Todo empieza antes de que comience.
Es la primavera de 1971, han pasado nueve meses desde la final de la Copa del Mundo de 1970 y tres amigos, de viaje por las siete islas de Heptánesos, llegan a Corfú.
Los tres amigos tienen un origen diferente: el mayor es griego, los dos menores, que nacieron el mismo año, son de Brasil y México. Se conocieron estudiando un posgrado en la Cepal, así que son (eso creen) marxistas. Lo que los une de verdad, sin embargo, es el futbol, deporte en el que no están pensando cuando ven la columna de humo que interrumpe su caminata.
Sin necesidad de decirlo en voz alta, sin llegar pues a discutirlo, los tres amigos, apenas descubren aquella columna que se levanta de una construcción que corona un promontorio —de la torre, en realidad, de una iglesia ortodoxa—, aparcan sus pensamientos, sus ideas menos a mano pero siempre acechantes y sus lecturas del Manifiesto y corren hacia el incendio como si de sus carreras dependiera la vida de alguien o, quién sabe, de varios. En su prisa, obviamente, ninguno se detiene a recordar que llevan días casi sin ver a nadie.
Cuando por fin llegan al viejo templo, donde las llamas han consumido la mitad de la estructura y el humo gira en remolinos, sacudido por el viento antes de elevarse imponente, los tres amigos gritan cada uno en su lengua y luego en inglés, lo que resulta natural en ese instante de emergencia —salvo en el caso del griego, que de pronto entiende el absurdo al que se ha dejado arrastrar por sus amigos—: ahí adentro, si hubiera alguien, estaría pidiendo auxilio en su lengua. Enojado, el griego ordena a los otros que se callen. Y lo que sigue es un silencio abrasador, nunca mejor dicho: un silencio ahuecado por el crepitar de la madera que se quema y los chillidos de las piedras y la mezcla que las pega.
Sobre los tres amigos y el templo, como si la columna de humo hubiera ascendido para eso, aparecen entonces, de golpe, varias nubes, que luego son una sola y pesada masa gris, que después es un aguacero que cae con rabia momentánea sobre el promontorio —sobre la isla entera, en realidad—, aunque solo durante unos cuantos minutos. El tiempo suficiente, eso sí, para poner fin al incendio y convertir el rojo lumbre en negro carbón, para empapar los torbellinos que danzaban y dar forma con estos a esos charcos que salpican el suelo y que los tres amigos brincan mientras se acercan, sin haberlo discutido, otra vez hacia la entrada de la iglesia, donde únicamente se escucha el murmullo débil y cansado de la evaporación.
Ellos no lo saben, pero lo que está por suceder, apenas entren a la iglesia —por más que uno actúe o crea que lo hace desde el corazón mismo del Hombre Nuevo, otro desde el nacionalismo más antiguo de todos y uno más, el mexicano, desde el inmemorial oportunismo—, pondrá fin a la amistad de estos tres hombres. Y es que al no encontrar, en el espacio que hacía nada era una inmensa tea ardiente, los cuerpos carbonizados que su temor había advertido ni tampoco a los hombres y mujeres suplicantes por ayuda que su heroicidad había anhelado, en cada uno de estos amigos se despertará algo diferente.
El griego, sin tener claro por qué, se dejará caer sobre un banco y ahí, con las manos lánguidas y el alma confundida, empezará a llorar; al tiempo que el brasileño, como imantado por los objetos dorados, empezará a recoger y guardar en su mochila copas y trofeos; mientras que el mexicano, para quien el oro y la pérdida parecerán invisibles, bajará de su pedestal un santo mediano.
Como no está claro, sin embargo, qué es un santo mediano, porque no está claro qué es uno grande o uno pequeño, diré que el santo que el mexicano robó entonces era del tamaño de un niño de dos años.
Y diré además que, tras separarse, tras quedarse cada uno con la tristeza, la victoria o la esperanza, los tres amigos se despidieron para siempre.
