia militar, ni comercial. Fue inútil. Lo único manifiesto es su voluntad de humillar y destruir. Acaso ahora China obtenga cierto beneficio del turismo… ¡Que llega a admirar, justamente, a esa civilización tibetana! Los guardias chinos fuman, escupen y aplastan sus colillas en los pisos de los lhakhangs de Lhasa, donde los tibetanos hacen postraciones… Y los turistas de Pekín toman fotos. Es el único beneficio, tangible, para China. Una humillación y una destrucción, de mano de paramilitares adolescentes —los guardias rojos—, en nombre de un futuro —predicho de manera “científica”— que muy pronto se resolvió en la catástrofe ecológica y cultural mayúscula de China hoy en día; un “socialismo” con extensas “zonas especiales” de esclavitud laboral; un despotismo burocrático insólito, sólo comparable con la voracidad sin medida de su corrupción; un Estado megalómano, con un caricaturesco deseo de dominar al mundo, que bien podría resolverse en deflagración nuclear. Tíbet podría ser el mundo entero.
Para los lamas tibetanos, la invasión china fue el empujón para compartir sus conocimientos, sus transmisiones, su linaje, con el mundo entero. Realizaron su autocrítica: el Tíbet había permanecido demasiado tiempo aislado; encerrado en sus gompas; en una poética, un arte, de una delicadeza y profundidad asombrosas, cuyo centro era, invariablemente, el Budadharma. Ahora, quedó claro a los lamas, para preservar el Budadharma era necesario diseminarlo en el mundo: la invasión china habría sido, entonces, como el soplo que dispersa las semillas del diente de león. Y en plena década de 1960, los rinpoches, geshes y khenpos del Tíbet, comenzaron a interactuar con un mundo que desconocían. A aprender otras lenguas, a buscar intérpretes, a formar traductores. A entender. Y el mundo, a su vez, los desconocía. Muchos en Occidente pensaron —quizá piensen—, que el tantra, la más alta —por decirlo así— de las enseñanzas de Buda, era una práctica sexual. Por su parte, algunos lamas afirmaban, en medio de sus enseñanzas en países escandinavos, que la tierra era plana, “sí, sí, como la palma de mi mano”. Las anécdotas no tienen fin. Lo impresionante fue la apertura de espíritu de los lamas para entender al mundo contemporáneo. Y viceversa: el Dalai Lama impactó de inmediato y se convirtió en uno de los iconos del siglo XX. Un monje de risa clara y fácil, de una insólita ausencia de prejuicios, que entendía al incomprensible mundo de hoy día y jamás hacía proselitismo —capaz de dialogar con los científicos de vanguardia, con los líderes políticos más poderosos, con los artistas más radicales, con los dirigentes religiosos de mayor influencia, con quienes encabezan movimientos de rebelión, con el hombre llano—; el representante político de un país perdido, invadido y destruido, que no siente odio ni rencor hacia China. Un hombre sencillo, sonriente, capaz de incluir a todos en una profunda, fresca compasión. Un Bodhisattva. No era el único. El mundo no vio, entonces, al budismo tibetano como algo particular, sino universal. Le daba la oportunidad de refrescar sus perspectivas —en la ciencia, en el día a día, en lo íntimo y lo público—; veía en él lo que la filosofía y las religiones habían perdido: la capacidad y la voluntad de transformar, a uno mismo y al mundo. Y los lamas comenzaron a tener buenos estudiantes, en Oriente y Occidente. Como el lema de Larousse, las semillas del diente de león se esparcían “a todos los vientos”. A fin de cuentas, el tesoro del Tíbet no se reducía a una cultura, a un territorio, a unos edificios, a unos objetos —que tenían, como todos, la consistencia del reflejo de la luna en un estanque—: es el Budadharma, la transmisión palpitante del Vajrayana. Los gobiernos de China se obsesionaron con el Dalai Lama: sancionan, como policías del mundo, con abruptas medidas comerciales a los países que lo reciben. El diminuto gobierno tibetano en el exilio, en McLeod Gang, un lejano pico del norte de la India, en los Himalayas, se vive como una amenaza estratégica para la que —según ellos— ya es la primera potencia mundial. Más allá, los gobiernos chinos saben que la fuerza radica en el budismo tibetano y han querido adulterarlo, pervertirlo: secuestraron al Panchen Lama, cuando era niño; intervinieron en el reconocimiento de la reencarnación de Karmapa. Con todo, el rugido del león de las nieves se escucha en el mundo entero. Y es, por decirlo así, viral. Aunque sean pocos quienes lo escuchen y menos aún quienes lo aprovechen. Quizá siempre haya sido así. La adherencia al Samsara —las maras— es enorme.
