Por alguna razón inexplicable, el número ocho es una constante en la historia de la nación checa: el año 1618 marcó el comienzo de la Guerra de Treinta Años, que finalmente consolidó los trescientos años del dominio austríaco y la expansión de la religión católica en tierras checas; el año 1848 encarnó, como en el resto de Europa, la esperanza de un renacimiento nacional y un sentimiento republicano; en 1938, la crisis de Múnich privó a Checoslovaquia de su independencia incipiente y preparó el escenario para los horrores de la Segunda Guerra Mundial, y, diez años después, en febrero de 1948, los comunistas subieron al poder y la Cortina de Hierro descendió sobre el continente por cuarenta años más. La Primavera de Praga de 1968 (y, en realidad, los hechos similares en otras partes del mundo ese año) se acercaba mucho a un ataque de psicosis maniaco-depresiva. Fue uno de los muchos sucesos de un “año milagroso”, annus mirabilis, caracterizados por la rápida marejada de esperanza y euforia, seguida del hundimiento súbito en la desesperación y la desilusión; y los espejismos psicodélicos, el amor y los arranques de violencia ilimitados. Como si a la diosa Clío, hija de Zeus y Mnemosine, la diosa de la memoria, se le hubieran pasado las copas, este movimiento inundó París, Berlín, la Ciudad de México, Chicago, Varsovia, Belgrado, Los Ángeles, Praga y otras ciudades de manera alternada y a veces simultánea. O al menos así lo sintieron quienes estaban cumpliendo los diecinueve años y no conocían nada más allá del comunismo totalitario, con su muy limitado rango de emociones, colores y oportunidades, cuando, de pronto, un mundo de aventuras amorosas, discusiones sin límites (y, a veces, sin fin) y oportunidades ilimitadas se abrió ante sus ojos sólo para cerrarse con el sonido metálico de las escotillas de las torretas de los tanques soviéticos.
Por supuesto, los contornos de la historia sólo cobran definición en retrospectiva. En realidad, la Primavera de Praga no sucedió de la noche a la mañana, la noche del seis de enero de 1968, con la partida del líder estalinista checoslovaco Antonín Novotný, que dejó el puesto más alto de la jerarquía de su partido para que un apparátchik eslovaco poco conocido, Alexander Dubček, tomara su lugar. En realidad, germinó durante el largo final del invierno del estalinismo, desde finales de los años cincuenta y durante toda la década siguiente, cuando brotaron sus primeras hojas y las flores del pensamiento anticonformista, el teatro provocador, los bailes obscenos del rock-and-roll, las películas innovadoras y el periodismo independiente, muchos de los cuales se marchitaron y murieron bajo la escarcha de la desaprobación oficial, solamente para dar paso a expresiones aún más numerosas y atrevidas. Se podía discernir en los arranques de arrepentimiento y apostasía de muchos (antes firmes y fieles miembros del Komsomol), semejantes al ataque de la pubertad en los adolescentes o a la pasión que sorprende a ciertos hombres, antes razonables, durante la crisis de los cuarenta. Los hitos en el camino hacia el espejismo de la libertad resultaron ser hechos de una naturaleza extremadamente apolítica, como la primera conferencia científica de especialistas literarios sobre la obra de Franz Kakfa, un autor poco prominente hasta entonces, en Liblice, en 1963; la primera película musical sobre un amor adolescente prohibido, Starci na chmelu (El amor se cosecha en verano, 1964), las películas Konkurs (La audición, 1963) y Lásky jedné plavovlásky (Los amores de una rubia, 1965) de Miloš Forman y otras películas de la nueva ola checa; la primera noche en el Teatro de la Balaustrada de Zahradní slavnost (La fiesta en el jardín, 1963), la primera obra del entonces desconocido dramaturgo Václav Havel que, a su vez, era solamente una parte de la facción de los “teatros pequeños”, como Semafor, Reduta, Rokoko y otros, un movimiento de artistas inconformes, alejados del teatro estilo Broadway. En octubre de 1967, en la junta del Comité Central del Partido Comunista, la inesperada reacción pública contra el rompimiento de los lazos diplomáticos entre Checoslovaquia e Israel tras la Guerra de los Seis Días, en junio de 1967; la escandalosa desobediencia de escritores checos y eslovacos en el cuarto congreso de la Unión