Encontré en el cajón un mapa del mundo,
doblado en ocho partes y doblado de nuevo
y cada país llevaba el nombre incorrecto porque
el mapa del mundo es un orfanato.
Las orillas de la tierra tenían un margen
tan desgastado como el dobladillo de la noche cayendo
y un pliegue bajaba hacia el centro de
la tierra, cortaba a la mitad las estrellas unánimes.
Cada río fluía con su hermano azul y
delgado desde el corazón de un país:
donde los cedros se doblaban hacia el cielo del sur
y los juncos, plumas de profeta, se enrizaban al este.
No hay dátiles en las arrugas de ese rostro grueso,
no se afilan lento las montañas ni la arena, pues—
tan de pronto, como cuchillo en piedra de afilar—
el mapa del mundo habló en serpientes y lenguas.
Los caminos asfaltados de los suburbios occidentales
y las luces distantes del capitolio,
ambos se apartan de las playas amarillentas
y entran en el mar perdido del amanecer.
El mapa del mundo es un lienzo que se aleja
de las manos del pintor, sucias de tinta,
mientras los pigmentos se espesan en sus frascos
de vidrio y los pinceles se entiesan de olvido.
No hay modelo, tímido y a medias desnudo,
ninguna ventana abierta ni lámpara titilante,
sin embargo alguien dejó esta carta azul, sellada,
esta bandana de gitano en la mesa
oscurecida, cada esquina sujetada por una concha
de mar. ¿Qué recuerda el cuerpo al
atardecer? Que las palmas de las manos son un mapa
del mundo, borrado y trazado una y otra
vez, y luego cubierto de ríos y de tierra.
Tomado de The Hive, University of Georgia Press, 1987, pp. 47-48. Se reproduce con autorización.
Imagen de portada: ¡Trabajadores, tomen su rifle!, ca. 1918. PICRYL