Como historiador de la segunda mitad del siglo XX mexicano sé que hay un mar de historias desconocidas o poco estudiadas que aguardan en el anecdotario. Circulan en pequeños grupos y son parte de su memoria colectiva o se las omite intencionalmente porque resultan incómodas o las cubren el recelo y la vergüenza.
Uno de esos episodios desatendidos cuenta algo a primera vista improbable. Sin embargo, considerando el contexto de su desarrollo, nos permite comprender cómo fue posible que hasta unos cien mil soldados mexicanos y mexicoamericanos terminaran luchando en los campos de batalla coreanos hace más de setenta años. La de Corea fue una conflagración nombrada por los historiadores como “la guerra olvidada”, un episodio entre dos conflictos de altísimo impacto mediático: la Segunda Guerra Mundial y la Guerra de Vietnam.
No obstante, la huella de la Guerra de Corea puede rastrearse en el cine, la literatura y la música de la época en países tan lejanos al combate como México. En ¡Ay, amor… cómo me has puesto!, Tin-Tan podía ahogar sus decepciones amorosas yéndose a la “Guerra de Corea”, su cantina predilecta. José Revueltas, en Los motivos de Caín, aborda la guerra civil por motivos raciales en los Estados Unidos, así como el horror de la guerra fratricida (de ahí el título), a partir del encuentro en el campo de batalla de un soldado norcoreano de madre mexicana (la primera migración coreana llegó a México en 1905) y de un soldado estadounidense también de origen mexicano. La música del periodo, en distintos géneros y ritmos, habla de amor, honor y muerte. En “Carta de Corea”, Los tres caballeros cantan el siguiente lamento:
Desde el campo de batalla una carta llegó… Es la carta del hijo que se encuentra en Corea. Madrecita santa, estoy malherido… Pídele a la virgen que me dé mi alivio… Pero tú, viejita, no tendrás consuelo.
Si para el gobierno estadounidense (uno de los principales contendientes), el coreano fue un conflicto que no ganó y prefirió olvidar, la participación de quienes hicieron la guerra, jugándose la vida a cada momento, también estuvo desdibujada durante décadas.
Poco a poco los historiadores entendimos la importancia de la experiencia de las personas comunes. Empezamos a rescatar nombres desconocidos y centramos el foco de atención en los soldados rasos. De esa forma comprendimos fenómenos como la segregación racial en el ejército estadounidense y contamos las historias de las compañías conformadas por soldados negros, puertorriqueños y otras minorías, para quienes la guerra siempre fue más cruenta. Eran ellos quienes realizaban las operaciones más peligrosas y se apostaban en las primeras líneas de batalla. “No se rajaron”, así de fuerte fue su afán por integrarse, por pertenecer a una sociedad que los rechazaba y a un gobierno que les negaba derechos.
Los testimonios y las experiencias de esos “otros” fueron recabadas y reconstruidas. Si bien para algunos el reconocimiento llegó tarde, no todos corrieron con la misma suerte. Los soldados de origen mexicano representaron el 55 por ciento de los contingentes conformados por latinos o hispanos y permanecieron en el olvido. Como en la película ¡Me gustan valento**nes! donde José, incomprendido, oculta que fue un héroe en Corea, la historia de los veteranos mexicanos de la Guerra de Corea era un secreto a voces, compartida de manera desigual por algunas familias sin conexión entre sí, por lo que su relato osciló entre quienes no sabían absolutamente nada, los que tuvieron alguna noción y los que siempre vivieron con pleno conocimiento de ese pasado. Estos últimos han logrado integrarlo a su historia familiar como un recuerdo vivo.
Fue hasta hace poco que, por iniciativa del embajador de México en Corea, Bruno Figueroa, esas historias separadas por fin se encauzaron en un proyecto en común. Los esfuerzos iniciales por investigar el tema mostraron que se había escrito muy poco al respecto. Esa presencia masiva de mexicanos y mexicoamericanos apenas llamó la atención de algunos historiadores en los Estados Unidos, no así en México.
