dossier Extinción NOV.2017

El pájaro

Juan Cárdenas

Día 1


Antes que nada voy a comentar lo que sucede con el pájaro, no vaya a ser que me olvide. El pájaro viene todas las tardes, cuando el sol empieza a ponerse, un sol líquido de queso cheddar, rodeado de nieblas mohosas que brotan de las ramas azules de los pinos muertos. Después de revolotear un rato, el pájaro se posa y picotea los pedazos de carne envenenada que, siguiendo las instrucciones del ente gestor, le dejamos en la tapia para atraerlo. Es un pájaro negro, ni grande ni chico. Con su afilado pico de goma rosada recoge los pedazos de carne y los engulle haciendo gestos exagerados. Mi mujer y yo esperamos a que el veneno haga efecto, o sea, esperamos a que el pájaro se intoxique y muera, pero esto no sucede nunca. El veneno no lo mata: lo hace hablar. Y el pájaro habla con una voz que suena como algo grabado en una cinta muy antigua. Hemos discutido durante horas sobre el origen de esas voces. Porque no es una sola voz. Son muchas voces. Mi mujer ha oído decir que algunos pájaros son capaces de imitar a otros animales y opina que son voces de mucho antes, de otro tiempo, de cuando todavía existían los seres humanos; el canto de este pájaro sería un vestigio, uno de los pocos que aún conservamos, una prueba de que antes de nosotros hubo otra especie parecida, capaz de hablar y de producir pensamientos. Esa especie desapareció misteriosamente del planeta y los científicos no saben cómo interpretar la escasa evidencia disponible. Por eso tampoco sabemos de dónde venimos nosotros, de qué animales descendemos. Los relojes se reiniciaron en algún momento, dice mi mujer, mirando hacia los pinos muertos, como si supiera algo que los demás no sabemos. Es una supersticiosa. A mí, en cambio, me da miedo que el pájaro no se muera, que el veneno no haga efecto, como sí ocurre con los demás animales que vienen a nuestro patio. Los folletos del ente gestor en eso son muy enfáticos: el peligro de contagio es muy alto, todo animal debe ser exterminado. Cuando el pájaro se cansa de hablar, una vez que se ha comido el último pedazo de carne envenenada, alza el vuelo y nuestro bebé llora desde el interior de su capullo de seda azul y roja, donde sigue incubándose. El llanto y la partida del pájaro están sincronizados de algún modo, pero no es posible saber si existe una relación causal o si se trata solo de una coincidencia en el tiempo de dos eventos inconexos. Ya nos han prometido que nos evacuarán, como hicieron con los primeros. Iremos, si todo sale bien, a un planeta nuevo. Entretanto, esperamos, sin hacer mayor cosa y somos razonablemente felices. Algunas noches paseamos por el barrio o por el bosque de pinos muertos. De vez en cuando vamos a bailar. El ente gestor nos dice que nuestra casa será la garantía que nos permitirá tener una vivienda similar en el lugar donde nos realojen. Las leyes de propiedad en eso son estrictas.

