El Buda tiene muchos epítetos. Se le conoce como “El iluminado”, “El que así ha venido y así se ha ido”, “El Conquistador”, “El más noble entre los humanos que caminan en dos piernas”. También se le denomina “El que no teme”, pues ha observado a detalle todas las causas del temor. En el momento de su iluminación, que llegó súbitamente tras seis años de meditación intensa, comprendió que en realidad no hay nada que temer: por más convincente que parezca, el temor es, de hecho, un error conceptual. ¿A qué hay que tenerle miedo, en todo caso? El temor siempre se basa en el futuro. Nos angustia lo que podría pasar más adelante. El pasado ya ocurrió, así que es absurdo temerle. Si los traumas nos infunden miedos es sólo porque tememos que los episodios traumáticos se repitan después. En eso consiste un trauma: es un acontecimiento ya sucedido que nos marca y nos hace temerle al porvenir. Pero el futuro no existe ahora, en el presente, el único momento en que estamos y estaremos vivos; de manera que, aunque nuestro miedo pueda ser visceral, está basado en la falsa concepción de que, de algún modo, el futuro es el ahora. Pero no lo es. Quizás el presente sea desagradable e incluso peligroso, pero jamás es temible. En la intensidad plena del instante presente nunca hay nada que temer, sino sólo algo con lo que hay que lidiar. Se trata de una sutileza, pero es del todo cierta: el temor que experimento en el ahora en realidad no está basado en ese mismo instante; lo que da miedo es lo que pasará después. Esto es lo que descubrió el Buda. Al poder estar radicalmente en el instante presente —en vez de estar perdido en el pasado o ansioso respecto al futuro—, estarías libre de todo temor.
Si de pronto te encuentras bajo la amenaza de alguien que te apunta a la cabeza con una pistola, es probable que te congele el miedo, pero, incluso entonces, no es el aspecto del hombre o el del arma lo que te atemoriza: es lo que pasará después. Es verdad que en ese momento no piensas en el futuro: tu experiencia es inmediata, un miedo que altera tu cuerpo; tu reacción es biológica, inevitable. Al ser un animal estás dotado de un instinto de supervivencia, de tal modo que cuando tu vida está en peligro, tienes una fuerte reacción automática. Pero no eres un ciervo ni un mono, eres un animal con conciencia humana, y ésa es una condición problemática, pero con potencial: es posible sobrellevar el miedo animal. En las escrituras existe el registro de diversas situaciones en las que la vida del Buda se vio amenazada. En todos los casos él permaneció tranquilo y logró dominar la amenaza. Sean o no míticos, los relatos ciertamente tienen la intención de representar nuestra capacidad de sobreponernos al instinto de supervivencia y mantener la calma incluso al afrontar graves peligros. Lo cierto es que, en muchas situaciones peligrosas, la capacidad de conservar la calma te mantendrá más a salvo que la reacción instintiva de huir o de luchar. Pero, ¿qué pasaría si tu vida no estuviera realmente amenazada? ¿Qué ocurriría si se tratara sólo de un mero insulto, una falta de respeto, una traición o un hecho frustrante, frente al cual reaccionaras con la agitación y la urgencia de alguien que teme por su vida, y hacia el que, incluso mucho tiempo después, albergaras sentimientos de enojo y de venganza? En ese caso tu reacción sería desproporcionada respecto al suceso, tu instinto animal de supervivencia estaría un tanto fuera de lugar. Habrías convertido un asunto relativamente pequeño en algo mucho más desagradable de lo necesario, incluso en algo hiriente. La impermanencia es el concepto budista por antonomasia. Nada es duradero. Nuestra vida comienza, termina, y cada momento transcurrido entre ese inicio y ese fin, constituye otro comienzo y otro final. En otras palabras, a cada momento nos extinguimos un poco. La vida no termina súbitamente en la muerte; está terminando todo el tiempo. La impermanencia es constante. Aunque todos comprendamos este pensamiento, no parece que seamos muy capaces de asimilarlo a cabalidad. El budismo muestra que detrás de todos nuestros miedos está nuestra ineptitud para apreciar realmente, a nivel visceral, la verdad de la impermanencia. Incapaces de aceptar que todo el tiempo nos estamos desvaneciendo, tenemos miedo del futuro. Dicho de otra manera, nuestros miedos en realidad son desplazamientos del mayor de los temores, el miedo a los finales, el miedo a la muerte. Últimamente tenemos miedos que parecen trascender nuestro temor personal a la muerte. El cambio climático, por ejemplo, es una catástrofe. En el otoño de 2018 hubo terribles incendios forestales en California. El humo era perceptible incluso en lugares tan alejados como el Área de la Bahía de San Francisco, en donde yo vivo. No se podía salir, la calidad del aire era muy mala, pero peor incluso resultaba pensar que éste era el futuro, que de ahora en adelante será así: habrá más y más incendios, huracanes, tifones; las capas de hielo se están derritiendo; los niveles del mar están subiendo, tal como la temperatura del verano; lentamente el planeta se está volviendo inhabitable. Esto puede o no ser del todo cierto, pero hay buenos motivos para temer que lo es. De modo que no le tememos solamente a nuestra propia muerte, sino también a la de nuestros hijos y nietos, y a la de sus hijos y sus nietos. ¿Qué les pasará a ellos en el futuro? Un amigo mío es un gran aventurero y activista ambiental. Hace algunos años, cuando el gobierno de Estados Unidos apenas comenzaba a negar sistemáticamente el cambio climático, mi amigo se afligió por este fenómeno, pero lo mortificaba más aún el hecho de que la gente no le prestara atención —el riesgo de que la situación pasara desapercibida— gracias a las dudas sembradas por el gobierno. Estábamos en una situación de emergencia, había que hacer algo, y la gente seguía con sus cosas cotidianas, como si todo estuviera en orden. Mi amigo estaba desesperado y me hablaba de su malestar cada vez que nos veíamos. Su desesperación y su angustia se incrementaron conforme pasaron los años. Un día, mientras me hablaba del asunto, pensé que lo que le afectaba no era el cambio climático. Cuando se lo dije se enojó mucho conmigo. Yo no supe realmente a qué se debía su aflicción; aunque él creyera que se debía al cambio climático, a mí me parecía que era otra cosa. Siguió enojado conmigo por un tiempo, pero a la larga me dio la razón. “Entonces, ¿qué es lo que te tiene mal?”, le pregunté, y me contestó: —Sí me pone mal el cambio climático, pero sólo cuando tú me lo dijiste me di cuenta del origen de mi malestar: me estoy haciendo viejo, no puedo escalar montañas como solía hacerlo, quién sabe por cuánto tiempo pueda andar en bicicleta por cientos de kilómetros o hacer todas las cosas que me encanta hacer, quién sabe por cuánto tiempo gozaré de una buena salud. Me pone mal la cuestión del clima, pero gran parte de mi angustia proviene del miedo que me da envejecer y morir. Hasta que analicé mi enojo hacia ti me di cuenta de eso.
