“Si vas a ver Coco, lloras porque lloras”. Eso me dijo un amigo la semana pasada y tuve que responderle que, a pesar de las enormes ganas de abandonarme al llanto que me asaltan todos los días, de lunes a viernes y en horario de oficina, lo probable era que no llegara a ver Coco jamás. Primero, porque mis hijas ya son adolescentes y no tienen interés en ver Coco (y pertenecen, además, a familias en las que nadie puso un altar de muertos: el primero en la vida que examiné con detenimiento estaba dedicado a las ánimas de Marx y Engels y lo habían colocado en un pasillo de la Facultad de Letras de la Universidad de Guadalajara; tenía yo diecisiete años y andaba en busca de un conocido que me debía dinero y que, como buen enemigo del capital, no me lo pagó). Segundo, porque me dan escalofríos los adultos que van a ver películas para niños sin llevar niños, sean propios o prestados en plan de tíos o padrinos: tengo la impresión de que no lloran porque Coco sea emotiva sino porque tienen la psique infestada de traumas horrorosos y se niegan a aceptar lo que sus sentidos les dictan; es decir, que están envejeciendo y que, por más películas infantiles que miren, muñequitos que coleccionen y ropita colorida que se echen encima, algún día morirán. Tercero, porque, como se ve, un servidor sería el peor espectador posible para una cinta cuyo éxito se basa en el amor de tradiciones que nadie le enseñó y en la militancia de posturas vitales que no comparte. Por eso, mejor evitarla y no andarle dando lata a quien sí. Pero no es aquello lo que quiero comentar sino esto otro: el tema del llanto. Me encanta, debo decir, que tanta gente acepte y presuma que lloró cuando vio Coco y le gruña y acuse de mentiroso a quien se atreva a sostener que no le sucedió lo mismo. En un momento en que nuestra relación con las artes (y negarle, de entrada, esa categoría al cine que vende muchas entradas y palomitas es pura mezquindad) pareciera estar definida exclusivamente por las ganas que tenemos de encontrarles posturas políticas o “ideas” (que los espectadores de a pata medio les rascamos, como se puede, en exégesis que solemos hacer ya a salvo de su disfrute, por ejemplo, en una taquería), me entusiasma que tanta gente se enorgullezca de haberse puesto a echar lagrimones con Coco, en la mejor tradición de la kátharsis aristotélica. Porque Coco no es repensamiento ni deconstrucción ni denuncia (convenientemente anacrónica) del papel de Leopoldo II en el Congo o de los nefastos manejos del difunto licenciado Ojeda Paullada. No creo que haya nada menos proclive a los análisis sobreintelectualizados que un cuento de abuelitas, espantos y panes de muerto. Aunque, al teclear esto, me doy cuenta de que seguramente habrá ya una batería de análisis sobreintelectualizados lista: Coco leída desde los ismos; Coco interpretada desde la coyuntura de la renegociación del TLC; Coco revisada por antropólogos de esos que Disney no contrató para asesorar y que seguro le encuentran ochocientas fallas imperdonables a su hermenéutica de lo mexicano. A ver: no tengo nada en contra de los análisis sobreintelectualizados. Faltaba más. Los aprecio tanto como cualquiera. Son la base de nuestra cultura crítica y así hay que reconocerlos y celebrarlos. Una aproximación inteligente a una obra no puede prescindir de la posibilidad de mirarla (y entenderla) desde cualquier ángulo capaz de iluminarla de algún modo. Y por eso, en manuales, tratados, ponencias, papers y demás, hemos visto al Pato Donald desentrañado como heraldo del capitalismo salvaje; a Speedy González estudiado como avatar de la discriminación contra los latinos en EU; a Mad Max (la nueva) entendida como parteaguas de la presencia protagónica de mujeres en películas de acción (aunque hubiera muchas e importantes desde 30 años antes, como en Alien o Terminator: lo mismo da). Sólo que a veces esas cataratas de erudición y astucia exceden tan notoriamente al objeto de estudio que lo que deviene es pura perogrullada (el pene como símbolo fálico, digamos) o puesta en práctica de un odio visceral que precede a la revisión (Chespirito examinado como elemento regresivo en el imaginario político latinoamericano porque nos parece un tarado). Quizá la super-interpretación y el uso de profundas herramientas teóricas se justifiquen en un estudio general sobre la evolución de las películas animadas (con especial acento en las de los estudios Disney, como es el caso) desde la visión del mundo colonialista y tradicional que representaban, y que en su tiempo conformaba la corrección política al uso, hacia una visión “incluyente”, “tolerante” y sintonizada con la corrección política de nuestros tiempos. Y todo para seguir haciendo millones y millones. Eso sí que quisiera leerlo. Pero una reseña posestructuralista sobre una mera cinta (que acá anda levantando lodo, sí, pero que ni siquiera ha sido estrenada en el resto del planeta) me parecerá, ay, un exceso. Y como la desproporción entre las herramientas de análisis y el objeto analizado lo único que produce es que se pongan en escena ideas y conceptos que el analista tenía desde mucho antes de ver la cinta y que hicieron que fuera un gesto inútil contemplarla (si uno transita por una obra y todo sigue igual, no parece tener sentido decir nada al respecto), prefiero, por mucho, las confesiones lloronas. (Agregado o pegote: yo lloré un poco con el final de La grande bellezza, de Sorrentino, y ya no sé si califico como público de a pata por tener reacciones aristotélicas a estas alturas o como esnob de tomo y lomo, porque era película “de arte”: total, no hay modo).
Imagen de portada: Fotograma de La grande bellezza, de Paolo Sorrentino, 2013.