Día 2

Hoy vinieron las inspectoras a examinar al bebé. Normalmente solo revisan el exterior del capullo, comprueban que no haya fugas de baba, que los pétalos carnosos de seda mantengan su textura y color. El contraste de azul y rojo debe ser muy preciso y se mide con un aparato que capta las longitudes de onda específicas. Una mínima variación del tono pondría en riesgo la vida del bebé. Hoy, sin embargo, una de las inspectoras se enfundó el brazo en un guante de látex y lo metió hasta el fondo del capullo a través de la vulva superior. Cuando terminó de esculcar puso cara de preocupación. ¿Han notado algo raro?, preguntó. Y yo me apresuré a contarles lo del pájaro, aunque no les conté todo porque mi mujer me pellizcó la pierna para que cerrara la boca. No alcancé a decirles que el animal hablaba, por ejemplo, pero sí que nuestro bebé lloraba cuando el pájaro se iba volando cada tarde. No comentaron nada. Solo anotaron cosas en las planillas oficiales y anunciaron que en los próximos días vendría un exterminador a ocuparse del pájaro. Mi mujer se enojó conmigo. Dijo que mi imprudencia podría habernos costado un aplazamiento en la lista de evacuación o quién sabe si algo peor. No me habló en el resto del día, hasta que llegó la hora de la puesta de sol y la visita del pájaro, que hoy estuvo especialmente parlanchín. Habló, con su voz habitual de cinta magnética antigua, sobre las ruinas de una ciudad en medio de un bosque. Habló de un jardín en el corazón de las ruinas. Habló de un árbol cargado de frutos dorados en el corazón del jardín. Esas imágenes debieron de excitar a mi mujer, que me empezó a acariciar los genitales. Así se fueron desplegando y enredándose las antenas y cavidades y alveolos y así se derramaron por el suelo nuestros jugos. El pájaro nos observó mientras tanto y dijo con su voz grabada: cada cual debe conocer su condena y no confundirla con la condena de los demás. Ni siquiera dejamos de acoplarnos genitalmente cuando el bebé comenzó a llorar. El sexo mitiga la impaciencia.

Día 3

Damos un paseo en bicicleta cuando cae la noche. Salvo nosotros y otras tres familias, todos en nuestro barrio han sido evacuados. El ente gestor ya ni siquiera se molesta en encender el alumbrado público y no resulta muy agradable andar así, casi a oscuras. Mi mujer propone una excursión más larga, bajar de la colina, internarnos en el bullicio de la ciudad. Aunque lo de bullicio es un decir, algo que sirve solo para marcar un pequeño contraste entre la desolación absoluta de nuestro barrio y las calles casi vacías del centro, donde al menos hay una o dos personas por cada cuadra. Paramos en una tienda de licores y compramos cigarrillos baratos, de los que se hacen con alas de polilla. A mí mujer le gustan más que los cigarrillos finos porque te marean un poquito y te ponen locuaz. Andar en bicicleta con ese mareo es divertido. Nos reímos a carcajadas. A falta de mejores planes, terminamos en el club, bailando. Hay pocas parejas en la pista y el espacio se ve gigantesco: el eco profundo de la música hace que nuestras sacudidas pierdan sentido. Bailar así, con el club vacío, sin el calor de una multitud, es un poco ridículo. Mi mujer acaba comiéndose los cigarrillos. Así pegan más fuerte. Yo me quedo en la mesa, descansando un poco, pero ella no, ella quiere bailar. Al cabo de unos minutos la veo genitalizando con una pareja vecina, las antenas de los tres forman una hermosa y sutil ramificación que, bajo el efecto de las luces de colores, empieza a florecer: pronto una nube lechosa de esporas iridiscentes se riega por el espacio. Un tipo que lleva unas bebidas a su mesa atraviesa la pista a toda velocidad y se resbala en los dulces jugos seminales derramados en el suelo. Cae de culo antes de dar una voltereta fabulosa. Los bailarines lo ayudan a levantarse, entre risas. La nube de esporas, como un riachuelo rojizo con chispitas de muchos colores, se impregna en todos los cuerpos y altera la consistencia del aire, de modo que la música empieza a sonar más despacio.
Mi mujer vuelve a la mesa, todavía con las antenas desplegadas y goteantes. Eres una buena mujer, me dice ella, masticando sus cigarrillos con un desdén que solo puedo describir como masculino. Siempre te portas bien, aunque a veces eres muy imprudente. Ayer cometiste un error muy grave con las inspectoras. ¿Me perdonas?, digo. Y ella dice que sí, que me perdona. Que lo importante es aguantar y pasarlo bien mientras llega el momento de la evacuación. Soy tuya, le digo. Y ella, displicente, contesta que también es mía. De mi propiedad. El aire está tan denso y pesado que la música avanza con mucha dificultad y los bailarines se mueven muy despacio, lentísimos.

