A Damián Mendoza, mi carnal del humo.
La entrada a este lugar parece haber sido una gasolinera; hay carritos de barrenderos, camiones de basura que descansan para mañana salir al trajín. También hay pipas sin neumáticos, tractores y otros modelos de maquinaria agrícola destartalados e inservibles, un cementerio de llantas viejas y otros cacharros. Hay magueyes y nopales silvestres, un sillón viejo a la intemperie. Luego otro umbral, y entonces el panorama se abre; asoma una especie de aldea, una ciudad chiquita hecha con tiendas de acampar, habitada por negros. La lluvia caerá en cualquier momento, lo dice el cielo gris.
El albergue temporal de Tláhuac se encuentra rebasado en su capacidad de recibir migrantes. Al parecer solo lograron abrirle la puerta a entre 450 y 800 personas que buscan regularizar su situación en el país. En el albergue trabajan varias instituciones, se coordinan las secretarías de Gobierno, Seguridad y Protección Ciudadana, de Salud, y de Inclusión y Bienestar Social de la Ciudad de México; el Instituto Nacional de Migración; la Comisión Nacional de los Derechos Humanos; la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR); y el Sistema de Desarrollo Integral de la Familia (DIF).
Una pista de cuatrimotos colinda con el albergue y es ahí donde se instalan los más de 3 mil haitianos en su ciudad vagabunda. Hombres de piel oscura caminan cargando garrafones de agua, hay una llave de donde todos la toman. La mayoría de los habitantes del campamento calza sandalias, bermudas, playeras. Los niños corren, parece que revolotean, las únicas risas que se escuchan pertenecen a ellos. Algunas niñas se cubren del frío con chamarras de plumas de ganso. Los adultos parecen un poco ausentes, angustiados. La voz de una mujer que canta recorre el laberinto de tiendas. Breves columnas de humo se elevan al cielo y avisan que los anafres están encendidos.
Las imágenes del éxodo haitiano que aparecen en los noticieros muestran a hombres y mujeres que huyen en grupos grandes, caminando con las manos levantadas para mostrar que son inofensivos. Muchos de ellos han tenido que vivir en albergues en su propio país. Han convivido por largo tiempo con las paredes de plástico y la poca privacidad. Condenados a no gozar de los privilegios del drenaje, las tuberías de gas, la electricidad ni de la estabilidad de un hogar seguro.
Su pasaporte es de color azul con letras doradas. Muchos de ellos llevan más documentos en las manos. Un hombre meditativo descansa en una roca; una niña, vestida con la playera de Neymar, se resiste a obedecer a su madre. Muchos haitianos portan el jersey de Michael Jordan con el número 23, algunos traen el número 45, uno de ellos trae el de Dennis Rodman, dos o tres el de Kobe Bryant y solo uno el de LeBron James. Un toro pinto descansa cerca de donde comienza el campamento, parece mirar a su alrededor con paciencia y curiosidad, mueve la cola. Hay ropa tendida por todos lados; sobre las tiendas, en el pasto, las rejas, unas cuerdas improvisadas. Comienza a llover. Algunos hombres se bañan a jicarazos. Una mujer en calzones vacía agua en su cabeza con una mano y con la otra se cubre los pezones. El viento sopla, la lluvia arrecia y los que se bañan aprovechan el agua que cae del cielo para enjuagarse mejor. No todos cagan en los baños portátiles, solo son cuatro para cada sexo. Muchos lo hacen cerca del campamento. Viajar también es dejar caca en el camino.
Hay mochilas arrumbadas por todos lados, bolsas que contienen ropa y cobijas. Unos niños juegan con lo que hay en el piso; cucharas desechables, taparroscas, tierra, piedras. Juegan a hacer catapultas. Tres migrantes chinos, dos hombres y una mujer, discuten entre sí. Un grupo de personas con el uniforme fluorescente de los que limpian las calles de la Ciudad de México levanta la basura, un madral de envases de agua y trastes de unicel. Un padre carga a su hijo en pañales. Algunos de estos migrantes saben hablar español porque han vivido en Chile o en Colombia, pero su anhelo es llegar al gabacho.
En la calle Enrique González Martínez, en la vieja colonia Santa María la Ribera, se juntan varios negros por las tardes. Se reúnen en grupos de más de cinco personas afuera de la casa de huéspedes donde habitan. Algunos se colocan con un banco, un espejo, tijeras y una máquina para cortar el pelo. Es su forma de ganarse la vida. Si uno camina por el rumbo de la Santa Julia, Popotla, los puede ver como parte de la sociedad, los niños van a las escuelas públicas y los adultos compran en el mercado y en los tianguis. Cada vez es más común ver cuadrillas de trabajadores negros en obras públicas. La mayoría de estos hombres provienen del primer país que se independizó en todo el continente. Haití fue el único lugar en donde los esclavos africanos lograron triunfar sobre los colonizadores, en 1804. Sin embargo, ninguna otra nación quiso reconocerlos; 58 años después de la independencia haitiana de facto, Estados Unidos mandó el primer embajador a Puerto Príncipe. Haber derrotado a franceses, ingleses y españoles tuvo un alto costo para los rebeldes negros. Haití es el país más pobre de América, y acaso el más violento. El 70 por ciento de su población sobrevive con menos de dos dólares al día, el 80 por ciento es pobre, la esperanza de vida es de 65 años, seis de cada diez de sus habitantes pasan hambre. En este momento el país no cuenta con presidente, Parlamento ni Suprema Corte. Muchos de estos haitianos huyeron entre explosiones de bombas, largas columnas de humo, constantes incendios, el sonido de las balas y las cicatrices en los muros. Escapan de los francotiradores que cuidan los límites de algún barrio y le disparan a todo lo que aparezca en su mira. Entre el 30 y el 60 por ciento del territorio haitiano está dominado por bandas. Es un punto estratégico para la distribución de drogas en el Caribe. Las últimas elecciones fueron en 2016.
