Célio había logrado darse a conocer y entraba por la puerta grande a muchos lugares de la ciudad. A pesar de su saco desgastado y de sus zapatos, cuyo cuero resistía solo gracias a la capa de cera con que los boleaba cada mañana, había logrado darse su lugar. Desde hacía tiempo había dominado el arte de la palabra precisa en presencia de secretarias quisquillosas y recepcionistas malencaradas. Aunque de estatura más bien mediana, tendía a levantar el mentón lo más que daba, con lo cual crecía su buen medio centímetro y asumía un aire de gran señor. Además, poseía el don de producir frases fuera del alcance de inteligencias comunes, de modo que los interlocutores se sentían enseguida como viles cucarachas y se despertaba en ellos el deseo urgente de presentarles este personaje tan augusto a sus directores ejecutivos. Aunque aún no le hubiera llegado su hora, Célio estaba convencido de su superioridad en no pocos ámbitos.
El ascensor se detuvo en el piso dieciocho con un tintineo elegante. Una secretaria de pechos puntiagudos anunció a Célio con el gerente general.
—En el ánimo de acudir en auxilio de los desheredados de la ciudad, apelamos a su sentido de la solidaridad…, etc., etc. —Célio pronunció el resto de su discurso con esmero.
Era el tercer comunicado de la jornada. Casi siempre el mismo. Y, como prácticamente cada vez, su estómago vacío puntuó el final de la frase con un gruñido interminable. El joven estaba harto de arrastrar su miseria de oficina en oficina. Y es que Célio Matemona, alias “Célio Mathématik”, era presidente, gerente general y único empleado de una ONG debidamente registrada ante la instancia ministerial correspondiente. Gracias a esta pequeña estructura lograba acercarse a ministerios, paraestatales y grandes empresas para recibir donaciones que depositaba a nombre de una institución católica, la congregación a la que pertenecía alguien a quien apreciaba sobremanera: el padre Lolos, su mentor y benefactor. Mientras esperaba a que despegara su auténtica carrera, cuya naturaleza en realidad no había definido aún, Célio había creado esta ONG para ayudar a sus hermanos huérfanos y discapacitados físicos. Por solidaridad, sí, y también para sostener la labor del padre Lolos, con quien estaba eternamente agradecido.
—Podrá contar siempre con nuestro apoyo, señor Matemona. Que no se diga que nuestros bancos son menos generosos que otros.
Las palabras llegaron acompañadas por su correspondiente cheque. Con el paso del tiempo, Célio había dejado de percibir esa sensación de victoria que se había producido las primeras veces en que sus peticiones se vieron coronadas por el éxito. Dobló cuidadosamente el pedazo de papel, lo guardó en su portafolios y se despidió dando las gracias.
Ya de vuelta en el bulevar, al salir del aire acondicionado del edificio, el calor lo envolvió como una capa de ganga. Debían de ser unos treinta minutos después del mediodía. En el horizonte, al final del bulevar, las reverberaciones del sol hacían bailar las figuras como si fueran el electroencefalograma de un esquizofrénico en pleno delirio. De todas las superficies reflejantes parecía escurrir mercurio. A Célio le dolían los ojos, pero sobre todo tenía hambre. Su estómago vacío le provocaba ilusiones ópticas. Lo cual no le impedía escudriñar las siluetas de las numerosas secretarias, hermosas y elegantes, que disfrutaban de su descanso. También tenía sed. Pensó en el padre Lolos y consideró que sería buena idea pasar a visitarlo y aprovechar para entregarle los cheques que había recolectado los últimos días. Se encaminó hacia la parada de los transportes que iban hacia el vecino distrito de Kintambo, abarrotada por la multitud que esperaba su ruta. Tuvo que forcejear para lograr subir al microbús. El vetusto vehículo soportaba el peso de al menos treinta personas. Los más afortunados iban apretujados en una tabla colocada sobre dos ladrillos, los que iban de pie hacían gala de flexibilidad plegándose bajo el techo de la unidad, mientras que los más audaces viajaban por fuera, colgados de la carrocería, que se inclinaba peligrosamente hacia el lado derecho. El vehículo arrancó con una fumarola y se abrió paso zigzagueando entre la circulación frenética del bulevar.