Por gestiones realizadas por las embajadas de México en Corea y de Corea en México se encontraron a varios de los protagonistas sobrevivientes de esa gesta ignorada. Hoy conocemos los nombres de Roberto Sierra Barbosa, Alberto Fernández Almada, Antonio Lozano Bustos, Jesús Cantú Salinas y José Villarreal Villarreal, a los que pronto se sumaron los de sus compañeros finados: Óscar Martínez Salas, Óscar Ruesga Cadena, Joaquín Mateo Armendáriz Muñoz, Armando José Ruíz Sánchez y César Augusto Borja Ochoa, cuyas familias han sido las principales escuchas de sus vivencias.
Al hallazgo de los hombres y sus experiencias de vida siguió otro: algunos de ellos habían cubierto, por medio de memorias, el hueco dejado por la historia. Dos casos son excepcionales en ese sentido, los de José Villareal y César Augusto Borja. El primero siempre habló abiertamente del tema con su familia, escribió crónicas al respecto publicadas en el semanario Órbita y conformó una vasta colección de objetos sobre la guerra: cartas, fotografías, libros, uniformes, utensilios de los soldados como abrelatas o cantimploras, resguardadas con esmero por su hijo Antonio Villareal. Constituyen la colección personal más extensa sobre la Guerra de Corea en México. Las memorias de don José fueron publicadas con el título de Soñé con ser héroe.
Por su parte, los recuerdos casi cinematográficos de César Augusto Borja vieron la luz gracias al acierto de su familia que, al recuperar del olvido un viejo manuscrito empolvado en un ropero, hizo todo lo posible para publicar “el texto de un artista”. Borja también fue pintor y fotógrafo, con una predilección particular por la poesía, producto de una sensibilidad que los horrores de la guerra no lograron destruir y que está presente en las páginas de Memorias de Corea.
En este punto de la historia la investigación me fue encomendada. En México, el trabajo sobre los veteranos arrojó resultados fascinantes. En las páginas de la prensa las historias personales de heroísmo se mezclaban con las notas sobre la alta política. Mientras la posición oficial del gobierno de México era apoyar las resoluciones de la ONU, en el caso coreano jamás se permitió el envío de tropas: su política exterior se basaba en el principio de “no intervención”. En privado, el presidente y su gabinete temían que México se quedara sin hombres, pues ya de por sí muchos se habían ido de braceros a Estados Unidos.
Con excepción de la Segunda Guerra Mundial, México nunca ha enviado un contingente militar a luchar en ningún conflicto extranjero. No obstante, miles de jóvenes mexicanos, inspirados por el deseo de aventura, las promesas de una mejor vida o por razones netamente personales cruzaron la frontera y se unieron al ejército estadounidense. Borja se enlistó para demostrarle a su padre que era un hombre de bien; Sierra, nacido en Estados Unidos, para cumplir con su servicio militar, Fernández deseaba recorrer el mundo, Lozano anhelaba portar con orgullo el uniforme de los marines y Villarreal quería regresar a su tierra convertido en héroe. Sin embargo, don José advertía que había escrito sus memorias “para beneficio de aquellos que sueñan con ser héroes y vivir aventuras bélicas”, a la vez que agregó: “Que conste. No se los deseo”.
El ejército, siempre necesitado de efectivos, los aceptó, y pocas veces revisó con rigor los antecedentes de sus reclutas. Así empezó la odisea de estos muchachos que terminaron combatiendo del otro lado del mundo. Los soldados mexicanos estuvieron presentes desde el día uno. Participaron en el desembarco de Incheon, las distintas tomas de Seúl, la defensa del perímetro de Pusan y la gran ofensiva de Naktong, solo por nombrar algunos episodios. Para ellos, su primer imperativo era sobrevivir: las consignas de los políticos no significaban nada en el frente. Por eso Borja pudo decir: “Sobreviví a la muerte y hoy regresaba a mi tierra”. La experiencia de los veteranos estaba alejada de los planes de Josef Stalin y Harry S. Truman. El primero veía en la guerra una oportunidad para terminar con la influencia estadounidense en Asia y el segundo un medio para detener la expansión del comunismo en el mundo.