Los haitianos escapan de la historia de un presidente corrupto llamado Jovenel Moïse, mandatario impopular que fue asesinado en su casa en julio de 2021, supuestamente por un grupo de mercenarios colombianos. Pero no es el único caso, como si se tratara de una maldición, entre 1843 y 1915 Haití tuvo veintidós presidentes, veintiuno fueron derrocados o asesinados. Se rumora que el magnicidio de Moïse fue perpetrado desde el vudú y no por militares con los que no simpatizaba.
Escapan, los haitianos, de los hospitales llenos de heridos por armas de guerra, AK47, AR15 y fusiles de asalto Galil, de bombas que matan inocentes. Las armas ilegales que circulan por Haití podrían alcanzar la cifra de medio millón. En 2022 la violencia de pandillas dejó un saldo de 2183 homicidios. Y, sin embargo, escapan también del riesgo latente de ser sacudidos por un terremoto semejante al de 2010, un huracán o una epidemia de cólera.
A partir de esta noche, se tiene como medida que las personas que lleguen a la frontera sin usar un camino legal no serán elegibles para el asilo. Estamos listos para procesar y remover humanamente a personas sin una base legal para permanecer en los Estados Unidos de América.
Con estas palabras el Secretario de Seguridad Nacional, Alejandro Mayorkas, anunció el fin del Título 42 en mayo de 2023. Si los migrantes logran cruzar sin permiso y son detenidos, serán vetados de Estados Unidos durante cinco años; si reinciden, irán a prisión. El asilo solo se les dará si se les negó en los países por donde pasaron.
Camino por la colonia Juárez. Llueve, no hay mucha gente en la calle. Son casi las diez de la noche. La plaza Giordano Bruno se encuentra tapizada de tiendas de acampar. La lluvia es tenue. Varios anafres calientan sopas o caldos. A cada rato entran y salen negros del supermercado que se encuentra a un costado de la plaza. Algunos esperan recargados en los pilares, otros en una cabina telefónica y unos más en un camión estacionado. El templo del Sagrado Corazón de Jesús es albergue de los que no tienen tiendas de acampar. Duermen en el suelo del templo en dos o tres hileras. A la vuelta hay una fogata y quienes la rodean parecen no tener sueño. Quizá se trata de los Guardianes de la Noche o zangbetos.
Para los vudú, los zangbetos patrullan las calles, vigilan a la gente, rastrean criminales y brujas, proveen ley y orden. Arrastran y castigan a los golpeadores de mujeres. Zangbeto es una fuerza que existe en la tierra mucho antes que los hombres, sabia y conocedora. Vino del mar, trajo el coco y la tecnología para construir casas, conseguir alimento en las aguas y en la tierra.
La religión vudú llegó a Haití con los primeros esclavos. Hombres que habían sido privados de la libertad en su propia tierra, Benín. Los africanos usaron sus poderes espirituales para comunicarse con los muertos y saber si podrían levantarse en armas y salir victoriosos. La ceremonia Bois Caimán despojó a los esclavos del miedo y la reverencia que le tenían a los blancos, y reafirmó su ideal de libertad e igualdad, que era la meta a alcanzar.
Un porcentaje elevado de los haitianos que migran hacia el norte del continente han seguido una larga ruta desde Sudamérica: parten desde Brasil, de donde tienen que pasar a Perú, Ecuador y Colombia, para luego atravesar el tapón del Darién —poco más de cien kilómetros de camino, en aproximadamente veinte días— y cruzar Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras (acaso la frontera más “fácil”), Guatemala, México (donde pueden quedarse atorados), San Diego y alcanzar el sueño de todos: Florida. Hasta inicios de julio de 2023, la COMAR recibió 29532 solicitudes solo de haitianos para el reconocimiento de la condición de refugiado. Unos se van, otros se quedan, se mezclan y hacen suya esta ciudad. Muchos permanecerán en México. En unos años, nuestros científicos, estrellas musicales, deportistas, serán de padres o abuelos haitianos.
En su largo camino por las selvas, cuando cruzan fronteras, cuando llegan a un nuevo albergue, cuando caminan y parece que nunca llegarán, cuando se sienten perdidos y no logran conciliar el sueño, noche tras noche, los cuidan sus espíritus.
Imagen de portada: Migrantes haitianos en el Darién. Fotografía de ©Santiago Mesa