Los cuerpos se reúnen precisamente para mostrar que son cuerpos, y para que se conozca políticamente qué implica persistir como cuerpo en este mundo, qué requieren los cuerpos para sobrevivir y cuáles son las condiciones para que una vida corporal, que es la única vida que tenemos, sea en definitiva vivible. Judith Butler
Todo parecía indicar que habíamos vuelto a la normalidad. Fin de la pandemia, acá no pasó nada. Recuperación del aspecto presentable y de los roles asignados. Familia, escuela, fábricas, trabajo, viernes de socialización urgente y avenidas congestionadas. Vuelta al adiestramiento general bajo las viejas normas de eficiencia, plusvalía y producción, pero ahora lubricadas por el apremio inflacionario, la falta de empleo y el aumento irrefrenable del costo de la vivienda. No es extraño entonces que los cuerpos se muestren más atareados y dóciles que nunca, moviéndose con todos los tics despavoridos de las TICs: reinventarse a cada minuto en el feed de IG, invocar a todas horas la ciencia del lenguaje positivo en WA, mostrar una actividad promocional incesante en TW (“¡No tengo tiempo para nada!”). La ansiada normalidad y su aire irrespirable. ¿Así que estas eran nuestras ganas exacerbadas de volver a vivir? ¿Esta proscripción automática de nuestras fragilidades? ¿Esta precariedad asumida, este fuego apagado? ¿Cada quien encerrado en su vida (des-confinada) haciendo planes para el fin del mundo? ¿Este vivir al día (pero no alcanza)? ¡Revive la experiencia de tu libertad de movimiento, arreglándotelas como puedas! ¡Únete a la gran celebración planetaria (pero solo si sabes adaptarte y seguir el nuevo ritmo hiperacelerado a costa de tu propio cuerpo)!
Sin embargo, un domingo cualquiera, en medio del letargo, la calle estalla. De modo imprevisible, como una cesura frente a esa estabilidad falaz, simulada, la calle vuelve. Con su deseo de otra cosa, los cuerpos toman la calle para bailar, por ejemplo, en una alameda, junto a un emblemático Kiosco morisco. Se trata de Santa María la Ribera, una de las colonias más antiguas de la Ciudad de México, que ha vivido en los últimos años un agresivo proceso de desplazamiento de los sectores populares por las empresas inmobiliarias y la demanda de las clases medias, que a su vez han sido desplazadas de sus colonias por el aumento de las rentas y la llegada de los nómadas digitales, que a su vez se desplazaron por la pandemia o la vida incosteable en sus ciudades de origen. En esta alameda se concentran ese domingo las tensiones de un mundo insostenible por la ocupación capitalista. Mujeres y hombres, de entre 40 y 90 años, hacen suyo un pedacito del lugar moviéndose al ritmo de cumbia, mambo y chachachá para recuperar el cuerpo que les robó el confinamiento. Especialmente a los adultos mayores, los más vulnerables. Los prescindibles. Los siempre olvidados por su falta de productividad. Hace doce años que los vecinos de este y otros barrios se reúnen alrededor del Sonido Sincelejo, que enarbola la tradición sonidera del baile callejero, el archivo pirata, los modos abiertos de operación cultural, distintos a los circuitos de distribución y producción del mercado de la música. Acá la fiesta es de todos, organizada entre todos, en modos de autogestión y decisión colectiva. Acá coinciden celebrados y celebrantes, no existe público, todos son protagonistas: los que miran, los que bailan, los que conectan los cables, los que venden el chicharrón de la botana. Es la fiesta pública del barrio.
Tal desvío de la racionalidad urbana parece un antídoto para el letargo epidémico de los afectos neoliberales (cada quien en su burbuja) y los modos estatales de control del cuerpo que definen qué se puede hacer, a dónde moverse, qué lugares son transitables y cuáles no. Especialmente: qué barrios se asignan al reordenamiento territorial bajo el dictado de la gentrificación. Bailar la resistencia expresa aquí un extenso conflicto entre modos de vida. “Ni Estado ni mercado”, parecen decir estos cuerpos que han sido olvidados o desechados por uno y por otro. Todos los cuerpos importan, insisten en decir con su movimiento de cadera. No nos cortarán de nuestro propio cuerpo; no nos volveremos extraños a nuestro deseo de vivir una vida que merezca ser vivida.