Al trabajo hemerográfico se sumó el de archivo. En la documentación oficial destacan las peticiones hechas al presidente Miguel Alemán por hombres comunes, indicios de las voces negadas de la guerra, tanto de los mexicanos que se ofrecieron para luchar contra los comunistas, como las de aquellos que, ya en combate, pidieron a Alemán una bandera mexicana para verla ondear junto con las del resto de naciones involucradas. Oficialmente, peleando en Corea hubo contingentes militares de veintidós países.
El trabajo de investigación documental era prometedor aunque insuficiente. Otra de las dádivas del proyecto era la oportunidad de conversar directamente con algunos de sus protagonistas nonagenarios. Para ellos la Guerra de Corea no era una vaga referencia en periódicos, sino parte sustancial de sus vidas. Los había marcado de una manera tan profunda que, a setenta años de su fin, la seguían teniendo muy presente. Gracias a ese diálogo comprendí la complejidad del testimonio, en especial si relata la experiencia de eventos tan dramáticos como las guerras. Podía comprender sus motivaciones, aspiraciones e ideas, pero nunca el significado íntimo que una experiencia traumática deja tras de sí en las personas involucradas. De ahí los silencios, el hermetismo, el ocultamiento. Sin embargo, la distancia, si bien modifica los recuerdos, también permite expresar eso que por mucho tiempo se mantuvo escondido.
Los veteranos sobrevivientes radican en Guadalajara, Ciudad Obregón y Monterrey, y siempre estuvieron unidos a la frontera. Sus padres la cruzaron para alcanzar el “sueño americano” y ellos mismos han mantenido un fuerte lazo con nuestro vecino del norte: allá estudiaron, encontraron fortuna, tienen familia y anclaron los recuerdos de su juventud. Sin embargo, el apego a su país de origen ha sido igual de importante en lo religioso y lo cultural. Fue común que llevaran escapularios, imágenes religiosas y se encomendaran a la Virgen en las situaciones más adversas. Si decidieron regresar a México fue porque no querían saber nada más de la guerra y por eso la mayoría prefirió guardar silencio.
Los veteranos me concedieron ese raro privilegio para los historiadores de dialogar directamente con su “objeto de estudio”. En muchos sentidos fue una experiencia catártica para ellos, porque por primera vez hablaron abiertamente de esos muchachos que se enlistaron en un ejército extranjero sin pensar en el peligro, que vieron de frente a la muerte y sobrevivieron. Esa experiencia de la vida castrense fue fundamental en su formación como personas, y de ella se enorgullecen hasta el día de hoy. Esos jóvenes se convirtieron en esposos, padres de familia, abuelos e incluso bisabuelos. Hicieron sus vidas y, cobijados por el cariño de los suyos, lograron en muchos sentidos ser ejemplo para sus descendientes.
Al final, la historia de los veteranos mexicanos y mexicoamericanos de la Guerra de Corea está encontrando el cauce anhelado. A raíz de las gestiones de las embajadas, los gobiernos de México y Corea han rendido homenaje a estos soldados. En abril de 2021 se constituyó la Asociación Mexicana de Veteranos de la Guerra de Corea, con José Villarreal como primer presidente, uno de los veteranos que más luchó por el reconocimiento público de sus compañeros de trinchera. Una semana después de la fundación de la Asociación falleció don José, sin duda satisfecho por ver su sueño cumplido.
En junio de 2022 se inauguró una exposición dedicada a ellos en el Museo Memorial de la Guerra de Corea en Seúl, pero las celebraciones en honor a los veteranos mexicanos aún no han terminado. Para los veteranos vivos, quienes por primera vez en siete décadas volverán a la tierra en la que combatieron, y para las familias de los ya finados, fue una oportunidad excepcional: atestiguar los frutos de su contribución a la construcción de la Corea del Sur moderna, con su desarrollo futurista y su prosperidad económica, erigida también sobre la base del sacrificio de millones de soldados que, como los mexicanos, esperan a que sus historias sean escuchadas.
Imagen de portada: Hugh Cabot, sin título, 1953. Naval History and Heritage Command