En Argentina es tarde ya. María Negroni continúa conectada a una videoconferencia desmenuzando sus libros pero sin contarnos nada que no aparezca en ellos. Insiste en recordarnos que todo lo dicho ya ha sido plasmado en el texto. Igual los temas encandilan su ánimo, así que apenas se le nota el cansancio. La noche puede esperar no porque falten ganas de tocar la cama sino porque sobra lucidez y entusiasmo en la conversación. Como toda gran autora, Negroni deambula alrededor de unas cuantas cosas y se exilia dentro de ellas. Las figuras de Satie, Pavese, Dickinson y tantas otras circundan su espacio de trabajo. Es una coleccionista obsesiva pero mesurada, reconoce el valor de un objeto al mirarlo pero lo coloca en su justo lugar al escribirlo. Al terminar un libro de María Negroni queda la sensación de haber escuchado una plática luminosa, sostenida hasta altas horas de la noche. La palabra insumisa no es la excepción. El libro, cuidado por la autora, Daniel Saldaña París y Hernán Bravo Varela, bellamente editado por la Dirección de Literatura y Fomento a la Lectura de la UNAM, es una colección de ensayos enfocados en la obra, el pensamiento y, desde luego, la vida de veintitrés poetas que se extiende como una enredadera y nos revela el propio pensamiento y la relación que Negroni establece con la poesía. No es un libro aleccionador, no contiene respuestas ni métodos, sino aspiraciones, perspectivas, la búsqueda de algo que escapa constantemente y que sólo los hilos de la poesía pueden traer de vuelta a la Tierra. Negroni escribe sus libros sin saber realmente qué está buscando, pero, a diferencia de muchos autores, consigue dominar este sonambulismo a la perfección. A su paso va dejando un camino de piedritas, pero no lo hace para que sepamos la ruta de regreso, sino para crear caminos que antes no hubiésemos andado. Sabe bien que lo que llamamos camino no es más que nuestra propia inquietud, desanudándose, agarrando poco a poco la forma iluminada de lo nuevo, lo inexistente, lo que sólo el lenguaje puede hacer visible. Toda su obra puede ser leída como una huida del contenido y la forma en las que supuestamente se sumerge la obra de arte, acto de escapismo que no sólo rehúye los grandes temas, sino el tema en general. Sus obsesiones son un poco así. Su tríptico —ya mencionado—: Cornell, Dickinson, Satie, también lo conforman escapistas, personajes que en vida fueron ajenos a la fantasía del artista profesional, pero cuya obra fue tan monumental, tan significativa, tan gratificante, que no pudieron escapar a la trascendencia. Ella los lee desde sus adentros. No aborda su obra como el legado impasible del talento, ni pone de manifiesto la honda mina de riquezas que abunda en cada uno de ellos, sino que los habita, los reconoce y los nombra como si fuesen seres queridos, cercanos. Podría decirse que los conoce de primera mano y que cada uno de ellos le ha dicho exactamente lo mismo: no tengo la menor idea de lo que estoy haciendo, pero sé que es diferente. En La palabra insumisa opera un efecto similar al empleado en el tríptico, aunque con un foco más consciente: poner énfasis en la intemperie y en la dificultad que implica la renuncia a lo convencional. No importa tanto lo que estos poetas y sus escritos son, pero importa lo que hacen: un entendimiento de la poesía que revela al lenguaje, diría Walter Benjamin, como una especie de coartada. Pero habrá que ir más lejos, para Negroni —y con ella, también, necesariamente, para sus protagonistas— el lenguaje es un espacio de ruptura. En una época saturada de temas urgentes, literatura con propósito y agencias literarias preocupadas en su mayoría por el contenido, La palabra insumisa apunta hacia un tiempo menos decorado con expectativas y fuerzas dóciles; un tiempo de los excluidos, donde las palabras nos abandonan más rápido de lo que nosotros las podemos