de Escritores Checoslovacos a final de ese mismo mes; y la creciente resistencia de los políticos e intelectuales eslovacos hacia las políticas insensibles y centralistas del presidente y secretario del partido Novotný, culminaron en la destitución de éste y la entrada de Dubček en su lugar. En el periodo intermedio, dos días antes de Navidad, famosamente Novotný dio por terminada una sesión del Comité Central, enfrentándose a la inevitable censura, porque, camaradas, la señora tenía que ir a hacer las compras navideñas. Los miles de capullos de la Primavera de Praga florecieron después de esto. Ocho meses, pues ésa fue su breve duración, fueron demasiado poco para que el enfoque nuevo, más liberal, de Dubček y su equipo, consiguiera resultados; en cambio, utilizaron la mayoría de sus energías en la lucha contra la determinación conservadora de algunos miembros del partido. La laxitud de la censura, a finales de febrero, trajo consigo una avalancha de revelaciones acerca de los juicios estalinistas; la interferencia de la Unión Soviética en los asuntos internos de Checoslovaquia y el pasado dudoso de algunos burócratas comunistas en puestos importantes representaron, junto con la significativa apertura fronteriza que les permitió a los habitantes de Checoslovaquia viajar fuera, los tragos de libertad más embriagantes. La abolición total de la censura por parte de la Asamblea Nacional a finales de junio fue solamente un reconocimiento de una realidad ya existente. Resarcieron a muchas víctimas de las injusticias comunistas (aunque no a todas), publicaron muchas obras hasta entonces prohibidas y algunos productos nunca antes soñados aparecieron en las tiendas como una muestra del resurgimiento humilde de los mecanismos de comercio. Pero eso fue todo. Los cambios más importantes, incluyendo las enmiendas a la Constitución que introducían un sistema federal en un país en el que cohabitaban dos naciones vinculadas pero diferentes (los checos y los eslovacos) y que fomentaban una sociedad más plural tendrían que esperar hasta el siguiente congreso del Partido Comunista, a finales de ese año. Irónicamente, Brezhnev estaba en lo cierto al sospechar una amenaza. Las reformas en Checoslovaquia, desde su comienzo, venían de la creciente presión de la sección no comunista de la sociedad que se negaba a conformarse con modificaciones cosméticas y que exigía, cada vez más enérgicamente, una completa libertad cívica y el fin de la dictadura de un solo partido político afianzada en la Constitución; la libertad de decisión sobre asuntos de política exterior; y la disolución del monopolio de la economía. Y no es difícil imaginar que, si Checoslovaquia ganaba estas libertades, los habitantes de otros países comunistas e incluso los de la Unión Soviética exigirían lo mismo.
Así que, semanas más tarde, cuando el drama se fue enfriando y cesaron la resistencia inútil en las calles y las barricadas de los ciudadanos comunes, checos y eslovacos; cuando los líderes comunistas que se llevaron secuestrados a Moscú (con la honrosa excepción de František Kriegel) aceptaron una capitulación humillante ante las peticiones soviéticas, y cuando, después, la llamada política de la “normalización” bajo el mando de Gustav Husak, quien alguna vez fuera preso político, no sólo acabó con los modestos logros del proceso de reforma, sino que inauguró el camino de las purgas, la persecución y el maltrato de sus oponentes con el fin de sofocar cualquier posibilidad de una recaída en la infección democrática, lo único que quedó de la Primavera de Praga fue una lección simple pero crucial: era imposible reformar el sistema comunista. Cualquier intento de su reforma parcial conducía a la supresión por medio de la fuerza, o bien, al colapso inevitable de todo el sistema. La libertad humana no podía coexistir con un sistema político que organizaba a la sociedad y su futuro según un plan preconcebido (y mal concebido). Hace veinte años, Mijail Gorbachov presentó, sin quererlo, la prueba última de esta lección. Sus reformas desganadas, por decirlo así, desembocaron rápidamente en el colapso de toda la edificación comunista de Europa y, al final, de la Unión Soviética misma. La germinación e internalización de este conocimiento durante el largo crepúsculo de la normalización