Kentukis de Samanta Schweblin

Una soledad hiperconectada

Cultos / crítica / Diciembre de 2018

Nayeli García Sánchez

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Apagar las luces de una ciudad se ha vuelto casi imposible. Quizá también deba decirse que cada día es más difícil “ausentarse” de reuniones y eventos familiares. En un giro de tuerca macabro (tengo en mente el número de desaparecidos en nuestro país) hoy tenemos la tecnología para mantener un registro pormenorizado de todas nuestras actividades. Si no contamos con la voluntad suficiente para tomar fotografías o escribir mensajes, los análisis de mercado lo hacen por nosotros. Las sugerencias de publicidad tienen acceso a detalles muy específicos y concretos de nuestros movimientos, como el número de veces que activamos la pantalla del teléfono para ver la hora o una notificación, y el ritmo con el que consultamos “qué ha pasado” en las redes sociales. Samanta Schweblin no es indiferente a la dimensión siniestra de estas recientes prácticas sociales. En Kentukis explora una serie de historias paralelas, y entrecruzadas a ratos, por medio de un dispositivo que aunque todavía no existe no sería sorprendente que ya estuviera en versión piloto. Los kentukis son una especie de mascota virtual. Se trata de unos muñecos de peluche equipados con cámara, micrófono y capacidad de conexión remota. Cada kentuki es único y sirve para “vincular” personas. Una de ellas será la observadora y oyente anónima, que ejercerá el control de movimiento del dispositivo. La otra tendrá al kentuki y le dará asilo. Ambos roles abren múltiples posibilidades: uno permite observar tan de cerca como le sea permitido la intimidad ajena y estimular su inventiva para establecer comunicación; otro disfruta (o padece) la experiencia de una compañía siempre callada y carente de nombre propio. Digamos que un kentuki comparte muchas características con un celular, salvo la de elegir con quién mantener la comunicación y la de recibir una respuesta verbal. Sin embargo, tampoco sería exagerado decir que varias redes sociales ya funcionan así. Uno publica una foto en Instagram, por ejemplo, y lo que más recibe son reacciones no verbales. Algo similar pasa con Facebook o Twitter. De ahí, acaso, que la tecnología no haya logrado hacernos sentir menos solos. La soledad que viven los operadores y los dueños de los kentukis es llanamente corporal. De la interacción, quedan excluidos el olfato y el gusto; algo hay de tacto y oído, pero la vista es el sentido dominante. Triste fisura del individuo aislado, la capacidad de mirar (reducida siempre a un encuadre y a la duración de la batería) no es suficiente para satisfacer la curiosidad de los voyeristas. El olor a plástico y la textura sintética del peluche también son pálidos reflejos de una conexión plena. En ese sentido, la novela señala el ejercicio íntimo y cotidiano de una soledad hiperconectada. Cada historia explora las posibilidades de los kentukis, pero hay una voz en tercera persona que tiene información privilegiada. No sólo es un narrador con total acceso a las conciencias de los personajes (y a los idiomas que éstos hablan), sino también a ciertos datos que delatan las dimensiones del fenómeno: “Ya había trescientos setenta y ocho servidores repitiendo las conexiones alrededor de todo el mundo y aun así seguían colapsados: los tiempos de espera para la configuración inicial se alargaban cada vez más”. ¿Qué pasaría en un mundo de kentukis? Las predicciones de Schweblin son oscuras y familiares. Habría quien lo usara para compartir un tema de conversación con su madre, para conocer lugares insospechados o para extorsionar menores. Desde luego, también habría quien lograra enamorarse, entablar una relación sensible o darse a entender incluso si sólo se tiene un peluche con ruedas a control remoto. Todas las posibilidades —hay que decirlo— ya tienen lugar en este mundo. A lo largo de la novela no aparecen métodos innovadores de tortura o de placer. Cada uno puede reconocerse en usos que anteceden aun al nacimiento de las computadoras. Como cualquiera otra tecnología, las conexiones inalámbricas amplían las capacidades del ser humano, pero no alteran su naturaleza. Es famosa la anécdota de Marina Abramović en su performance Ritmo 0 a mediados de los setenta. La artista puso a disposición del público 74 objetos y su propio cuerpo. Los espectadores podían participar en la acción del modo en que quisieran: la única condición era relacionar de algún modo el cuerpo de Marina y las cosas al alcance. Conforme avanzó el tiempo de exposición, el ambiente se volvió cada vez más violento. Cortaron su ropa, le pincharon la piel, tomaron la pistola y apuntaron contra su cabeza. Los objetos sobre la mesa no eran buenos o malos, hasta que recibieron determinado uso. En ese sentido, Schweblin no hace juicios morales tajantes sobre lo que implicaría un mundo de kentukis, pues sería en esencia idéntico al que ya conocemos. Ésa es la fuente de tensión constante en la narración. Como acostumbra, la escritora encuentra a lo largo del relato ese delgado tejido que mantiene a salvo la cordura. Entre cada punto de unión, sin embargo, se agita un reverso de pulsiones que se desbordan. De ahí la sensación de que algo extraño está pasando. Como cuando el audio y la imagen de una película no están bien sincronizados. El cerebro acorta la diminuta diferencia y es comprensible que tal diálogo corresponde a tal movimiento de labios, pero de todas formas pervive una sensación de incomodidad en el espectador. En la novela, los lugares donde ocurre la acción (que abarcan una geografía global: de lugares remotos de Asia a zonas heladas de Europa o pueblitos de Oaxaca) son reconocibles, las actividades de los personajes no se salen de lo común, y aun así la presencia de los kentukis es un recordatorio de que algo no va bien. Cuando la tensión parece relajarse, al reverso de la página pasa algo que podría verse venir si uno no estuviera tan sumergido en la empatía que despiertan estos personajes en apariencia inofensivos. En la calle no es común escuchar que dos desconocidos entren en una disputa apasionada sobre el final de una película o sobre el atuendo de una mujer. En la sección de comentarios de un video en línea, no resulta nada sorprendente. ¿Y si superponemos las reglas de lo que es válido en uno y otro contexto? ¿El resultado sería la creación de una nueva sociedad? En lo absoluto. Tal y como ser capaces de registrar (y aun compartir) casi todas nuestras actividades no siempre cura la angustia de estar solos, eclipsar el mundo de lo virtual con las dinámicas sociales de los cuerpos y las personas sólo abriría nuevos modos y espacios para viejas formas de interacción.

Literatura Random House, Argentina, 2018

Imagen de portada: Colección de furbis. Cortesía de Sam Battle