Día 4

Hoy al mediodía nos sentamos a la mesa del patio y abrimos unas latas de conservas —moscas, hormigas culonas, unos gusanos en salmuera—. Comida apropiada para la resaca. Con mucha proteína. He estado muy rara en los últimos días, dijo mi mujer inopinadamente, quiero ofrecerte mis más sinceras disculpas. Y al cabo de un largo silencio en el que solo se escucharon la masticación y las succiones alimentarias, ella añadió: me dejé afectar por el pájaro, por las palabras del pájaro. Menos mal que en la tarde vino el exterminador del ente gestor a acabar con el problema. Primero tuvimos que rellenar unos informes. Esa parte fue engorrosa porque el exterminador perdía la paciencia con mucha facilidad y se irritaba con nuestras preguntas. Luego nos pidió que le enseñáramos el frasco donde guardábamos el veneno. Estuvo un buen rato haciendo pruebas con el líquido en unos tubos de ensayo. Finalmente concluyó que nuestro veneno era óptimo y cumplía con la normativa del ente gestor. Si no funciona es porque hay algo raro con el animal, dijo. Estuvimos esperando en el patio hasta que el pájaro, cumplido, llegó con la caída del sol. Mi mujer se excitó al verlo posarse sobre la tapia. Vi cómo se le abrían los ojos que ni dos galletas de chocolate derretido, vi cómo se esforzaba para que no se le notara en las antenas. El exterminador, pendiente de su acecho, no se daba cuenta de las humedades de mi mujer. Entonces el pájaro picoteó los pedazos de carne envenenados y, como cada tarde, habló con su voz de grabación antigua. Recordó de dónde venía: la ciudad en ruinas, con el jardín en pleno centro. Hago mi nido en un árbol que da frutos dorados, en el corazón del corazón de la ciudad en ruinas, dijo el pájaro. Mi mujer, arrebatada por las imágenes, quiso saber cómo eran esas ruinas y, sobre todo, a qué sabían los frutos. Hacía siglos que no existía algo así como un fruto comestible. En los museos solo se conservaban algunos fósiles y por eso sabíamos de su existencia pretérita. El pájaro siguió hablando: los frutos caen al suelo y nosotros dispersamos las semillas por doquier, en nuestros dorados excrementos. Dicho esto, como demostrando con hechos lo que acababa de decir, el pájaro alzó un vuelo breve y rasante para que sus defecaciones se regaran bien por todo el patio. El exterminador aprovechó esa circunstancia para derribar al animal con un zarpazo certero. Desde el suelo, el pájaro hizo un último intento de levantar el vuelo pero no fue capaz. Tenía un ala rota. Ahora solo podía caminar torpemente batiendo su ala buena con desesperación y nos miraba sin entender lo que ocurría. Con ayuda de una escoba, el exterminador acabó su tarea. Luego metió el cadáver del pájaro en una bolsa de plástico negra. Yo sentí alivio. Mi mujer, en cambio, estaba horrorizada. El bebé, para nuestra sorpresa, no lloró esta vez y yo me lo tomé como una señal del advenimiento de mejores tiempos para todos. Mientras terminábamos de llenar el papeleo del cumplimiento del contrato de exterminio, nos sentamos los tres a tomar unas bebidas terrosas. Mi mujer no podía disimular la conmoción, así que yo intenté darle charla al exterminador para mantenerlo distraído. Le pregunté para cuándo tenía fecha de evacuación y él, encendiendo el cigarrillo de polillas que le ofrecí, sonrió con una mueca sarcástica que me heló la sangre. A la gente como yo no la evacúan, señora, dijo. Yo lo miré atónita. Obviamente, estábamos ante un bromista, ante un cínico. Y a sus mercedes para cuándo, preguntó, en el mismo tonito. El próximo año, contesté, tajante. Nos vamos en la tanda siguiente. Qué buena suerte, dijo, soltando una bocanada de humo, a los que son como yo no nos van a realojar nunca. No diga eso, lo reprendí. En serio, siguió, nos lo comunicaron en una circular hace dos meses. Lo lamento mucho, fue lo único que pude responderle. Mi mujer, que había estado callada todo ese rato, le preguntó si no le daba rabia, si no le daban ganas de hacer algo contra el ente gestor. Y el exterminador se encogió de hombros. No sirve de nada, dijo. Y yo me acordé de lo que el pájaro había dicho el otro día sobre la condena que le corresponde a cada uno.