Pero ni el griego ni el brasileño, ni siquiera el mexicano, en realidad, importan demasiado, pues lo que importa es el santo.
Es con el santo, un santo de madera, vestido de verde, con el cabello negro y la barba igualmente negra, una barba profusa y densa, entonces, con el que todo empieza, aunque sea apenas ahora.
Y es que en la casa del hijo del mexicano, varias décadas después de que su padre colocara en otro pedestal al santo robado, él, el santo, habría de convertirse, inesperada pero también inevitablemente, en el tótem de otra tribu de amigos —en este caso, todos ellos mexicanos—, en el centro de un ritual mucho más nuevo que la ortodoxia pero no menos encendido y vehemente: la selección mexicana de futbol que estaba por jugar su Mundial número trece, es decir, la Copa del Mundo de Alemania 2006.
Si se buscaran las coincidencias, sería fácil encontrarlas: los amigos que nos reuníamos en aquella casa para ver todos y cada uno de los partidos de todos y cada uno de los grupos de la competición, para la cual nos habíamos preparado durante cuatro años a fuerza de enfrentamientos locales, nacionales e internacionales, además de memorizando estadísticas, puliendo datos y cruzando referencias, jugando al Progol enfermizamente semana tras semana, diseñando la mejor quiniela mundialista de la historia y gastando las miserias de nuestros sueldos primerizos en sobres de estampitas del álbum Panini, contábamos con la misma edad que los amigos que habían visto arder el templo en Corfú, creíamos que también creíamos en el Manifiesto, abrazábamos otro nacionalismo atemporal y, claro, teníamos inscrito en el código genético el oportunismo.
Oportunismo que —poco antes de que empezara el primer partido de la selección mexicana, que se jugaría contra Irán, mientras nos infundíamos confianza unos a otros, nos encendíamos las mechas de la infancia perenne que solo el futbol mantiene ardiendo y regábamos con cerveza el entumecimiento que hacía posible que creyéramos que nuestro país, que entonces era de 125 millones de habitantes, pudiera encontrar once seres humanos que jugaran bien al juego que todos querríamos haber jugado bien —hizo que uno de los miembros de la tribu reparara, de golpe, en la similitud que otro de nosotros guardaba con el santo. “Es idéntico al Agallas”, pronunció el visionario señalando al santo. Las risas que entonces estallaron incluyeron al señalado, quien, curiosamente, era descendiente de griegos y quien, en un acto de contundente afirmación, se levantó de su asiento, se dirigió al pedestal, se convirtió de golpe en sacerdote y bajó de ahí la vieja figura de madera.
Lo que siguió, entonces, fue el nacimiento, el desarrollo y el ocaso de un dios, en tiempo récord: tras vestir al santo con una camisa de la selección mexicana, la tribu se postró ante él y le rogó por el triunfo del combinado nacional, mientras la cerveza y los anhelos seguían corriendo como ríos ancestrales. Entonces llegó el partido y nuestro equipo derrotó a su similar de Irán de manera incontestable: el santo verde había cumplido y, en agradecimiento, enloquecida, la tribu procedió a bañarlo en tequila y cargarlo en procesión; primero, dentro de la casa y, después, a lo largo de la calle en la que aquella casa se alzaba. Y así seguimos durante los días siguientes: bañándolo y adorándolo, tres veces cada día, es decir, entre el primero y el segundo encuentro, entre el segundo y el tercero y al final del último partido de cada jornada mundialista.
Confiábamos en él de modo absoluto, sentíamos, pues, que la Copa era nuestra, que solo quedaba esperar, contar los días, para que el milagro se consumara. Pero llegó el segundo partido y la selección mexicana no pudo derrotar a su similar de Angola. Sí, Angola. El empate nos dejó mudos, extraviados, descorazonados, devueltos de golpe a esa edad espeluznante que era nuestra edad, como tantas otras veces, pero aún peor: algo nos había herido, por primera vez, el alma: el santo nos había fallado. ¿Qué habíamos hecho mal? ¿En qué nos habíamos equivocado? ¿Cuál de nuestras acciones lo había molestado? Nuevamente postrados ante la figura de madera prometimos ser aún más devotos y redoblar ruegos, promesas y ofrendas.