El pequeño monasterio del caserío donde nació Lopon Sechu Rinpoché, en Bután, en 1918, se encuentra al borde de un precipicio. Muy abajo se ven las nubes, entre bosques intocados. La mañana que lo visité estaba lleno de niños monjes, que reían y jugaban estrepitosamente: el viejo monasterio, de pesadas duelas de madera, estaba lleno de vida. Miembro de la familia real, Lopon Sechu llevó la vida de un yogui; salió a buscar a sus maestros al Tíbet y a Nepal, en una época en que los caminos eran senderos que se recorrían a pie, al filo de los abismos. Y se volvió el discípulo predilecto del decimosexto Karmapa. Cuando China dio comienzo a la invasión del Tíbet, Lopon Sechu se acercaba a los cuarenta años y era un hombre sencillo y extraordinario: uno de los lamas más admirados y respetados del siglo XX, más allá de los Himalayas. Se exilió en Nepal, donde el rey —hinduista— lo reconoció y lo hizo uno de sus consejeros más influyentes. En 1959, cuando todo se acabó, Lopon Sechu se volvió uno de los estrategas más eficaces del exilio: desde Katmandú ayudó a muchos, grandes y pequeños, a salir del Tíbet: a éstos hay que darles tierras —le decía a los reyes de Nepal, de Sikkim, de Bután; a Nehru y a Indira Gandhi, que no sabían quién era quién en el Tíbet—, para que construyan su monasterio; que estos otros se sigan a la India; aquellos, que abran un centro aquí, cerca de las stupas de Boudha o de Swayambhu. Cuando pasó el primer éxodo tibetano, durante los años sesenta y setenta, Lopon Sechu fue uno de los lamas más convencidos de que había que diseminar, en el mundo entero, los conocimientos Vajrayana, conservados por los cuatro linajes del Tíbet. Su estrategia fue, a la vez, canónica y eficaz: construir stupas. Antes de morir, Siddartha Gautama, Buda, dio instrucciones de cómo construirlas— una tradición muy antigua de monumentos fúnebres de las estepas y de los Himalayas— del Budadharma: es decir, cómo establecer la presencia física, real, de la mente, el cuerpo y la palabra de Buda. Cada stupa está dedicada a uno de los ocho actos, mayores o menores, de Buda: uno de ellos es el haber enseñado a su madre, en el cielo de los 33. A éstas las consagran —activan— grandes lamas: Bodhisattvas. A fines de los 1980, Lopon Sechu comenzó a construir las primeras stupas fuera de Asia; eran el cimiento último y necesario, de acuerdo con su visión, para sembrar el Dharma de Buda en el mundo. Maggie Lhenert Kossowki había sido una de las más cercanas seguidoras de Solidarnosc y de Lech Walesa en Gdansk, en 1980, cuando era estudiante en la universidad. A finales de esa década, encontró a Lopon Sechu en Varsovia, durante la primera gira del Rinpoché en Europa y decidió seguirlo. Maggie iniciaba sus treinta; nadie sabe cómo se organizó con su esposo, el arquitecto —también constructor de stupas— Wojtec Kossowsy y sus dos hijas, Anya y Galu. Maggie ayudó a Lopon Sechu a construir todas las stupas de su vida. A principios de siglo, Rinpoché y Maggie habían construido, en Oriente y Occidente, stupas dedicadas a todos los actos de Buda, menos uno: Lhabab Duchen, el día de Lopon Sechu.
Un grupo de peregrinos de México y Colombia visitó a Lopon Sechu —y a su inseparable Maggie— a fines de los años noventa, en Katmandú: ¿Qué podemos hacer, Rinpoché, en Colombia, desgarrada por la guerra civil? —le preguntaron unas señoras. Construyan una stupa —respondió Lopon Sechu. Beatriz y Bertha, de México, que formaban parte del grupo, asumieron como propio el consejo y a su regreso a un país también lacerado por la violencia, buscaron a Marco Antonio Karam, fundador, en 1989, de Casa Tíbet México; la tercera representación del gobierno tibetano en el exilio —vale decir, embajada: la primera fue en Nueva Delhi y la segunda en Nueva York— y centro de dharma. Lopon Sechu asumió la dirección de la que se llamaría, en adelante, Stupa de la Paz, en Avándaro y decidió dedicarla a Lhabab Duchen: el día de su nacimiento. El ciclo se cerraba. Rinpoché murió en 2003, cuando la stupa apenas era un proyecto. ¿Quién asumiría la dirección espiritual de la stupa? Shamar. En 2005, la asociación Buen Corazón y Casa Tíbet iniciaron los trabajos. Shamar envió a México a Lama Jampa, un monje admirable, que se encontraba en el Centro de Dharma de Hong Kong. En marzo de 2006, la stupa —primera en México y quizás en América Latina—, quedó terminada en un frondoso bosque. Shamar decidió enviar a Karmapa, que entonces tenía 23 años, para su consagración —y fue recibido de manera oficial por el gobierno mexicano. Ocurrieron muchas cosas durante la consagración: aparecieron grandes anillos en el cielo; se mantuvieron estables durante mucho tiempo, mientras Karmapa daba el voto del Bodhisattva y quedaron registrados en cientos de fotos y videos; las cámaras captaron —sin que los ojos lo vieran— un rayo, como láser, que salía, vertical, recto, de la stupa, que grandes aves negras circunvalaban, volando, como haciendo koras. Al poco tiempo, sin buscarlo, siquiera imaginarlo, fui invitado a trabajar en la India como agregado cultural de la embajada: al instante supe que era Karmapa. Al llegar le pregunté a Karmapa el significado de aquellos signos, durante la consagración de la stupa: “es natural —dijo—; ocurre cuando el maestro se abre a sus alumnos y los alumnos, al maestro”.
Imagen de portada: Valentina Tostado, Monjes tibetanos.