abandonar a ellas. Negroni se desmarca de su momento histórico, pero no lo hace sola. Su literatura viene acompañada de aquellos que la hacen posible, artistas y poetas que ejercitaron con la más infatigable de las angustias el descenso a lo desconocido. La selección no es de ninguna forma aleatoria. Desde luego hay un gusto, un filtro personal; pero sempiterno, que no sigue tendencias ni desemboca en la frialdad de las mesas de novedades. No, ella escoge bajo otro criterio: el desacato. Esa idea la rodea, la sigue en sus lecturas y va formando la trama de su escritura hacia una completa transparencia que pocos pueden embarcar con la sabiduría y el gozo que Negroni imprime aquí. Le interesan estos poetas por sus logros formales, por sus hallazgos, por la conmoción que provoca leerlos, pero le interesan más por su beligerancia, por el hecho y el efecto que provocan desde su exilio —el tono anecdótico de muchos de sus textos no es una casualidad, sino una obligación—. Son desobedientes, infieles a la noción del tema, porque éste no alcanza nunca a ser desobediente, el tema es consecuente con lo reconocido de antemano. Claro, que la poesía puede crear otros orificios, se puede dar el lujo de ser imperfecta, de estar deshabitada. Ni Dickinson, Satie o Cornell llevan en sí la insignia de su batalla; no son abanderados de nada, no ofrecen casa o refugio alguno. Lo que Negroni cuenta sobre ellos recuerda aquel verso de Interludio en Berlín “donde las cosas se pierden en las cosas para que nadie tenga casa, ni siquiera en la casa del idioma”. Negroni lee en Dickinson poemas que nunca podrían caer en la “bella poesía”; encuentra en Pizarnik una forma de contraer el mundo a fin de expandir la vida; alcanza junto a Bonnefoy una cima tan luminosa que sólo puede ser vista si se acepta perder todo lo demás; se mata con Plath; hurga en la ceguera y los silencios de Lorine Niedecker, Marie Howe y Rosmarie Waldrop sin caer en el vacío del propósito; desconfía de Marianne Moore sin demeritar su potencia; reconoce, desde Anne Carson, que la poesía tiene que jugar a favor del desconcierto. Lo que más admiro de un escritor es que maneje fuerzas que lo arrebaten, escribió otro insurrecto, Lezama Lima. Negroni escribe con esa valentía, con el coraje de quien sabe que la palabra no debe sólo ser sino hacer. Ella misma ha dicho que la literatura no tiene que ser hospitalaria y que el contenido no significa nada. Escucharla es siempre una provocación a pensar desde lugares distintos, leerla es la confirmación de ese compromiso. Sabe de hallazgos, como el verso de Marianne Moore —”Es un privilegio ver tanta confusión”— que rescata a comienzos del libro, pero hallazgos que tienden puentes “entre ningún lado y ningún lado”, es decir, contradictorios, incorrectos, que juegan en el límite de lo que ella nombra como “el centro radiante de la incomprensión”. “La poesía es una epistemología del no saber”, ha escrito Negroni en el pasado y lo apunta de nuevo en este conjunto de ensayos en los que aspira a transitar lo insondable, siempre acompañada por sus más queridos poetas para devolvernos un texto valiente, cargado de fuerzas inestables y agudas, que no sólo refleja el saber de Negroni, o sus procedimientos de escritura, sino que avienta a sus lectores a un terreno donde la poesía puede ser de nuevo incertidumbre y la incertidumbre puede ser de nuevo sabiduría. Escrita así, sin las cursivas, la palabra insumisa es una de las formas más atinadas de referirse a lo que hacen estos poetas, Negroni incluida, pero es también, quizá de forma mucho más sagaz, una incisión que nos permite abordar la poesía desde otro lado, sabiendo que la palabra poética debe leerse —y ejecutarse— como una de las formas más elevadas de la disidencia.
Imagen de portada: Yi Taek-gyun, Books and Scholars’ Accouterments, ca. 1890. The Cleveland Museum of Arts.