Nos entregamos, entonces, de modo absoluto, sin descanso y sin reparo, vivimos, literalmente, como en clausura. Así llegó el partido contra Portugal. Y contra todo pronóstico de la espiritualidad, que nos parecía infinitamente más importante que la racionalidad, perdimos. No podía ser nuestra culpa. Lo habíamos hecho todo bien. ¿Entonces? Entonces tenía que ser culpa del santo. La devoción se convirtió así en desconfianza y, tras el conciliábulo de la tribu, se optó por reducir sustancialmente los ruegos y las ofrendas y, aún más importante, advertir seriamente a la estatua.
Fue entonces que le cortamos, con un serrucho, la mano izquierda. No le cortamos la otra, la derecha, porque, al final, los cuatro puntos que habíamos conseguido sumar nos alcanzaron para calificar a los octavos de final, fase en la que nos enfrentaríamos con Argentina. Y, claro, estábamos seguros de que, una vez que había experimentado el castigo, el santo habría aprendido la lección y nos daría la victoria.
Pero el santo volvió a fallarnos. Y selló su destino o encontró, más bien, ese destino que era suyo por principio y del que había escapado gracias a las manos de un mexicano: enardecida, furibunda, en el espeluznante trance de otra derrota mundialista, derrota cuya sombra se prolonga cuatro años, la tribu bañó al santo en gasolina y le dio fuego.
Fue mi mano la que encendió el cerillo, la que hizo aparecer la llamarada y liberó el humo que después bailó en remolinos dentro de la casa de mi amigo, mientras otra amiga, la más furiosa, fotografiaba todo con su teléfono.
Al final, del santo no quedó más que la mano amputada y una sombra sobre el suelo.
Y aunque lo normal sería pensar que el santo ya no importaría, hacer esto sería un error.
Porque las cosas que comienzan antes de que comiencen suelen, también, terminar después de que terminan.
A la semana siguiente del partido en el que nuestra selección fue eliminada por su similar albiceleste, tras asistir con la tribu a la victoria, en penales, de Portugal sobre Inglaterra y al partidazo memorable en el que Francia venció a Brasil con un gol solitario de Henry y una actuación descomunal de Zidane, me dirigí con mi novia de entonces al teatro Helénico.
Ella, mi novia de entonces, cuyas emociones eran total y descomunalmente indiferentes hacia la gran justa, había comprado boletos para una representación del viaje de Ulises, quien, como sabemos, naufragó en Córcira, es decir, en la Kérkira, que no es otra isla que la actual Corfú. Pero claro, aquel día no fui capaz de atar los hilos del oráculo ni de escuchar lo que esas otras deidades trataban de advertirme. Por no ser capaz, no fui capaz ni de entrar finalmente al teatro, pues lo que pasó en la calle, mientras me estaba estacionando, fue un golpe demasiado fuerte.
Tras hacer muchos más movimientos de los que seguramente habría hecho si hubiera estado sobrio —ya dije que venía del conciliábulo mundialista—, cuando finalmente me di por satisfecho y me dispuse a apagar el auto, vi aparecer, del otro lado del vidrio de mi ventana, de repente, sin haber advertido nada hasta ese preciso instante, a un hombre barbado, blanco como la leche; albino, diría incluso. Ese hombre, entonces, mientras mi novia reaccionaba y me ordenaba: “No bajes el vidrio… no lo bajes”, golpeó con los nudillos de ambas manos el cristal, se cubrió el rostro un par de segundos, volvió a descubrírselo y empezó a insultarme, con aquel rostro desfigurado que ya no era el que habíamos visto antes, en portugués o en brasileño. No estoy, no estuve ni estaré nunca seguro, pues no soy experto en lenguas.
