En las mazmorras, un simple parpadeo puede significar un guiño de insurrección.
La primera vez que fui testigo de un verdadero acto de disidencia fue en marzo de 1994, cuando fui parte, aunque brevemente, de las filas del Ejército de Defensa Israelí (EDI). Mi pelotón estaba formado, al rayar el alba, en la explanada gris de nuestra base militar, ubicada en un lugar indeterminado del desierto del Néguev, esperando las órdenes del sargento que se paseaba frente a nosotros con los brazos entrelazados detrás de la espalda, oteándonos con una mirada severa que apenas se asomaba por debajo de su gorro. Se paró en seco y dio medio giro para vernos de frente. “Esta mitad se va a la cocina”, aseveró, señalando a mi grupo. “El resto reúnan su equipo, salen a Gaza en media hora.” Antes siquiera de lograr asimilar las implicaciones directas de sus palabras, uno de mis compañeros de armas (le llamaré Nimrod) ya había dado un paso al frente para exponer los motivos ideológicos que le impedían servir fuera de las fronteras de su país y de formar parte de la ocupación. Lo observé con asombro y admiración por encima de la hilera de hombros: su silueta y su semblante indomables, a la espera de las reprimendas protocolarias, son la personificación misma de la gallardía. La objeción de conciencia, la de Nimrod en este caso, era una temida anomalía de la maquinaria militar e hizo sonar las alarmas y llamó la atención de los altos mandos, quienes lo asediaron para intentar intimidarlo mediante amenazas altisonantes que, de paso, servirían para amedrentar a otros insurrectos potenciales. No obstante, él se mostraba inalterable y decidido, y así se mantuvo hasta las últimas consecuencias, con plena conciencia de que tendría que pasar un buen tiempo en la prisión militar, además de cargar con las secuelas sociales y laborales que implica el estigma de traidor en una sociedad que concibe al servicio militar como una obligación cívica imprescindible. Sin embargo, para quienes vemos más allá del discurso oficialista, nos queda claro que los objetores de conciencia figuran como los únicos héroes de guerra.
Sobra decir que el sacrificio de mi compañero de armas no fue en vano, al menos no del todo. Me obligó a un ejercicio de introspección inmediato. Si bien yo venía de una familia de izquierda y contaba con el criterio necesario para poder detectar la inmoralidad e injusticia que yacían detrás de la ocupación, también era un hecho que, en términos reales, formaba parte de un pelotón de tanques del EDI. Hasta ese momento no había un conflicto de intereses tangible, pero la repentina (para mí) y cercana probabilidad de formar parte de la ocupación exponía, aún más, la incoherencia entre mis posturas ideológicas y mis acciones. Algo tenía que cambiar… Y así fue: me deslindé de las filas del EDI, aunque de un modo menos confrontativo y valiente que el de Nimrod.
Cabe señalar que mis dudas hacia el proyecto de Nación sionista surgieron mucho antes de ser reclutado por el EDI. Pero, como gran parte de la población, me había dejado llevar por el lavado de cerebro sistémico y por la inercia de una negación generalizada, sostenida por la hasbará, la propaganda oficialista, y pregonada por la inmensa mayoría de la sociedad.
Un año más tarde, en 1995, después de que el psiquiatra en jefe del ejército sellara el documento donde me declaraban no apto para el servicio, la Nación entera experimentaría una dosis de realidad que mermaría su cómodo delirio colectivo. El asesinato a Isaac Rabin dejó conmocionado a un país que se jactaba de su supuesta solidez democrática, justo en un momento en el que, por primera vez, la paz figuraba como la prioridad de la agenda política israelí y de sus enemigos históricos, como la OLP (Organización para la Liberación de Palestina) y Jordania. No obstante, las lecciones de ese acto de barbarie, como a menudo suele suceder, fueron las equivocadas y corroboraron una verdad universal irrefutable: siempre se puede caer más bajo. La sonrisa insana del magnicida que acaparó los titulares de los diarios a escala mundial tenía sus motivos; después de todo, se cumplieron todas sus fantasías catastróficas: el proceso de paz quedó soterrado y en el olvido, el frágil equilibrio del mapa ideológico terminó volcándose de lleno a la derecha y la disidencia se esfumó casi por completo del espectro político tras la denominada “fuga de mentes” de intelectuales y académicos quienes asumieron su derrota y decidieron cultivar su pensamiento en terrenos fértiles.
