Lo esencial es invisible a los ojos”, dice el Zorro (imposible no imaginárselo como un Gene Wilder infinitamente tierno que habla con el Principito desde un dorado pastizal), y sin duda tiene razón. La pregunta es si lo esencial es invisible como las ondas de radio, los genes o el lenguaje, o invisible como el ratón de los dientes, Zoroastro o incluso como la aristocracia —y al parecer también la fortuna— de la familia Saint-Exupéry. El problema de qué constituye lo esencial y de qué relación tiene esto con la identidad de un objeto o de un ser vivo como un hongo o un humano puede ser de gran importancia o totalmente trivial. ¿Existe, por ejemplo, un caldo de pollo primordial, un ideal de sopa cuyas infinitas manifestaciones no son más que imágenes imperfectas, reflejos en la pared del fondo de una cocina platónica? Aquí da lo mismo; el modelo primigenio, inalcanzable, siempre será el que comíamos de niños, y los demás burdas aproximaciones. Pero el problema de qué es lo esencial a veces tiene consecuencias más trascendentales que las gastronómicas. Existe una predisposición psicológica muy bien documentada a pensar que en las cosas y los seres, o en ciertas categorías de cosas y seres, subyacen cualidades invisibles que determinan la identidad, sin la suma de las cuales no podrían ser ellos mismos, y que esa lista de cualidades es previa a la existencia del ser o la cosa. Esta predisposición o sesgo se llama esencialismo y lo estudia la psicología cognitiva. Sólo hay que rascar un poco para comprobar que el esencialismo psicológico (para distinguirlo del metafísico) está enclavado en nuestra psique y por lo tanto modela en gran medida ideologías y formas de organización social. Determina lo que pensamos sobre la naturaleza (qué son las especies, cuáles son las propiedades de la materia), las razas, etnias, nacionalidades, lenguas (qué pueden expresar y qué no ciertos idiomas “primitivos”) y por supuesto el sexo y el género.
La forma en que pensamos las identidades de hombres y mujeres en términos de esencias es particularmente clara: lleva a algunos a concluir que con los genitales vienen aparejados en forma inevitable rasgos femeninos y masculinos que se alojan, sucesivamente, en la mente de dios, la evolución, los genes, las hormonas… El esencialismo de género sostiene que las mujeres poseen una esencia que las hace ser maternales, hacendosas, poco competitivas y “sentirse mujeres”, y que la esencia de los hombres es ser audaces, agresivos, demostrar más interés por los objetos que por las personas, tener muchos hijos y “sentirse hombres”. Puesto que, como ya vimos, se cree que la esencia es “natural” (divina o biológica, no importa) y por lo tanto inescapable (esto se conoce como la falacia naturalista), se esperaría que existiera una inmovilidad casi absoluta de los rasgos asociados con esa esencia, cosa que en el caso de los humanos es patentemente falsa. Este caso particular además es dualista, pues supone desde Aristóteles que las esencias de hombres y mujeres son opuestas y complementarias. Pero si fuera así resultaría imposible ver en un sexo los atributos del otro. No improbable: imposible. Uno no se escapa de imperativos como éstos. Cuando existen. Uno de los esencialismos más estudiados, y que es el que nos interesa aquí, es el biológico: el sesgo que usamos para pensar sobre los seres vivos. Psicólogos como Susan Gelman han determinado, en su trabajo con niños, que el esencialismo biológico mediante el cual entendemos qué son y cómo funcionan las especies cumple varias condiciones: es inmutable (si naces como miembro de una especie lo eres toda la vida); homogéneo (todos los individuos de una especie comparten la misma esencia y por lo tanto los mismos rasgos); discreto (esa especie es fundamentalmente diferente de otras) e inherente (lo que sea que determine la esencia viene dado de nacimiento). ¿Qué pasa, entonces, si pensamos en gatos o mosquitos en términos esencialistas como hacen los niños? Afirmaríamos que una vez que se nace mosquito se es mosquito toda la vida, que todos los mosquitos son casi iguales, que son fundamentalmente diferentes de los plátanos y que lo que sea que vuelve a los mosquitos tan molestos ocurrió antes de su nacimiento. Suena sensato, porque esta lógica resulta útil para agrupar seres y cosas en categorías estancas y sencillas. Los niños piensan que una vaca adoptada