Poco después, cuando sus insultos se volvieron algo más, el viejo albino, cuyo rostro parecía recomponerse al tiempo que sus facciones volvían a ser las de antes, extendió las manos hacia mí, mostrándome las palmas. E inmediatamente las cerró, juntando las yemas de los dedos al tiempo que su boca se contraía formando un corro y empezaba a jalar aire, representando, convirtiéndose, en realidad, todo él, en succión. Sentí, entonces, cómo se desprendía de mí, de algún lugar de mis adentros, algo importante, cómo se dirigía hacia mi boca y cómo eso, tan importante, me abandonaba.
Aunque me han asaltado varias veces, nunca he tenido la certeza, como ese día, de haber perdido algo. “¿Qué pasó?”, le pregunté a mi novia cuando por fin fui capaz de hilar mis pensamientos y mis palabras, volteando a verla. Su rostro, que normalmente era la efigie misma de la certeza y la racionalidad, estaba totalmente desencajado. Ansioso, volví la vista otra vez a la ventana, pero el albino ya no estaba ahí.
Fue entonces, al recordarlo en ese mismo sitio, donde acababa de verlo hacía nada, que supe dónde había visto su rostro deformado: en una de las fotografías que mi amiga había tomado durante la quema del santo.
Su rostro era el mismo rostro que las llamas parecían haber formado.
No es que las cosas, a veces, terminen después de haber terminado.
Hay cosas que no terminan porque uno sigue arrastrándolas consigo, aunque hayan empezado mucho antes de haberlo hecho y aunque su comienzo no tuviera nada que ver, en apariencia, con uno.
Durante años, los primeros cuatro para ser exacto, me volví loco tratando de entender qué era lo que me había sido extirpado, qué sección del alma, qué pedazo de la esperanza. Y es que eso era lo único que creía saber entonces: se habían robado un cachito de mi esencia, de eso que nos hace sentir de un modo único, se habían robado un par de gramos o mililitros de mi vehemencia —el sistema de medida, en este caso, no es importante—.
A los cuatro años, sin embargo, de golpe, di con la respuesta. Y fue incluso peor que mis temores: cuando llegó el Mundial de Sudáfrica, me descubrí fingiendo, aparentando, representando una emoción que no sentía. No es que no estuviera viviendo la pasión por el juego, por los partidos que empezarían en unos cuantos días, el asunto era mucho peor, era verdaderamente terrible: lo que estaba escenificando no tenía que ver con el futbol ni con la justa, tenía que ver, específicamente, con la selección mexicana. No sentía, no había dentro de mí nada que me conectara con nuestro combinado nacional, nada que me hiciera creer que aquel sería nuestro Mundial, que por fin había llegado la hora, que, contra todo pronóstico, esa vez —de verdad, en serio— ganaríamos.
El vacío se convirtió entonces en tristeza y la tristeza, claro, en amargura. Una amargura que me llevó a la desesperación, una desesperación que me hizo buscar cualquier solución posible, incluso donde antes no habría buscado: durante los doce años que han pasado desde entonces lo he intentado todo: brujos y brujas, limpias y renacimientos, acupuntura y temazcales, reprogramaciones neuronales y terapias con imanes.
Y, claro, nada ha servido. Ni el peyote ni los hongos ni la ayahuasca ni los sapos. No hay manera, modo alguno de volver a creer, volver a sentir, revivir en mí la esperanza de que, ahora sí, el próximo Mundial, lo ganaremos.
“Igual y ese es tu castigo”, me dijo el otro día el amigo cuyo padre se robó hace tanto tiempo al santo: la racionalidad. Sobrecogido, guardé silencio.
No le dije, obviamente, sin embargo, lo que descubrí hace apenas unos cuantos días, aterrado.
No es la racionalidad, claro que tengo esperanza, claro que creo que ganaremos.
El problema, el castigo, en realidad, es que creo que le voy a Estados Unidos.
Que mi pasión se ha redirigido al equipo de las barras y las estrellas.
Que, ante México, ya solo siento un terrible vacío.
Imagen de portada: Ilustración de Santiago Solís, 2022