Al llegar a Medyka, un pequeño pueblo polaco, observo el vertiginoso cruce fronterizo de un país en guerra: policías dirigiendo filas de personas para que entren a los camiones, un mar de mujeres con niñas de la mano, otras jalando carreolas, maletas o ambas, perros y gatos en bolsos adaptados, soldados voluntarios, reporteras, camarógrafos, un pianista, cocineros, testigos de Jehová, puestos de comida, ropa y utensilios de aseo personal.
Los días anteriores, Seth y yo habíamos estado haciendo entrevistas en Lublín y en Dorohusk para investigar sobre la violencia de género a la que se exponen las refugiadas que vienen de Ucrania. Decidimos venir a Medyka por el consejo de las activistas de la organización HomoFoeber, un centro de atención para refugiadas en Lublín. Nos recomendaron este punto de encuentro, de los más concurridos por estar cerca de Leópolis, una ciudad al oeste de Ucrania que recibió una gran cantidad de mujeres desplazadas desde el este del país. En su mayoría, los hombres de entre dieciocho y sesenta años deben quedarse en territorio ucraniano en caso de ser requerida su participación en las fuerzas armadas.
Aunque me especializo en cuestiones de género y los lentes del feminismo hacen que vea el tema por todos lados, este viaje me ha sumergido en una cuestión paralela: la del lenguaje. Si bien es obvio que el lenguaje también está en todas partes, su dimensión política se me hizo mucho más evidente al escuchar las hablas eslavas que confluían en la frontera de Ucrania y Polonia.
Durante la primera semana de la guerra, empezó a circular el video de un soldado ruso hecho prisionero por los ucranianos. En el video le pedían que dijera “palianytsia”, un platillo típico del país. El soldado nunca pudo pronunciarlo correctamente. Esta palabra se ha convertido en un shibboleth, ya que a los rusos se les complica pronunciar un sonido suave si a este le precede uno fuerte, como ocurre con ese nytsia que ellos pronuncian como nitsia, lo que los delata. Aunque ambas lenguas tienen el mismo origen, fonéticamente el ruso es el más distintivo de todos los idiomas eslavos por haber tenido influencias de otras lenguas asiáticas.
La noción de que Vladimir Putin inició el conflicto bélico en Ucrania debido a que en la región del Donbás hay habitantes que hablan ruso y son pro-rusos es una de las muchas narrativas populares y mediáticas que intentan interpretar el origen de esta guerra. Es difícil explicar lo inconcebible, y este argumento sugiere una afrenta entre idiomas. Le pregunto a Mariia Zan, una joven originaria de Odesa que trabaja ayudando a refugiadas, cómo se dice paz en ucraniano:
—Myr (МИР) —me dice.
—¿Y en ruso?
—Myr (МИР) —contesta—. ¿Ves? Son muy diferentes.
Aunque para mí no lo sean, percibo la diferencia fonética y, sobre todo, entiendo sus ansias por alejarse de las similitudes que existen con quienes están atacando a su país. Luego le pregunto qué piensa, a grandes rasgos, de la intervención armada de Rusia:
—Putin dice que está defendiendo a los ucranianos que hablan ruso y que por eso empezó a atacar Ucrania. Yo hablo ruso y solo quiero decirle: ¡Jódete, Putin!
Seth, mi compañero, es estadounidense y yo soy mexicana, y ninguno de los dos habla una lengua eslava, así que nuestra comunicación con la población es limitada. Anastasiia Stetskiv es quien nos ayuda como traductora en este punto del viaje de investigación. Es joven, sonriente y políglota. Su cabello está teñido de amarillo, trae unos tenis rojos con estampado animal print que hacen juego con su chamarra negra. Viene de su casa en Sambor, Ucrania, e hizo dos horas de camino para estar con nosotros.
Entre la multitud de refugiadas, llama mi atención una señora rubia de lentes, sentada al lado de un puesto de comida. Lleva un bebé en brazos y, como ninguna otra persona, trae puesto un cubrebocas. Desde que llegamos a Europa del Este, nos dimos cuenta de que el Covid-19 ya no ocupa la mente de casi nadie. Todos están inmersos en la guerra. Incluso las personas comenzaron a contar su tiempo a partir de ella. Los días de la semana y los meses ya no figuran, ahora dicen “hoy es el día veintitrés de la guerra”.
El nombre de la mujer es Tania, tiene 35 años y su hijo apenas dos meses. Dice que cruzó en carro la frontera y que había tanta gente que le tomó cuatro horas. No es como el cruce peatonal, en el que recibes un trato preferencial con una hija o un hijo menor de un año porque no tienes que hacer fila.
—Fue difícil porque mi bebé no dejaba de llorar —nos cuenta mientras se levanta apresurada de la silla y camina hacia la fila de los camiones.
Un hombre lanza una crepa al aire que aterriza en la sartén. Su nombre es Ted, vino desde Florida como voluntario para ayudar a las refugiadas. El día de hoy ha hecho unas quinientas crepas. La comida de los puestos es tan variada como en un buffet: desde hot dogs hasta pizzas al horno. Seguimos avanzando. Aunque andemos entre la marabunta, el frío burla al calor humano. Estamos a siete grados y el viento me hace tiritar.
—Tengo frío —le digo a Seth mientras saco mis guantes de la bolsa.