checoslovaca jugaron un papel de incalculable importancia en la Revolución de Terciopelo en noviembre de 1989 y en actos revolucionarios similares en todos los países comunistas europeos. Muy a menudo, el progreso humano nace de las derrotas más que de las victorias. El drama y las turbulencias de esos ocho meses fatídicos de 1968 obnubiló en gran medida los sucesos igualmente dramáticos que tuvieron lugar en otros lados. Sólo de manera retrospectiva nos volvimos conscientes de los contrastes aparentemente irónicos entre el ethos de las protestas de civiles y estudiantes en varios países: mientras que muchos estudiantes marchaban en París con nombres de Marx, Marcuse y Mao escritos en pancartas e invocaban los nombres del fundador del comunismo, el gurú intelectual de la izquierda radical de los sesenta y el líder de la revolución cultural (quien, en ese momento, controlaba China frenéticamente, a través de la erradicación de tradiciones fundamentales y destruyendo millones de vidas); mientras que otros estudiantes, en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, se sentían seguramente inspirados por las hazañas revolucionarias de Fidel Castro y Ernesto “El Che” Guevara, los manifestantes de Praga, Varsovia y Belgrado protestaban en contra de ese mismo sistema al que sus compañeros estudiantes en México y Francia querían dar vida. Sin embargo, el contraste era más superficial que verdadero. En Praga, así como en la Ciudad de México, los jóvenes protestaban contra la opresión, la tiranía y la corrupción, y exigían libertad y democracia. Sus opresores y las ideologías de éstos podían ser muy distintas, pero el sentimiento de injusticia era el mismo, como lo demuestra claramente esta anécdota: pocas semanas antes de la invasión soviética de Checoslovaquia, la ya fallecida gimnasta checoslovaca Vera Caslavska —quien además era una muy querida amiga— ganó cuatro medallas de oro y dos de plata en las Olimpiadas en la Ciudad de México, a pesar de que los jueces descaradamente favorecieran a sus oponentes soviéticos. Durante la ceremonia de premiación, ella desvió la mirada de la bandera soviética para encontrarse con el público mexicano que la vitoreaba: “Vera, Vera, ra, ra, ra”.
Los sucesos de 1968 son también un ejemplo poderoso de la importancia de los estudiantes y los intelectuales en el cambio social. Los estudiantes dirigieron las huelgas en Varsovia y otras ciudades polacas, y protestaron contra la censura y una oleada de antisemitismo oficial; los estudiantes en Belgrado marcharon para exigir justicia social al régimen opresivo del presidente Tito; los estudiantes de Nanterre y la Sorbona formaron barricadas en París; en todo Estados Unidos, los estudiantes se manifestaron en las calles en contra de la guerra de Vietnam; los estudiantes y profesores de la UNAM en México marcharon en Tlatelolco y formaron parte del Comité Nacional de Huelga (CNH); y los estudiantes de mi alma mater, la Universidad de Charles de Praga, y otras escuelas se plantaron frente a los tanques soviéticos sin parpadear en agosto de 1968. Cinco meses después, Jan Palach, un estudiante de mi facultad, la Facultad de Filosofía de la Universidad de Charles, se prendió fuego y murió en un acto de protesta contra la ocupación soviética. Durante las dos oscuras décadas que siguieron, Palach se convirtió en un poderoso símbolo de la resistencia nacional. Por último, en 1989, los estudiantes de Praga (algunos de ellos, hijos de los estudiantes de 1968) iniciaron las protestas que terminaron por derrocar al régimen comunista. Casi al mismo tiempo, en la plaza Tiananmén, de manera tristemente paradójica, los tanques del ejército arrollaban a los estudiantes que luchaban, igual que su contraparte checoslovaca, por la democracia y la libertad en su país. Ha habido diversos triunfos y retrocesos en la búsqueda de la democracia en las tres décadas que siguieron después de 1989. Los jóvenes han protestado y muerto en las calles de El Cairo, Kiev, Teherán y Seúl. La lucha por la libertad es una tarea interminable y, muchas veces, frustrante. Mientras haya quienes icen su bandera, no habrá derrota. La esperanza, como escribió Václav Havel, no es la certeza de que las cosas terminarán bien, sino la creencia en su importancia, independientemente de cómo terminen.