Es octubre y estoy tumbada boca arriba en una sala de ultrasonido. Un médico enfundado en una bata azul, con gorro azul, con guantes también azules y lentes, desliza un aparato sobre mi seno izquierdo. Miro al techo; la luz que sale de la lámpara es tenue y cálida, lo suficiente para que sobresalga el brillo del monitor que muestra el interior de mi mama. El aparato sigue deslizándose sobre mi piel, embadurnada de un gel frío. Hay varias bolitas, pero son más pequeñas que las dos que encontró antes, cuando realizó el mismo procedimiento en mi seno derecho. —Son benignas —dice el médico, y toda la historia cambia. Cuando Anne Boyer cumplió 41 años un procedimiento similar arrojó un resultado completamente distinto: un cáncer de mama triple negativo de pronóstico grave. Anne, que es poeta y ensayista, y que ha hecho de las palabras su oficio, se enfrentó a una enfermedad que la hizo reconfigurar por completo el lenguaje que hasta ese momento, el año 2014, había dotado de sentido su vida. ¿Cómo existir/ser en la enfermedad? ¿Cómo existir/ser en el dolor? Ese ejercicio profundo de reconfiguración y resignificación del lenguaje es lo que después vio la luz en Desmorir. Una reflexión sobre la enfermedad en un mundo capitalista, libro por el que Boyer recibió el Premio Pulitzer de No Ficción en 2020. En este ensayo no se desarrolla el relato de una guerrera o de una víctima. La mano que empuña la pluma sabe escribir un “yo” apartado de la sensiblería y con un profundo sentido humano; sabe escribir “cáncer” lejos de su subjetividad para abordar temas como la muerte —la prematura y la dolorosa—, tratamientos discapacitantes, la instrumentalización del discurso médico, la deshumanización que ejerce el personal sanitario, la pérdida de facultades aunada a la de parejas e ingresos; sabe acercarse a una enfermedad con política de clase, delimitaciones de género, distribución racializada de la muerte y brutales mistificaciones. “La enfermedad se escribe primero en nuestros cuerpos y, a veces, después, en cuadernos”, escribe Boyer. Sí. En Desmorir hay, de inicio, una búsqueda de ese lenguaje que intenta reconstruir la relación con el cuerpo, pero surge también una lucha contra el lenguaje hecho, aquel que le ha sido asignado a la enfermedad porque, aunque “cualquier persona con tejido mamario puede tener cáncer de mama”, es el lenguaje de esta afección asociada a la mujer al que se le ha dotado de toda una maquinaria mediática en la época de la concienciación. Boyer escribe que, ahora, quien padece la enfermedad no se enfrenta al silencio, sino que debe resistirse al ruido, a menudo obliterador, de esta maquinaria mediática y, añado yo, sexista. Pero, vayamos en orden: lo primero que hace esta autora al abordar desde la escritura su experiencia del cáncer de mama es buscar otros testimonios similares en la literatura. Lo escrito por Susan Sontag, Audre Lorde, Charlotte Perkins Gilman o la británica Fanny Burney le sirve como un primer encuentro con la enfermedad y sus imposiciones de género. Todas ellas padecieron cáncer de mama, muchas también a los 41 años. Algunas no sobrevivieron. ¿Cómo se escribe la enfermedad en el cuerpo? Y quien escribe, ¿está escribiendo sobre una experiencia de vida o sobre una experiencia de muerte? “¿Cómo es tener un cuerpo enfermo en un tiempo y en un lugar específico?” Ésa es la gran pregunta planteada en este ensayo que, por momentos, se metamorfosea en una especie de autobiografía del dolor y, por otros, tiende redes en diversas direcciones para construir una historia cultural del cáncer. El valor de la narradora no es contarnos una historia más de una sobreviviente más de cáncer de mama, sino en llevar al lector por una ruta que aborda múltiples dimensiones: el cuerpo, la mente, los miedos y los mandatos sociales por los que atraviesa una persona enferma en nuestro presente capitalista. “No quiero contar la historia del cáncer de la manera en que me han enseñado a hacerlo”, escribe Boyer. La transformación de una persona en un enfermo, en datos, en búsquedas de Google, en tiempos donde el exceso de información es intoxicante, es lo primero con lo que nos confronta la narradora. No el miedo a la enfermedad en sí, una afección de la que en aquellos días ella sabía muy poco, sino el miedo a esa otra persona que