Pronto llegaron a la glorieta de Kintambo-Magasin, entronque de las desviaciones hacia los distritos de Bandalungwa y Binza, donde los vehículos se disputaban el derecho de paso entre la muchedumbre. Célio siguió a pie el camino hasta el seminario Jean XXIII. En cuanto entró en el recinto, que se extendía hacia atrás de una iglesia de ladrillo rojo, respiró la paz y la tranquilidad propias de los lugares de recogimiento y meditación. A Célio le encantaba ir al seminario, no solo por ver al padre Lolos, sino también por la atmósfera que se respiraba ahí. Al frente, una serie de habitaciones de un solo nivel formaba un patio interior con una fuente rodeada de plantas suculentas que refrescaban agradablemente el aire. En la parte de atrás, una sucesión de construcciones constituía los salones y dormitorios. Al fondo, del lado izquierdo, se extendía un huerto que se perdía en el horizonte y estaba poblado en ese momento por seminaristas tocados con sombreros de paja y armados de layas y rastrillos. Célio se dirigió hacia la construcción de la derecha, donde sabía que encontraría al padre.
El padre Lolos era profesor de matemáticas y también enseñaba un poco de filosofía. Había conocido a Célio en Lubumbashi, en la provincia de Katanga. Había comenzado a interesarse por el joven cuando tenía unos doce años. Desde el inicio de sus estudios secundarios, el padre había detectado grandes capacidades de análisis, deducción y lógica en ese pequeño con aspecto de adulto serio. Comenzó a darle seguimiento a su formación a partir de este interés y esta curiosidad, que más adelante se convirtieron en un auténtico afecto que lo unió al adolescente. Lolos le envidiaba el espíritu vivaz que disimulaba detrás de una apacible soberbia. Aunque no tenía la serenidad de su protegido, sí compartía su mente clara, capaz de captar el funcionamiento de las acciones e interacciones, apta para comprender los arcanos inextricables de las matemáticas.
El joven percibió estallidos de voces que procedían de atrás de una de las muchas puertas que daban al patio interior. Un seminarista aterrorizado salió del despacho farfullando disculpas.
—¡Fuera de mi vista! —vociferaba Lolos—. ¿Quién crees que se va a tragar esas estupideces? ¡Mocoso despreciable! ¡Ni siquiera puedes resolver una ecuación de segundo grado! —el padre a veces se dejaba llevar. Tenía lo que se suele llamar un carácter fuerte. En ese momento se dio cuenta del visitante—: Célio, hijo mío, ¿qué te trae por acá?
Después de estrechar al joven entre los brazos, se apartó un poco para contemplarlo mejor. Un resplandor iluminó su mirada sombría. A pesar de estar ya entrado en los sesenta, los mechones de pelo negro seguían disputándoles el lugar a los grises. Un rostro que parecía esculpido a machetazos coronaba el físico recio de campesino mediterráneo.
—Buen día, padre. Vine a traer algunos cheques y aprovecho para saludarte.
—No te hubieras molestado en venir hasta acá —dijo el padre Lolos en tono bonachón—. Con lo complicado que está el transporte, hubieras podido depositarlos allá en el centro, en la congregación. Pero, bueno, ¡estoy feliz de verte! Pasa, ¿ya comiste? —el padre no necesitaba escuchar una respuesta por parte de Célio, lo condujo directo al refectorio—. Acomódate aquí —le dijo, señalando una mesa ya puesta. Un platón de pescado con verduras en hoja de plátano y una cama de arroz ocupaba el centro de la mesa. Célio identificó también queso de oveja y unos paquetitos envueltos en hoja de parra, manjares traídos de Grecia. El joven le dio un buen trago al vaso de agua helada que el padre Lolos acababa de servirle. Sintió cómo la frescura del líquido se extendía por todo su cuerpo. Hasta el sudor que le perlaba la frente se refrescó y le procuró un alivio al alma.
—Padre, hace dos días perdí a un amigo. Fue en circunstancias terribles.