por cerdos se verá como una vaca y mugirá como una vaca a pesar de haber vivido con su familia política. Los taxónomos ordenan especies por su nivel de parentesco gracias a sus rasgos fenotípicos (visibles) y en función de sus diferencias genéticas, y con ello practican un esencialismo más sofisticado y tal vez inevitable, pues el concepto mismo de especie resulta tan problemático que no existe una definición unívoca, ni siquiera en el caso de los humanos. (Aunque hoy sólo exista una especie de Homo, el sapiens, los arqueólogos y los paleontólogos discuten interminablemente qué fósiles antiguos pertenecen al género Australopithecus y cuáles ya deben clasificarse en el más moderno género Homo). Tal vez por eso somos esencialistas tan recalcitrantes. Para poder entender y predecir el cambio en la naturaleza resulta útil creer que sobre un insecto que sufre metamorfosis actúan principios que lo hacen ser él mismo —que agrupan su identidad en una sola— sin importar qué cambios experimente durante su vida, dónde crezca o quién lo observe. Por el contrario, una piel de vaca ya no es una vaca; su esencia ha cambiado porque le faltan cualidades. Ni siquiera una vaca muerta es una vaca porque carece de conducta, es componente sine qua non de la vaquitud. Así pues, el pensamiento esencialista sirve para algunas cosas y en algunas etapas de la vida, pero es un lastre para otras. El esencialismo y otras teorías y heurísticas intuitivas nos permiten simplificar, lo cual resulta peligroso cuando tenemos que enfrentarnos a problemas tan complejos como las diferencias de género, de inteligencia o de cualidades morales en los diferentes grupos humanos. Pero volvamos al tema de las especies. ¿De verdad no podemos hablar de ellas como entidades con una existencia propia, bien delimitada, incluso si no creemos que un relojero divino haya dibujado los planos antes de poner la primera pieza? Vemos peces beta que son distintos de las truchas, mosquitos (¡otra vez!) que son distintos de las moscas. Desde nuestra escala no parece descabellado que existan especies que cumplen esos principios esencialistas (ser ellas y sólo ellas: los mosquitos tienen patas de mosquito, ojos de mosquito, plan corporal de mosquito, genes de mosquito pero no de avispa, etcétera). Pero, ¿y si fuera un error producido por la estrechez de nuestra visión y la brevedad de nuestras vidas? Piénsese en lo que se conoce como especiación incompleta o especies anillo; por ejemplo, el mosquitero troquiloides, un ave que vive en una amplia región que rodea la meseta del Tíbet, los desiertos del Gobi y de Taklamakán y en los bosques del norte de Siberia. Allí, en el norte, existen dos especies distintas de mosquiteros, dos grupos de individuos que no se aparean y que no tienen descendencia fértil; son de distinto color y tienen cantos distintos. Pero conforme se viaja hacia el sur cada una de las poblaciones empieza a cambiar y a parecerse más entre sí, hasta que al sur de la meseta del Tíbet sólo existe una especie de mosquitero, posiblemente la especie original que se dividió en dos en el espacio y no ha terminado de hacerlo en el tiempo, tal vez el mismo proceso que han seguido muchas de las criaturas de la Tierra, aunque sin dejar evidencias tan elocuentes. Así pues, ¿qué es este animal? ¿Una cosa en un lugar y otra en un lugar distinto? ¿Su esencia se bifurca? La trama se complica. La biología evolutiva y la paleontología nos permiten pensar en términos históricos más largos que nuestras propias vidas. El biólogo Richard Dawkins lo sintetiza así: no existe un solo organismo en la tierra cuyos padres y cuyos descendientes no pertenezcan a la misma especie que él. ¿Cómo trazar la línea que los divide? Incluso si en una generación nos encontráramos un monstruo esperanzado, por usar la imagen de Richard Goldschmidt, pertenecería a la misma especie que sus padres y tendría que pertenecer a la misma que la pareja con la que se aparee (si quiere tener descendencia). ¿Qué pasa ahora con las esencias? Si también se transforman a lo largo de un continuo difícilmente serán discretas, y carecerán de poder de predicción (que hipotéticamente es lo que le confiere utilidad al esencialismo psicológico). Así pues, no serán más que proxies para hablar de las características de individuos particulares. Es una tautología: cada quien tiene una esencia distinta que lo hace ser como es.