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El baile de los que sobran, cómo no, inquieta a la alcaldesa en turno que vive justo frente a la alameda del tíbiri tábara, en una construcción de lujo que es un símbolo de la mutilación arquitectónica y social de Santa María la Ribera: un edificio espeluznante de hormigón armado, prêt-à-porter. La alcaldesa encarna, además, los nuevos estilos autoritarios de ejercicio del poder, con sus sistemas cada vez menos camuflados de agresión, limpieza social y desprecio de clase.1 No en vano, algunos la llaman la “alcaldesa trumpista”. La tensión crece, los sonideros son mandados a callar, pero una y otra vez, semana tras semana, la emisión de órdenes e imperativos es desobedecida. ¿Por qué no hacen caso? Porque obedecer implicaría una pérdida enorme. Sería volver a quedar al margen de las decisiones que les atañen. Sería resignarse a la impotencia frente a un tipo de poder que desecha ciertos cuerpos y poblaciones. Sería perderse la pequeña conversación, los vínculos, el dulcecito de regalo, el goce. Sería perderlo todo.
Finalmente, un domingo, el baile se convierte en protesta pacífica ante las amenazas constantes de desalojo, pero las fuerzas del orden llegan a hacer lo que suelen: tratar de reprimir toda práctica colectiva y deseante que se niegue a reproducir las formas de dominio. Sin embargo, las agresiones no hacen otra cosa que aumentar el descontento del barrio y viralizar por toda la ciudad el llamamiento a defender los espacios públicos. Pese a la prohibición, el domingo siguiente los vecinos vuelven a bailar. La convocatoria crece, las pancartas se multiplican, la gozadera se contagia, las frases se co-crean y las demandas se incrementan hasta pedir la revocación de mandato de la alcaldesa.
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Únete al baile de los que sobran. Los Prisioneros
Todos los que hemos salido a las calles a protestar contra las inequidades del mundo sabemos que hay momentos en los que el cielo pesa sobre nuestras cabezas. Momentos en que reina una oscuridad sin límites y nos hacen sentir que nada queda ya que esperar. Momentos en los que, como escribió Hannah Arendt, “no sabemos —por lo menos no todavía— cómo movernos políticamente”. Son momentos de ofuscación y asfixia. También de extremo peligro. Porque la amenaza de los tiempos fúnebres (tiempos de guerra o dictadura, represión o despojo, crímenes de Estado o catástrofe climática, vigilancia biopolítica o dominación neocolonial) no se cierne solo sobre la continuidad de la vida, sino sobre el deseo mismo de que la vida, en efecto, continúe. El extremo peligro radica en ese despojo subjetivo, ese apagamiento del deseo: la desaparición, en suma, de lo político. Porque la sumisión es imprescindible para que cierto tipo de régimen asegure su continuidad y ciertos cuerpos permanezcan excluidos o dóciles. A veces, la servidumbre voluntaria llega por simple agotamiento. Cuando levantarnos a nosotros mismos cada mañana es casi un acto heroico, ¿cómo hacemos para levantarnos al lado de otros? He aquí cómo la dimensión corporal de lo político se ve corroída desde adentro.
Los tiempos oscuros —escribe Didi-Huberman en Sublevaciones— son tiempos de plomo. Nos quitan no solo la capacidad de ver más allá y, por lo tanto, de desear, sino que además pesan mucho, nos pesan sobre la nuca, sobre el cráneo, que es una forma de decir que nos ahogan la capacidad de querer y de pensar.
Creo que nos encontramos ahí ahora, en medio de un impasse, como si el tiempo posterior a la pandemia y su acelerado proceso de normalización se hubieran llevado consigo todas las preguntas radicales que fuimos elaborando durante el confinamiento para imaginar desvíos y posibilidades fuera de los modos de producción y vida necrocapitalistas. Nos ronda una rumia melancólica, una especie de inflexión ingenua y desencantada porque el mundo “no cambió”.
¿Cómo sobrevive el deseo en una realidad concebida para neutralizarlo sistemáticamente? Cuando me invitaron a escribir este ensayo, me pregunté con angustia cómo iba a enfrentarlo desde la pesada carga de los tiempos presentes, a qué cantos del deseo, a qué imágenes de la movilización iba a acudir para atravesar la impotencia. Porque siempre hay una imagen que aparece y desaparece de forma fugaz, un chispazo imperceptible, un intersticio anidando en la vida cotidiana que desborda el conformismo general.