Es posible que la fuerza de nuestro temor provenga siempre de nuestro miedo a los finales, siendo nuestro propio final el más cercano e inmediato de todos ellos. Cuando pensamos en el mundo del futuro podemos sentir tristeza, pena y desilusión de que los seres humanos no podamos regresar el tiempo y hacer mejor las cosas, de que al parecer seamos incapaces de solucionar un problema que nosotros mismos hemos causado. Pero el miedo es diferente, el miedo es desolación, desesperanza, angustia y, en ocasiones, enojo. La pena, la tristeza y la desilusión son sentimientos tranquilos con los que podemos vivir; pueden ser apaciguantes y conmovedores, pueden motivarnos. Cuando experimentamos estos sentimientos podemos ser más compasivos, más amables con los demás, podemos ser pacientemente activos al proponer soluciones. Cuando comprendemos el verdadero origen de nuestro temor podemos ver a través de él. ¿Terminará nuestra vida? ¿Terminará el mundo? Sí. Pero esto siempre será así. Todo momento difícil ocurre en el presente, y éste, sin importar lo que provoque, es totalmente distinto de nuestras proyecciones sobre el futuro. Incluso si ocurre lo que tememos que ocurra, el instante presente en el que sucede no se parece nada al momento que habíamos proyectado en el pasado. El miedo siempre es una fantasía, siempre es falso. Lo que tememos nunca pasa de la forma en la que temíamos que pasara. Hay una práctica budista tradicional conocida como las cinco reflexiones; consiste en una meditación acerca de los principios y los finales, en la cual se guía suavemente al estudiante a pensar sobre el hecho de que la vejez, la enfermedad y la muerte son aspectos intrínsecos del cuerpo y de la mente del ser humano, y que nadie puede evadirlos. La vida inicia; por lo tanto, termina. Al estar sujeta a un principio y a un final, la vida es vulnerable por naturaleza. El objetivo de esta meditación no es infundir miedo; más bien lo contrario: sugiere que la forma de superar el miedo es enfrentarlo y familiarizarse con él. En vista de que el temor es siempre miedo al futuro, la forma de desarmarlo es encarar el miedo presente y darse cuenta de que se trata de una equivocación. Cuando me entrego en contemplar las realidades de mi envejecimiento y mi muerte, me acostumbro a ellas, las veo de otra manera, me doy cuenta de que estoy viviendo y muriendo permanentemente, cambiando todo el tiempo, y de que es esto lo que me permite tener una vida bella. De hecho, una vida sin impermanencia no sólo es imposible, sino indeseable. Todo lo que atesoramos de la vida proviene de la impermanencia. La belleza, el amor, el misterio. Temer el final de mi vida es una proyección futura que no toma en cuenta lo que mi vida es en realidad. Integrar la impermanencia a mi sentido de identidad me vuelve menos temeroso.
Las enseñanzas budistas profundizan aún más en los principios y los finales. Entre más cerca se contemplan, nos damos cuenta de que en realidad no pueden existir. No hay principios ni finales. El Sutra del corazón, que se canta todos los días en los templos zen alrededor del mundo, sostiene que no existe el nacimiento ni la muerte.
¿Qué significa esto? Que en realidad no nacemos. Desde el punto de vista científico sabemos que nada se crea de la nada; todo es una continuación de algo más, una transformación de algo ya existente. Cuando una mujer da a luz, no es que produzca un nacimiento, simplemente abre su cuerpo para dar paso a una continuación de sí misma y del padre, de sus abuelos y de sus progenitores antes que ellos, de toda la familia humana y no humana que ha contribuido a que se junten los elementos preexistentes que percibimos como una persona recién nacida. Así que no hay tal cosa como el nacimiento.
Si no hay principio, no hay final. No hay muerte. En lo que llamamos muerte el cuerpo no desaparece; sigue adelante con su camino. No se pierde un solo átomo; el cuerpo simplemente se transforma en aire y agua y tierra y cielo. Nuestra mente sigue viajando también, sus pasiones, sus miedos, sus amores y sus energías continúan a través del Universo. Como hemos vivido, el mundo es distinto a como habría sido de otro modo, y la energía de la actividad de nuestra vida viaja más allá, circula, se une y vuelve a juntarse con otras para conformar el mundo del futuro. No existe la muerte, sólo la continuación. No hay nada qué temer.
Imagen de portada: Ruinas de Ayutthaya