—Pues claro, estás en Polandia —me contesta, creyendo que Polonia sigue la misma regla de sufijos en español que Disneylandia. Lo corrijo y me agradece. Caigo en cuenta de que casi no hemos hablado en español o spanglish durante el viaje. No me gusta cuando el inglés impera en nuestra comunicación. Desde que me mudé a Texas para hacer mi posgrado, mi relación con el inglés ha cambiado, ahora se encierra en una dinámica de competencia contra el español; el racismo y el clasismo tiran de los hilos que sujetan a ambas lenguas.
Entramos a una de las carpas de descanso. Hay mesitas con juguetes para niños, hojas y crayones para colorear. En las mesas altas hay galletas y botellas de agua. Una mujer está sentada en una silla y tiene a su hija recostada sobre su regazo, ambas traen gorros invernales de color gris. Anastasiia le pregunta si podemos entrevistarla sobre sus vivencias en el viaje. Nos dice que no, que no quiere recordar nada, entonces le preguntamos si nos puede dar su nombre y de dónde viene y, contra todo pronóstico, comienza a platicar con nosotras y se extiende por varios minutos.
Su nombre es Alexandra, tiene 38 años y su hija Sofía tiene tres, las dos vinieron de Kiev. Nos cuenta que tenía una vida perfecta. Su esposo se quedó allá y no sabe cuándo lo volverá a ver. En ucraniano hay dos palabras distintas para el concepto de amor, una es kohannia (КОХАННЯ) y la otra es liubov (ЛЮБИТИ); la primera es un inmensurable amor hacia tu compañera o compañero de vida, no se puede usar con nadie más; la segunda es la manera más común de decir “te quiero” o “me encanta”, y se usa con todas las demás personas, incluso con quienes tienes una relación afectiva muy fuerte, como con las hijas. Alexandra dejó a su kohannia en Kiev y trajo en sus brazos a su liubov. Confiesa con lágrimas en los ojos que está asustada porque no tiene idea de qué va a hacer ahora.
Salimos de la carpa y caminamos hacia el final del pasillo para quedar de frente a la gran reja metálica que divide ambos países. Una mamá con su hija pasan tranquilas a nuestro lado, sin maletas, sin caras alteradas. Solo sujetan unos vasos con té. Sus nombres son Ira, de 38 años, y Lilia, de catorce. Les preguntamos de dónde vienen, hacia dónde van y cómo fue el viaje para ellas… Pero las respuestas se ven interrumpidas. Ira insiste en que su hija responda en inglés. Lilia es una niña de cabello corto, con lentes, pecas y ojos dulces. Es tímida. Y termina por no contestarme en ningún idioma mientras su madre la incita, la presiona para que nos demuestre que habla la lengua franca. Le digo que no se cohiba, mi inglés tampoco es perfecto. Ella me sonríe. Me gustaría decirle que yo a veces también me siento presionada a hablar en inglés y que me gustaría poder hacerlo en mi propia lengua con los agentes de migración, con mis estudiantes, con la familia de mi novio e incluso con ellas. Pero no le digo nada y ella tampoco, mientras su mamá parlotea algo que Anastasiia me traduce:
—Es que ella quiere que hable inglés, quiere que lo practique contigo.
Mejor tratamos de entrevistar directamente a Ira. Ella responde que vienen de Kiev y que su viaje estuvo tranquilo. Antes de despedirnos, Anastasiia le dice algo desbordándose de simpatía.
—Esa mujer y su hija hablaban ucraniano y les dije que era muy lindo escucharlas hablándolo porque la mayoría de las entrevistadas hablan ruso —me explica Nastia. Yo no tenía idea de que las entrevistadas contestaban en ruso. Y luego me dice que Ira, la mujer que insiste en que su hija hable inglés, le dijo al final:
—Claro que hablo ucraniano, yo nunca jamás hablaré la lengua del opresor.
Terminamos el día de entrevistas temprano. Antes de decirle adiós a nuestra traductora, le pregunto si puede escribir en mi libreta algo simbólico de Ucrania.
—Creo que nuestro emblema nacional sería una buena idea —me sugiere.
Llegamos al hotel y mientras Seth está en la ducha, abro la libreta y repaso con los dedos el trazo que hizo Anastasiia. ВОЛЯ (volia) es la palabra que esconde el emblema ucraniano. El símbolo es azul y amarillo. Se rastrea su origen en el tridente del rey Volodímir I de Kiev, de quien se cuentan hazañas de cómo cristianizó la Rus de Kiev en las Crónicas de Néstor, el registro de escritura eslava más antiguo. ВОЛЯ significa “libertad”, por lo que fue un símbolo adoptado durante la Guerra de Independencia de Ucrania, en 1917. Aunque realmente la palabra tiene dos sentidos, también se puede usar para decir “voluntad” o “tener la voluntad de hacer algo”. Volia suena parecido al verbo en latín volo, que quiere decir “querer” o “desear”, del cual nace la palabra voluntas (voluntad). Encontrar semejanzas entre el ucraniano y el español prende en mi mente una chiribita de esperanza. En ocasiones el lenguaje nos revela similitudes que logran estrechar la distancia. Nos reconcilia. Si el lenguaje es la realidad humana en su expresión más iridiscente, tal vez todos somos más cercanos e íntimos de lo que parece. A veces solo hay que saber escarbar profundo, hasta la raíz.
Imagen de portada: Refugiados y voluntarios en el cruce fronterizo de Medyka, 2022. Fotografía de ©Wojtek Radwanski/European Union (DG ECHO). Flickr