Si te has perdido en el bosque en medio de la noche —escribe Didi-Huberman— la luz de una vela detrás de una ventana o de una luciérnaga próxima te resultará asombrosamente saludable. Es entonces cuando los tiempos se sublevan.
A veces se trata de gestos inmensamente pequeños, de invenciones imprevistas, de improvisaciones que nos piden una atención constante, una especie de apertura también. En su Manifiesto ferviente, Mercedes Villalba habla de fermentación: todas esas transformaciones microscópicas que ocurren, callada y lentamente, hasta que se vuelven incontenibles. Bajo un terreno en apariencia yermo o en calma siempre habitan turbulencias, burbujeos de la materia. La descomposición “rebosa vida y tiempo”. Se trata de la negativa de la naturaleza a quedarse inerme. Según Villalba, esta puede ser una imagen poderosa para nuestras resistencias, porque los fermentos son también transformaciones micropolíticas que suceden ahí donde la vida se reproduce, en el espacio de los afectos, el cuidado, el cuerpo, las tramas existenciales, todo lo que parece estar fuera de la vista. Una política bajo la piel que un día sale a la calle a gritar lo que pide paso.
Cuando la tribu danzante de Santa María la Ribera proclamó a los cuatro vientos su derecho a bailar se convirtió, para mí, en la visión de la luciérnaga, acaso en la germinación de un fermento. Esos cuerpos fuera de la norma, inapropiados, no funcionales, nos recuerdan que tomar la calle (bailando) es la primera salida a la asfixia de la situación sin salida. Es reclamar el derecho a imaginar otra forma de organización de la vida en común y encarnar de un modo vibrante conceptos que hoy se reclaman de una imposibilidad: política, comunidad, igualdad, vida digna.
Colectivizar la alegría en tiempos de muerte es, sobre todo, un acto político, y tomar la calle (una plaza, un parque, un camellón, una esquina) es hacernos cargo “de un trozo de mundo del que dependemos y en cuyo interior reside el mundo común entero” (Amador Fernández-Savater).
Bailar la protesta es ensayar coreografías colectivas, emancipadas de la partitura de un solo coreógrafo. Es subvertir el guión de la conformidad diaria, la vida rentable, explotable y vendible, e impugnar el espejismo de la normalidad democrática (que solo representa los intereses de unos cuantos).
Tomar la calle (bailando) es hacer de la vulnerabilidad una alianza para emprender eso que Lucrecia Masson ha llamado “una revuelta orgánica”: el recuerdo de que somos cuerpos plagados de órganos “no siempre sanos, no siempre vigorosos, no siempre jóvenes”. Los órganos revueltos se hacen cuerpo colectivo para meterse en el mundo desde otro costado, con otro ritmo, bajo otras condiciones, alterando el orden natural de las cosas.
Reinventar la revuelta no es algo que se pueda programar, sino una fuerza de invención que surge de la calle o que fermenta bajo el asfalto. Por eso, en momentos en los que no sabemos —no todavía— cómo movernos políticamente, quizá poner atención al baile de los que sobran nos indique una clave para comenzar a subvertir lo invivible: como hicieron los 2 mil estudiantes chilenos frente al Palacio de la Moneda, cuando recrearon los pasos de Thriller para defender la educación pública; como hizo Erdem Gündüz, el bailarín que permaneció inmóvil durante ocho horas, de pie y en silencio en la plaza Taksim, en Estambul, para protestar contra la represión del movimiento en defensa del parque Gezi; como hacen las mujeres uruguayas en la Plaza Libertad a través de un tumultuoso abrazo en caracol para exigir que ningún feminicidio quede sin respuesta. Por el simple hecho de que las desigualdades y violencias no han dejado de profundizarse en el mundo, esta historia de baile continuará, la multitud regresará, está volviendo ya siempre. O como escribe Juliana Borrero en Las extraterrestres, ese libro performance y bailarín, ese canto sublevado escrito en tiempos difíciles:
En el fin del mundo nace un sentido. Una confirmación. Un compromiso. Y sobre todo, e inesperadamente, una alegría. Porque si perdemos la alegría nos come el tigre.
O como escribió la coreógrafa mexicana Mariana Arteaga, justo después de asistir a la marcha del domingo: “¡Qué tiempos para estar vivxs!”.
Imagen de portada: ©Tania Barrientos, Marcha 8M, Mérida, Yucatán, 2020. Cortesía de la artista