Nuestra capacidad de cambiar de escala no sólo ocurre en el tiempo, sino también en el espacio. Conforme magnificamos la realidad con ayuda de herramientas se revelan infinidad de sutilezas y excepciones en seres y procesos que antes nos parecían monolíticos e imperturbables. Sin ir más lejos, nosotros mismos estamos habitados por miles de millones de organismos microscópicos —sobre todo bacterias— cuyos genomas sumados superan por mucho los de nuestras propias células (¿no son también nuestras las bacterias?, ¿si creemos que los genes tienen algo que ver, qué porcentaje de la esencia deberíamos considerar verdaderamente humana, si pensamos que las bacterias nos acompañan desde que estamos en el útero?). Estos microorganismos no son pasajeros arribistas: dentro de nuestro cuerpo cumplen funciones metabólicas, inmunitarias y endocrinas vinculadas con la digestión, el uso de energía, la resistencia a enfermedades y, ahora se sospecha, con el estado de ánimo e incluso ciertos padecimientos mentales. Hay ejércitos de investigadores que estudian estas comunidades, llamadas microbioma 1 y esperan aprender sus secretos para poder replicar y administrar sus habilidades, pero no la tienen fácil. Esto se debe, por una parte, a la enorme cantidad de individuos que nos habitan y a la vasta complejidad de las relaciones que establecen entre ellos; por la otra, sucede que lo que hemos dicho hasta ahora sobre la especiación no es cierto para todos los seres vivos. En el mundo de las criaturas unicelulares, y en particular las bacterias, hay procesos que desdibujan las divisiones entre especies (y por lo tanto, de nuevo, sus hipotéticas esencias) de formas aún más drásticas, como la transferencia horizontal de genes. A diferencia de la transferencia vertical entre progenitores e hijos, la transferencia horizontal es el intercambio de genes —por ejemplo los que confieren resistencia a los antibióticos— entre bacterias de poblaciones o hasta especies muy distintas. Y esto cuando puede hablarse siquiera de especies: puesto que no tienen comportamientos o formas tan distintivas como los seres pluricelulares, identificar una nueva especie requiere que sea posible cultivarla de forma independiente, cosa que con frecuencia es muy difícil de hacer. Incluso cuando se identifica una especie nada asegura que sus genes se queden en su lugar, inmutables, por mucho tiempo: o las esencias de las especies no existen y tener esencias no es un rasgo esencial de los seres vivos, o bien no se encuentran en los genes sino en algún otro locus por describir. Los humanos tenemos nuestra propia forma de transferencia horizontal: como si fueran fósiles zombis, en distintos puntos de nuestros genes hay viejos virus que en algún momento infectaron nuestras células pero fueron incapaces de reproducirse con éxito. Si una de las células infectadas era un óvulo o un espermatozoide, el portador heredó el virus, ahora inactivo, a sus descendientes. Algunos de estos virus endógenos yacen dormidos, demasiado degradados para representar un peligro; otros se activan de vez en cuando. Con frecuencia hacen algo mucho más espectacular: cumplen funciones en nuestro cuerpo. Se cree que más de ocho por ciento de nuestro genoma está compuesto por viejas infecciones retrovirales; es más: hay quien sostiene que no se trata en absoluto de infecciones sino de secuestros: ¿para qué esperar mutaciones que tardan cientos de miles de años cuando pueden obtenerse genes frescos a partir de los visitantes ocasionales? Y no genes cualesquiera: uno de esos genes virales, por ejemplo, produce una proteína llamada sincitina que sólo se expresa en la placenta y que permite que se fusione una delgadísima capa de células a través de las cuales pasan nutrientes de madres a hijos. Distintos mamíferos placentarios poseen diferentes versiones de este