¿Agencias de inteligencia y consultoras paraestatales controlan nuestros datos personales masivamente con fines mercantiles, o peor aún, para inducir al electorado? ¿Los procesos democráticos en Occidente se revelan como salvajes apuestas geopolíticas? ¿El internet ha muerto como utopía global, entre otras cosas, por la privatización de la inteligencia artificial y el uso antiético de las tecnologías de “personalización” en las nuevas aplicaciones y servicios digitales? Estas preguntas no sugieren un delirio de persecución ni un diagnóstico pesimista del presente, sino la premisa de cualquier buen thriller dominguero. El miedo al uso político del espionaje institucionalizado (en especial, el que permiten las nuevas tecnologías de información) es herencia de una oleada de filmes setenteros paranoicos y sus derivas conspiracionistas hacia el horror y la ciencia ficción de los años ochenta. Se trata de preocupaciones que parecen regresar, una y otra vez, en irresistibles alegorías pop, al grado de elevar a deporte favorito de la prensa detectar la mayor cantidad de referencias a esta tradición fílmica en la temporada más reciente de Stranger Things. Ante estas ficciones audiovisuales, el periodismo de investigación y los medios independientes apenas logran competir en espectacularidad y capacidad de escándalo, excepto, quizá, por las fascinantes historias documentadas de exagentes de inteligencia como Chelsea Manning o las producciones de la izquierda hollywoodense al estilo de Snowden (2016) de Oliver Stone.
Dentro de las noticias que deberían sorprendernos pero que no lo hacen en virtud de nuestra cultura paranoica, sobresale el caso de Pegasus, un software de origen israelí adquirido por el gobierno mexicano desde 2011 para espiar periodistas y activistas.1 Otros casos —como la llamada Operación Berlín2 y las recientes acusaciones de lavado de dinero contra la empresa Libertad Servicios Financieros3— involucran a personajes clásicos de la corrupción mexicana, como Carlos Salinas de Gortari, Enrique Krauze, Enrique Peña Nieto, etcétera; con lo cual se pone en acción la gran narrativa de la 4T y cualquiera podría decir: “Te lo dije, la Mafia del poder existe”.
Pero dado que ya no estamos en campaña, las expectativas encontrarán satisfacción si por fin encarcelan a un pez gordo. El pez ideal sería un exfuncionario que aparezca en La historia de un crimen: Colosio (2019) de Netflix, de ese modo se explotaría el paralelismo —guardando las proporciones— con la gran narrativa del asesinato político. ¿Estará la 4T a la altura de las teorías de la conspiración estadounidenses?
Mientras tanto, narrativas provenientes de movimientos sociales —como la que surgió con la desaparición forzada de los 43 normalistas de Ayotzinapa— han sembrado dudas políticas de alcance tanto epistémico como emocional. Después de todo, cuestionar la “verdad histórica” en tanto mentira operativa del poder es un tópico recurrente en la historia política moderna y sus desdoblamientos clásicos. En lo que sigue, exploraré algunos ejemplos que deambulan entre la noticia y la ficción, dentro de un amplio espectro ideológico.
En el ámbito de la izquierda, podemos destacar bestsellers con legitimidad académica —como La doctrina del shock (2007) de Naomi Klein— que se presentan como desafíos a la historia oficial del capitalismo. En ellos se atribuye insistentemente la responsabilidad del caos global a un pequeño grupo de neoliberales gringos y a una facción de políticos supremacistas nostálgicos de la Guerra Fría.
El desenmascaramiento de una verdad enunciada por el poder es característico también de la historia de la literatura moderna, como observa Ricardo Piglia en Teoría del complot, que él define como una “ficción potencial”. En eso se parece a la idea de revolución: es una intriga que, al ponerse en circulación, se expande en un proceso de acumulación de información sin punto final. “El relato mismo de un complot forma parte del complot y tenemos así una relación concreta entre narración y amenaza.”4
La paranoia, según esta perspectiva, es un intento por salir de una crisis de sentido. El sujeto paranoico está más cerca de la desesperación existencial que de la certeza dogmática. Ésta es la razón por la cual se desenvuelve en escenarios parecidos a los del género novelístico. Históricamente, el complot sustituye la fatalidad propia de las tragedias. “Los oráculos han cambiado de lugar, es la trama múltiple de la información, las versiones y contraversiones de la vida pública, el lugar visible y denso donde el sujeto lee cotidianamente la cifra de un destino que no alcanza a comprender.”5 Por otro lado, en su relación con el Estado, el complot puede remitir a formas de control de la población —continúa Piglia— “mientras que disimula y supervisa el efecto destructivo de los grandes desplazamientos económicos y flujos de dinero”.6
Sin proponérselo, algunos complots de izquierda que desafían “verdades históricas” terminan por socializar un dolor y hacer visible una experiencia violenta, al poner en escena hechos que, hasta ese momento, eran considerados una tragedia. La ventaja de pensar la paranoia en términos que no son clínicos o psicológicos, sino narrativos y sociales, es que permite comprender una sensibilidad contemporánea compartida. Pues ¿de qué sirve decir, por ejemplo, que “Trump está loco”, como suele expresarse con frecuencia? Lo relevante son las consecuencias materiales de su “locura”, y no el diagnóstico en sí.
