Una mujer quiere comenzar de nuevo. Nat debe tener treinta y tantos años, esa edad en la que todavía se puede pretender que es posible abandonarlo todo y a todos para empezar de cero. Se muda, entonces, a un pueblo llamado La Escapa donde “nunca se ven mujeres solas”. Ésta es una comunidad rural tan pequeña que todos sus habitantes se conocen, están al tanto los unos de los otros, con ánimos protectores pero también moralinos y casi de vigilancia. No hay espacio para el anonimato que ella parece estar buscando. Los vecinos del pueblo forman un grupo de personas amigables sólo en lo aparente, con una cercanía muy reglamentada. “Cualquier tipo de exilio —nunca olvido esta frase de Sándor Márai— es una huida.” No sabemos de qué huye Nat, quizá ella tampoco. La protagonista se refugia en La Escapa y la entiendo, conozco esa necesidad de quitarse la vida vivida de encima. Yo también he querido llevarme conmigo los recuerdos que otros tienen de mí, avergonzada de la persona que he sido. Quién no ha fantaseado con romper, desaparecer y olvidar. Nat lo ha intentado, pero se lleva a sí misma. La protagonista renta una casa traqueteada en este otro lugar, en medio de una nada seca y calurosa. Lava los cristales de las ventanas, friega los pisos, limpia la mugre hasta del más recóndito rincón del que será su nuevo hogar, pero la casa tampoco puede empezar de nuevo. Al contrario, sin las reparaciones necesarias se viene abajo. Ese sitio debería ser el lugar seguro que ella necesita. Pero además del grifo que gotea, las arañas y las hormigas, y el polvo acumulado en los rincones, la vivienda tiene otro problema: un arrendador que detesta a las mujeres y que conserva una copia de la llave para entrar y salir cuando él quiera. Es un hombre que conozco: la ve a los senos y no a la cara cuando le habla, le dice que no sabe lo que dice. Un machismo en palabras y actos que a mí también me ha desestabilizado. “¿Qué piensas, que te voy a violar o qué?”, le dice él una de las veces que entra sin permiso.
La mira con desprecio, de arriba abajo. Luego se gira hacia la bañera, se agacha murmurando, manejando sus herramientas. Dice bajito —aunque Nat lo oye perfectamente— que está harto de las mujeres. Cuanto más les das, dice, peor les parece. Están todas locas, son unas maniáticas.
“Muchas mujeres hemos vivido ciertas situaciones incómodas que al querer contarlas te das cuenta de que no hay palabras para explicarlas porque no ha pasado nada”, me respondió Sara Mesa en una entrevista. “Muchas veces te acusan de que te estás imaginando las cosas, de que eres una malpensada. Que él tenga las llaves y se ofrezca a arreglar cosas es súper siniestro. Yo quería andar por esa cuerda floja que genera una atmósfera de tensión y oscuridad constante.” Esa ambigüedad donde caben sutiles violencias es el río de agua turbia que corre debajo de Un amor. El vínculo con el casero es sintomático. Una advertencia. No es la única relación que amenaza su nueva vida. No quiero revelar el engranaje de la novela porque creo que irremediablemente arruinaría la experiencia brutal de la lectura. Sólo diré que como lectores se retorcerán en el asiento tratando de nombrar lo innombrable. Van a preguntarse dónde comienzan y dónde terminan las violencias emocionales. Van a preguntarse si la soledad es peligrosa, aunque no debería serlo. ¿La soledad respecto a otros?, ¿a una misma? En Un amor van a rasgar el concepto de amor para pensar más bien los juegos de poder en la pareja, en las tantas formas de ser pareja, de estar juntos, de intimar, de coger. Tantas posibilidades que, sin embargo, nos empeñamos en uniformar o disciplinar con mitos que educan o maleducan al romantizarlo todo. El amor no se articula en el lenguaje del concepto. Aquí hay variaciones de lo pasional y lo obsesivo, por donde se asoma una locura muy cercana. Hay, sobre todo, deseo y la necesidad de una mujer vulnerable de sentirse validada. Una mujer adulta que, como dijo la autora, “ha mamado desde niña la idea de que su valor como mujer está en el ser deseada”. Las expectativas no se cumplen, y ésa es una de las muchas razones por las que esta novela, a pesar de situarse en una realidad ajena al común de los lectores, con personajes que podrían parecernos (ojalá) anticuados de tan conservadores, es realista. Y también diré que, además de las personas del pueblo, hay un personaje fundamental: Sieso, el perro que el casero le consigue a Nat. Un animal callejero, feo, solitario y sin educación. Un perro que no quiere dueño. Tal vez la relación que establece con él nos da las claves para entender las ligaduras que Nat tiene con los seres humanos. La narración en presente y en una tercera persona que entra y sale de la cabeza de la protagonista tiene un pulso perverso: ella no es dueña ni de sus propios pensamientos. O tal vez sí y esos prejuicios, distorsiones y dilemas éticos le pertenecen. Digo, porque es cierto, que quiero leer a mujeres valientes, ejemplos de desobediencia y fortaleza, pero leer a una mujer desde su fragilidad me ha parecido a su manera importante.Yo, como Nat, también me canso de luchar todo el tiempo contra mí misma para ser la mujer inspiradora que me gustaría ser. La interioridad de Nat se desenvuelve en una obra de arte en prosa. Se trata de una apuesta estética por un lenguaje al mismo tiempo tenso y contemplativo. Nat, de hecho, es traductora. Nadie trabaja más de cerca con el lenguaje que los traductores.
Se levanta pero no se decide a hacer nada en concreto. Sobre la mesa está la traducción por donde la dejó, una página con una reflexión acerca del silencio, “de notre silence en particulier, une qualité de silence en particulier”. Pero si el silencio es la ausencia de palabras, ¿cómo puede existir un silencio “en particular”? ¿No deberían ser iguales todos los silencios, como es igual siempre el color blanco?
El lenguaje le quita el sueño. Avanza a un ritmo pausado y maldito en armonía con la ruralidad abandonada del escenario, con la cadencia del vaivén de pensamientos imparables y a ratos agonizantes. La gran apuesta, una apuesta bien ganada, es el mecanismo mental de una mujer rompible. Un amor es un libro que “camina hacia dentro”. Tan honesto que está lleno de preguntas y no de respuestas.
Anagrama, Barcelona, 2020
Imagen de portada: Gustav Söderström, Sleep and Old Concrete, 2007 CC