Día 5

El bebé salió de su capullo hoy por primera vez. Anduvo por toda la casa durante media hora, a tientas, eso sí, porque todavía no es capaz de abrir los ojos. Todo en él es normal, su peso, su color, su tamaño. Yo estaba dichosa con la evolución de la criatura. Cuando volví a meterlo en el capullo la seda cambió de color, como era de esperarse, hacia tonalidades verdes y naranjas.
Mi mujer sigue muy afectada por lo del pájaro y no se interesó en nuestro pequeño proyecto. A veces actúa como si el bebé fuera solo mío. Debo ser paciente con ella. Debo ser paciente con todo y esperar.

Día 6

La neblina mohosa de la madrugada trajo a nuestra ventana un olor a plástico quemado que no sentía desde que éramos niñas. El perfume de cosas quemadas en alguna montaña cercana durante toda la noche: alguien queriendo calentarse, seguramente. Inspirada por ese aroma evocador, mi mujer propuso que diéramos una vuelta por el bosque de pinos muertos. Anduvimos en silencio por un camino de cuarzos y pequeños caparazones de tortuga petrificados. Pese a estar muerto, el bosque sigue siendo un lugar hermoso. Rachas de esporas azules y verdosas se enredaban entre las ramas. Mira esto, dijo mi mujer, este planeta quedará a merced de los hongos. Nuevas formas de vida evolucionarán a partir de esta infinidad de esporas. Yo le hice ver que todas esas fantasías habían sido desacreditadas por la ciencia, que la vida era totalmente inviable aquí y por eso se había puesto en marcha el proyecto de evacuación. ¿Adónde van estas esporas?, siguió ella. ¿Y las esporas que producimos ahora nosotros? ¿Acaso no has notado que, de un tiempo para acá, cuando genitalizamos se empiezan a regar estos bancos de esporas? No tuve más remedio que darle la razón. En esas escuchamos el crujido de unos pasos. De entre los árboles surgió la figura de una anciana ciega, que iba guiándose por la textura de los troncos. Buenas tardes, abuelita, dije. Y la anciana sonrió. Iba vestida con antiguas pieles de animales remendadas mil veces y en general tenía un aspecto descuidado y sucio, con las astas dorsales llenas de líquenes y el plumaje de las nalgas cubierto de gorgojos blancos. Saltaba a la vista que esta abuela no estaba suscrita a ningún plan de evacuación. Debía de estar infectada. Mantuvimos una distancia prudente, pero no quisimos ser groseras. Le ofrecimos nuestra ayuda y le preguntamos si quería comer algo. La anciana se puso de cuclillas para descansar. Vengo desde muy lejos, dijo, tomando aire. Perdí a mi pájaro y llevo muchos días buscándolo. ¿No lo habrán visto pasar por aquí? Es un pájaro negro muy inteligente y simpático, le gusta hablar con la gente. Ambas guardamos silencio, incapaces de mentir, incapaces de decirle la verdad. Mi mujer llevaba una bolsa llena de hormigas culonas en un bolsillo y se las ofreció a la anciana, que las recibió con una nueva sonrisa de gratitud. Son ustedes dos jovencitas muy amables, dijo. Ahora, si me disculpan, voy a seguir. Tengo que encontrar a ese pájaro. La abuela se levantó con esfuerzo y, aferrada a los troncos fosilizados, reemprendió la marcha. Nosotras también continuamos por el mismo camino, pero en sentido contrario, internándonos más y más en el bosque. La luz de la tarde se descomponía en los cuarzos y llenaba el camino de reflejos. ¿No te parece que este lugar es muy hermoso?, dije, tanteando el humor de mi mujer. Es muy hermoso, respondió ella, sonriendo con ternura. Casi me da lástima que nos vayamos.

Imagen de portada: René Magritte, El placer, 1927.