Para efectos de contraste entre el ámbito de la izquierda con el de la derecha, acudamos al teórico y miembro del Partido Nazi Carl Schmitt. No nos hagamos tontos —parece decir— toda política implica cosas arcanas, “secretos de técnica política […] tan necesarios para el absolutismo como los secretos comerciales y empresariales para una vida económica que se basa en la propiedad privada y en la concurrencia”.7
La premisa original del fascismo era que es posible reconciliar la industrialización con el respeto por tradiciones intocables; desarrollar la economía al mismo tiempo que se refuerza el carácter inamovible de las jerarquías. La amenaza era que el pensamiento técnico y el productivismo ramplón del comunismo vaciara de contenidos espirituales a la cultura occidental, hasta llegar a la pura estadística.
Sin embargo, la amenaza que Schmitt tenía en mente no era la guerra exactamente. Su pesadilla se parecería más a lo que ahora llamamos buenas prácticas democráticas: transparencia, management inteligente, rendición de cuentas, combate a la corrupción. Una sociedad completamente “delante de los bastidores”, sin secretos. Algo parecido vemos en The Circle (2017), un filme protagonizado por Emma Watson. La película describe una metared que procesa los big data de todo el mundo. Es como si se fusionaran Google, Amazon, Facebook y Apple en una sola plataforma multitasking. The Circle tiene dos misiones: borrar la dicotomía entre lo público y lo privado (crear una sociedad post-privacy), y combinar el sistema electoral con el sistema de datos online.
Si de por sí las redes sociales —en el filme, pero también en la vida real— están implementando candados de verificación de datos personales y de geolocalización más sofisticados que las estadísticas gubernamentales, ¿por qué no forzar al gobierno a seguir el ritmo del flujo de datos a través de la metared? Al transparentar tu vida, desaparece la posibilidad de corromper o ser corrompido. ¿Cuál es el beneficio para la democracia? La totalidad de participación social. Una representación absoluta y no relativa.
No obstante, para Mae, el personaje interpretado por Watson en la película, no basta con que el registro del padrón electoral se vincule digitalmente a la metared, como propone su jefe (Tom Hanks). Hay que dar un paso más allá: ¿por qué no establecemos como requisito, mediante una reforma legal, tener una cuenta de The Circle para poder votar?
Aunque el filme expone cabalmente una amenaza liberal en una era de representación democrática en crisis, podríamos decir que no es suficientemente paranoico. Adolece de una conciencia del rol que la inteligencia artificial tiene —perdón, tendría— en este complot. Me hubiera gustado escuchar a Mae diciendo:
The Circle debería poder calcular nuestras preferencias electorales. La transparencia trae consigo la predictibilidad de los comportamientos, y está bien: ¡compartamos públicamente nuestras agendas! Hay que diseñar políticas públicas de prevención cívica, no sólo de prevención del delito. Imaginemos que una de nosotras olvida el día de las elecciones. Como ciudadana, tengo el poder y, sobre todo, el derecho de activar mi “modo automático”; entonces, mi perfil tomaría la mejor decisión electoral de acuerdo con mi historial de actividades en línea. Ahora supongamos que, sinceramente, no me interesan las elecciones: el “modo automático” podría activarse a cambio de hacer algún servicio a mi comunidad otro día del año. ¿Qué opinan? Es sólo una idea. ¡Sería perfecto! Aunque aún tenemos el problema de la abstención… Si la contemplamos en el diseño del software, sería la mejor medición de impacto posible de nuestra democracia. ¿Se imaginan un sistema democrático en mejoramiento automático?
Imagen de portada: Detalle del cartel promocional de Francis Ford Coppola, La conversación, 1974