ya estaba formándose: un cuerpo con un tumor de rápido crecimiento. Un tumor con pocas posibilidades de ser tratado. Un tratamiento que, más que ayudar a vivir, significaba “sentirse como si fueras a morir” y un cuestionamiento crucial: “¿debería morir o debería vivir?” Pero éstas no son las únicas preguntas que lanza Boyer. Lejos del discurso panfletario, desde el inicio asume una posición al afirmar: “estoy enferma y soy una mujer”. Una mujer de una raza específica que padece una enfermedad específica. Así, el ensayo adquiere una naturaleza tentacular: la mirada de la autora no se concentra en sí misma; se expande, tiende puentes y hace trizas ese aparato mediático que convierte al dolor en un producto y que arroja “sonrisas esterilizadas”, historias edulcoradas y listones en color rosa. El mandato de vida, el mandato de sonreír(le) a la vida en plena catástrofe, es psicótico. En los días previos a mi estudio mamario y durante el mismo, no pensaba mucho si era grave mi situación o no, sino en lo que implicaría en términos económicos. En México, según datos de 2019, catorce de cada cien mujeres mueren de cáncer de mama. Y las edades más vulnerables se registran entre los 40 y los 59 años. Yo tengo 37. Aunque aún no estoy dentro del sector de “riesgo”, estoy cada vez más cerca. Pero en el grupo en el que sí estoy es en el de esas 32 millones 999 mil 713 personas que no están afiliadas a ningún servicio de salud. Aquel que justo tiene menos acceso a pruebas de detección temprana y que es más vulnerable a padecer enfermedades cuyo tratamiento asciende a cientos de miles de pesos. Sin seguro médico, sin prestaciones de ley, sería imposible costearla. ¿Quién cuida el cuerpo de una mujer enferma? La pregunta emerge y queda palpitando. El cuidado es otro de los temas a los que se enfrenta Boyer. ¿Quién cuidará de su hija? ¿Quién cuidará de ella cuando las semanas no remuneradas establecidas por la Ley de Permiso Médico y Familiar en EE. UU. se acaben o cuando sea prácticamente expulsada de la sala de recuperación luego de ser sometida a una doble mastectomía cuyo sistema de salud maneja como un “procedimiento ambulatorio”? El cuidado es un trabajo mayoritariamente ejercido por la mujer, que cuida a los hijos, a la pareja, a los adultos mayores. Entonces, ¿qué sucede con esa mujer cuando es soltera o cuando no es madre o cuando no está a cargo de los padres y ella precisa de cuidados? Boyer se pregunta, ¿dónde está el Estado cuando se trata de cuidar a quienes no encajan en el modelo de una vida tradicional? El cuidado debería ser colectivo, es necesario empezar a tejer redes a su alrededor. Después de seis meses de recibir quimioterapia y de una doble mastectomía, el cáncer desaparece del cuerpo de Boyer. Viene entonces una crítica al negocio de las farmacéuticas, a la implementación de tratamientos que no son los más adecuados sino los más rentables, a los estragos que estos tratamientos causan, a la “temporada en el infierno” en que se convierte el Pinktober y esa “política de respetabilidad” en su discurso mediático: “Los lazos rosas adornan objetos y procesos que matan gente”. Una vez que se ha sobrevivido, viene el recuento de los efectos discapacitantes que tienen los fármacos aplicados durante el tratamiento. Nunca se vuelve a ser la misma persona. ¿Qué pasa cuando no puedes costear estar enfermo? ¿Qué sucede cuando las instituciones encargadas de preservar la vida humana determinan si eres merecedor de un tratamiento basándose en la clase o raza a la que perteneces? ¿Qué es del cuerpo enfermo cuando no encaja en ningún rincón del imaginario rosa de una campaña de recaudación de fondos? ¿Qué ocurre entonces cuando un cuerpo no supera esa especie de selección natural y tampoco la selección artificial de la “filantropía corporativa”? A partir de todas las preguntas que lanza, Desmorir coloca al lector en otro lugar respecto a la enfermedad y a la demanda de vida. Anne nos otorga lo que en un inicio pide a las amistades que le envían libros sobre el cáncer, sobre mujeres que han sobrevivido al cáncer de mama: una obra en la que una mujer con cáncer es ella misma, un ser humano completo, complejo, con una voz propia. Un libro que hay que abrir y leer.
Imagen de portada: Edvard Munch, The Sick Child I, 1896. Art Institute of Chicago.