gen, probablemente adquiridas en sucesivos episodios de secuestro genético. Ahora bien: ¿qué cambia en una planta o un animal que adquiere así nuevas capacidades? ¿Se convierte en otra especie? ¿Se contamina? ¿Podía hablarse de “pureza” antes de la adquisición del nuevo gen? Este puñado de ejemplos pinta, lo mismo para humanos que para bacterias, un panorama tan poco puro, tan permeable y heterogéneo… ¿Cómo entender, anticipar y actuar frente al mundo biológico mediante unas cuantas reglas si resulta que más que especies e individuos somos continuos, colonias, retazos, quimeras? Hemos ido arrinconando la hipotética sede de las esencias (para quien aún insiste en hallarlas) hasta los genes —esto se conoce como esencialismo genético—, pero incluso así es más o menos improbable que sea una postura sostenible. Relativamente pocos genes tienen efectos unívocos y dramáticos. Muchísimos trabajan como ecosistemas en los que cada uno aporta su granito de arena para desarrollar un rasgo o una conducta complejos; por eso no es sencillo identificar genes para el cáncer, para el autismo, para la altura; además son regulados por instrucciones genéticas que los encienden, los apagan o los hacen cambiar de velocidad. Si a esto le sumamos los efectos epigenéticos —la forma en que el medio incide sobre la información o la expresión de los genes—, el desarrollo embriológico y el hecho de que compartimos genes básicos para el funcionamiento de las células hasta con los organismos más elementales, quedan pocos rasgos biológicos inherentemente humanos, ratoniles o anfibios, e incluso depositar en ellos el peso de nuestra humanidad exclusiva resulta un poco ridículo: tendríamos que suponer que la esencia humana se encuentra en el puñado de genes exclusivos de nuestra especie que se conocen. En fin, mientras más descendemos por un agujero de conejo reduccionista en busca de la esencias en la naturaleza, más vago se hace el esfuerzo; si no residen en los genes, que en gran medida son piezas intercambiables que pueden leer el sistema de transcripción de cualquier célula, ya sea de primate o de musgo, ¿están las esencias en el sistema mismo de transcripción?, ¿en la termodinámica que rige las moléculas de lo vivo?, ¿de nuevo en la mente de Dios?, ¿en todos los anteriores? Si fuera así no serviría de gran cosa invocarlas; en cada punto de este recorrido su sencillez ha tenido que dar paso a la complejidad. ¿Qué queda, pues, para darnos forma tras mirar a los ojos este abismo? Una vez que nos desprendemos de la noción precientífica e infantil de las esencias en el mundo natural, estamos mejor equipados para discutir de maneras más sofisticadas e interesantes problemas que se resisten a ser caracterizados en formas unívocas y sencillas: los organismos transgénicos (la técnica y sus productos), las diferencias de género (hoy arde Troya a causa del “manifiesto” Google y la ciencia de las diferencias sexuales), el cambio climático, los pretextos biológicos para el racismo y el genocidio, nuestra relación con otros seres vivos, qué es un humano y para qué sirve. Y ya que estamos, acojamos de una vez la complejidad de los rasgos que constituyen nuestra identidad como especie: las lenguas (y los prejuicios lingüísticos), las preferencias culturales y sus choques, el disenso, los infinitos intríngulis de la política, la ciencia de la personalidad y las preferencias individuales, nuestra identidad como individuos, etnias, pueblos. Cada uno está embebido en una maraña tan complicada como fascinante de historia, biología, cultura, leyes físicas y azares. Dejemos la simplicidad para el caldo de pollo y miremos hacia otro lado.
Imagen de portada: Micrografía de bacteriófagos.
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En este mismo número, veáse al respecto el artículo de Pablo Meyer, Viaje al interior ↩