Netanyahu, la mano negra detrás del asesinato de Isaac Rabin y el orquestador del nuevo oscurantismo israelí, ha conseguido perpetuarse en el poder a lo largo de dos décadas gracias a una retórica alarmista varada en el genocidio nazi y basada en el discurso de la supervivencia, la fibra más sensible de un pueblo vulnerado. También lo ha logrado gracias a las alianzas turbias con las facciones políticas más oscuras —ultranacionalistas y ortodoxas— que han sepultado a las voces críticas, reduciéndolas a una partícula subatómica sujeta al capricho del viento. Hoy por hoy, Israel es una teocracia, una antítesis a los orígenes del sionismo que, dicho sea de paso, era un movimiento esencialmente secular, al menos en un principio.
Para hundir otro clavo en la madera carcomida de este ataúd, unos meses atrás, Netanyahu y su pandilla de zelotes,1 al mejor estilo de los regímenes autoritarios contemporáneos, han hecho de las suyas para limitar el poder de la Corte Suprema con el descarado y evidente objetivo de otorgarle un blindaje judicial al vasto catálogo de crímenes que acarrea el primer ministro. Estas limitaciones le han permitido, además, expandir el alcance del ejecutivo y del legislativo, lo que significa la estocada final a la endeble noción de democracia con la que flirteaba el país. En consecuencia, las aspiraciones de libertad tan anheladas por el pueblo palestino ahora pertenecen al género de la fantasía.
Asimismo, el revuelo de la sociedad israelí que ha tomado las calles en protesta contra la denominada “reforma judicial”, tiene un ofensivo tufo a hipocresía, porque pone en evidencia, una vez más, el hecho de que el israelí solo se indigna cuando la injusticia trasgrede y limita sus propios derechos. En la conciencia del judío israelí, los palestinos no son más que un factor circunstancial, un ricochet, un inconveniente que nace y fallece cada día como un ocaso en otra galaxia.
Así de lejos yace también el recuerdo de Nimrod. Su contorno ha perdido nitidez y fuerza con el transcurso de los años. Aún así, y a modo de alegoría burda, los ladridos de los sargentos siguen retumbando exponencialmente en esta cámara de eco perpetua.
“[…] el más sensacional invento de las dictaduras modernas consiste en haber creado la mentira estridente, basándose en la hipótesis, acertada desde el punto de vista psicológico, de que al que hace ruido se le concede el crédito que se niega a quien habla sin levantar la voz”.
Esto escribió Joseph Roth refiriéndose a Goebbels y a la maquinaria propagandística del Tercer Reich, aunque bien podría aplicarse a la hasbará actual de la ultraderecha israelí.2
Es cierto que la falla es de origen: no se puede edificar un país democrático sostenible si se favorece a una etnia determinada por antonomasia, de ahí que el sionismo estaba destinado a fracasar desde su concepción. No obstante, el panorama y los actores actuales hacen ver a los antiguos protagonistas y antagonistas de la política israelí como pacifistas abducidos por el infantilismo. Hubo una rendija en la historia de Israel cuando el anhelo de paz era considerado un sentimiento positivo, no una muestra de debilidad. Desafortunadamente, los desenlaces que siguieron al asesinato de Rabin fueron determinantes. No hay vuelta atrás, ya que no existe una oposición interna que pueda o quiera desplazar a los fanáticos ultranacionalistas del poder. Cualquier opinión disidente en el Israel de hoy equivale a una anomalía sintomática cuando no a un error del espíritu.
Esa misma sensación de impotencia me ha obligado a tomar una distancia prudente del tenebroso ambiente político interno y del conflicto palestino-israelí en los últimos años.
Desconozco el paradero de Nimrod. A veces sospecho que es un producto de mi imaginación, un sesgo fantasioso de la memoria. Una y otra vez intento volver a aquella lejana mañana de 1994, a esa explanada desdibujada por la arena para poder ver a mi compañero de armas, recuperar la vitalidad de su esencia y restaurar esas palabras insufladas por su convicción. Pero su voz, al igual que la de quien escribe estas líneas, no son más que lamentos fantasmales que pertenecen a otro tiempo. La disidencia es un rumor, y Nimrod nada más que un recuerdo vago atenuado hasta la inexistencia por la marcha fúnebre de los adalides de la estridencia.
Imagen de portada: Tel Aviv, 2023. Fotografía de © Papús von Saenger