Imaginar la sociedad
Una de las facultades más deseables y, a la vez, menos elogiadas en un científico social es la imaginación. Esta capacidad, que reina en el mundo de la ficción, no se aprovecha como debería en las ciencias sociales. Sin imaginación no se romperían los paradigmas, y cada vez que se analizara un fenómeno ya estudiado apenas habría diferencias con los trabajos anteriores más allá de algunos detalles y matices. El hecho de que la imaginación no sea valorada en disciplinas como la economía está estrechamente vinculado con su afán desmedido por ser reconocidas como ciencias duras. A raíz de esta tendencia, se puede observar que en los últimos años el número de ecuaciones empleadas en cada artículo de investigación se ha disparado. El lenguaje matemático, con su precisión, ha desplazado explicaciones más difusas, aunque potencialmente más atrevidas. En muchos manuales de economía obsolescentes, pero todavía presentes en los que explican la diferencia entre economía positiva y normativa, se subraya el carácter más científico de la primera. De esta manera, la descripción de la realidad ha recibido mucha más atención que la discusión acerca de los cambios que podrían ejercerse sobre ella o, incluso, sobre la construcción de nuevas realidades. Este anhelo cientificista empuja a muchos a pensar que la realidad actual es inmanente a la naturaleza humana, y no una coyuntura, resultado de un sinfín de casualidades históricas y, sobre todo, sujeta a cambios en función de la voluntad de la ciudadanía. A este respecto, nos vendría bien volver a John Locke y tomar las riendas de nuestro propio destino. Una gran parte de la academia opta por exprimir la realidad y representarla con un número ingente de datos que, convenientemente torturados, confesarán una insignificante, pero estadísticamente robusta, correlación entre las variables analizadas, lo que motivará una explicación más detallada del fenómeno. Las otrora consideradas valiosísimas propuestas de cambio de la realidad social suelen quedar relegadas a las últimas líneas del artículo o a los segundos finales de la exposición, como elemento ornamental. Si uno recapacita sobre el número de potenciales investigadores que han tirado la toalla defraudados por un contexto que desincentiva la propuesta de construcción de nuevos órdenes sociales, se pone a temblar de coraje. Utopía para realistas no es el primer trabajo de Rutger Bregman, un joven historiador y periodista holandés que ya había publicado tres libros de ensayo. Esta experiencia se traduce en un planteamiento maduro. Su invitación para construir un mejor orden social no es abstracta; se concreta en temas como la libertad de movimiento en un mundo sin fronteras, la consideración de jornadas laborales de tiempo reducido y, el que sin duda es el tema estrella, la adopción de la renta básica universal: que todo ser humano, por el mero hecho de serlo, reciba un ingreso. El énfasis en la parte propositiva no niega las aportaciones de algunas de las últimas investigaciones en relación con las potenciales consecuencias de la adopción de las medidas propuestas. Al contrario, las incorpora y las emplea como elementos necesarios para justificar el debate, si bien se aprecia que esta discusión tiene un objetivo definido: una propuesta toral de acción política. La renta básica universal, sin que pueda ser considerada una novedad en sí misma, es una de las propuestas de política económica más revolucionarias. Resulta curioso que, a pesar de la gran controversia que genera, recibe apoyo desde diferentes polos del espectro ideológico. Por un lado, es relativamente común encontrar propuestas en esta dirección en los programas electorales de los partidos políticos de izquierda más desafiantes. Entre los argumentos esgrimidos, además del combate a la desigualdad y a los problemas derivados por la falta de empleo, se menciona que dicha renta induciría un aumento salarial en los niveles más bajos. Por otro lado, por extraño que parezca, esta idea fue defendida por uno de los paladines del denominado neoliberalismo, Milton Friedman, quien veía en esta política una forma de reducción de un estatismo exacerbado. En opinión del Premio Nobel, la burocracia construida en torno a la provisión de asistencia social resulta ineficiente y está motivada por su propia supervivencia, de lo que se concluye su falta de interés real por solventar el problema en origen. La propuesta de Bregman no conforma una descripción completa de una sociedad ideal, al contrario de los ejercicios de clásicos renacentistas como Thomas More o Francis Bacon, que casi establecieron un canon a este respecto. El autor opta por una discusión detallada de las propuestas analizadas que, por su alcance, puede provocar más al lector que la supuesta descripción de una república ideal escondida en una isla remota. Los faltantes en la propuesta de construcción de la nueva Arcadia pueden ser entendidos como un ofrecimiento para su complementación. Las implicaciones sociales de multiplicar la esperanza de vida, por ejemplo, serían notorias y cada vez menos fantasiosas. En cualquier caso, el lector debe considerar que la propia perspectiva realista de Bregman es la que lo motiva a adoptar este acercamiento; cada uno de los planteamientos realizados puede ser considerado utópico y parte de una construcción social futura que todavía no conocemos. La factibilidad rompe con una de las características de la utopía, la outopía, esto es, el “no lugar”, puesto que la renta básica universal, por mencionar la propuesta más característica, ya se ha aplicado con anterioridad y su lugar futuro está tomando forma. Bregman ejecuta con rigor un ejercicio de mirada al futuro optimista y propositivo. No es casualidad que Zygmunt Bauman lo citara en Retrotopía, su obra póstuma. La reflexión resulta de especial valor, una vez que la situamos en su contexto: una sociedad que pone toda su esperanza en el individuo y que carece de proyectos colectivos ilusionantes. El éxito editorial del género de autoayuda es una de las señales de dicha esperanza individualista. Hoy en día, quien sueña con un futuro mejor trata de materializarlo a través de un cambio de actitud o de una nueva dieta, es decir, de un cambio en uno mismo, a partir del cual se alcanzará el éxito, la realización personal y la iluminación espiritual. Por el contrario, las más exitosas referencias de prospectiva colectivista caen en un hoyo de pesimismo. Como ejemplo de lo anterior tenemos el auge de ventas de clásicos de novelas distópicas como 1984 (“casualmente” después de la última elección presidencial estadounidense); de éxitos de la novela juvenil como Los juegos del hambre y sus taquilleras adaptaciones cinematográficas; o de la perturbadora serie de televisión Black Mirror. Por último, un par de apuntes sobre la posición ideológica del autor, por aquello de la disonancia cognitiva y en caso de que los potenciales lectores quisieran asegurarse de que este libro no trastocará su sistema de valores. Lo cierto es que es difícil ubicar el posicionamiento ideológico del joven periodista holandés. Su declarada simpatía por Friedrich Hayek o sus referencias a Adam Smith podrían hacernos pensar en un sólido constructo liberal. Sin embargo, el autor cita igualmente a Karl Marx; no tiene problema en admitir que la crisis de 2008 fue una crisis de las instituciones del libre mercado y que un recogedor de basura debería cobrar más que muchos de los financieros. En definitiva, su eclecticismo se sitúa, de manera bastante indeterminada en cualquier caso, entre los liberaldemócratas y la socialdemocracia europea. Este libro no sólo expone ideales, sino propuestas que muy posiblemente protagonizarán el debate público en un futuro cercano. Utopía para realistas, así como otros títulos sobre la renta básica universal que están por ver la luz, no es un libro para soñar, es una herramienta necesaria para un ciudadano informado. Es preciso advertir, no obstante, que con temas tan revolucionarios nuestras preconcepciones pueden tambalearse y puede cambiar nuestra forma de pensar, lo que, seamos sinceros, da vértigo, pero un vértigo exquisito.
Imagen de portada: Jean Dubuffet, sin título, 1960.