Desde que vivía en África, y sobre todo durante los últimos años, el padre Lolos se había acostumbrado a los anuncios de duelo; sin embargo, al ver el semblante de su protegido, percibió que era más grave que de costumbre. Colocó frente al joven el plato que traía en la mano y esperó a que hablara.
—No merecía morir, al menos no así. Se llamaba Baestro. Si has leído los periódicos, sabrás que desde ayer no se habla de otra cosa. Baestro era el último de los desconocidos e hizo falta que muriera para que lo sacaran del anonimato.
—¿Cómo que “lo sacaran”, Célio? ¿Quiénes? —preguntó suavemente el padre.
Célio no supo qué responder. ¿A quién beneficiaba la muerte de Baestro? Ahora que había pasado a mejor vida, como se dice, de pronto se había vuelto un producto codiciado. La víctima perfecta de la violencia, la de la oposición o la del poder, según se viera. Mientras que en vida había sido inútil, o casi, ahora reciclado parecía servir de maravilla.
—Solo rara vez leo los periódicos, Célio. Sabes bien que mi trabajo aquí me absorbe casi todo el tiempo. Sabes también que las historias del mundo no son más que dolor. Por eso tú y yo nos dedicamos a la abstracción.
—Aquí no se trata de conceptos, padre mío, sabes bien de qué estoy hablando.
El padre Lolos trataba de encontrar palabras para consolar a Célio. Sabía que se recuperaría. Ya había pasado por otros dolores, otras desilusiones, esta solo fortalecería su caparazón. El muchacho era como el baobab, cuya madera esponjosa y elástica le permite absorber los impactos de las tormentas, que no hacen sino reforzar las raíces y permitir que el árbol siga creciendo, mucho más que los demás. El viejo padre le habló a Célio de la vida y de la muerte, pero sobre todo de la vida. El joven ya conocía todas estas cosas. Sin embargo, escuchó al padre Lolos, al tiempo que intentaba encontrar entre sus conocimientos algún recurso para volver más abarcable el infinito. Desgraciadamente, no logró imaginar ninguna solución satisfactoria.
Todos los sentidos de Gonzague Tshilombo estaban en guardia. Tenía que sacarles el máximo provecho a los acontecimientos que acababan de suceder en el distrito de Limete. Estaba de pie frente a su enorme escritorio, recargado con los brazos abiertos, analizando los periódicos desplegados como quien estudia mapas del Estado Mayor. Los diarios decían todo lo que él ya sabía. Un muerto y dos heridos graves de entre los seguidores del presidente. El muerto aparecía consignado con datos personales. Consultó un papel con unas notas: Lofombo Bolenge, alias “Baestro”. En el bando contrario había dos víctimas fatales. El balance era gravoso, pero valdría su peso en oro en los días por venir.
Gonzague Tshilombo era director general del Departamento de Información y Planificación, que dependía directamente de la Presidencia de la República. Esta nueva dependencia se había creado en pleno frenesí del proceso democrático. Pese al título y cargo genéricos de “director general”, Tshilombo contaba en realidad con facultades mucho más amplias de lo que parecía. Su función era la de recolectar y difundir información para el interés superior del partido gobernante, utilizando todos los recursos que considerara útiles y necesarios. Solo le rendía cuentas al presidente. En un periodo preelectoral como el que se avecinaba, su papel sería crucial. Si lo habían elegido para este cargo, era por ciertas cualidades de personalidad distintivas y determinantes: su capacidad de sintetizar cualquier situación o acontecimiento complejo, su tenacidad y, sobre todo, su fidelidad a las ideas y a los hombres. Las ideas eran las suyas propias. En cuanto a la fidelidad a los hombres, por el momento se restringía a la persona del jefe de Estado.
Lo que apreciaba el presidente era su rapidez —a veces incluso brutalidad— en la ejecución de estrategias elegantes. Celebraba su imaginación sin límites, oculta bajo una apariencia austera, y su discreción casi masónica. Tshilombo no parecía perturbarse con la lectura de los terribles acontecimientos. Ninguna señal en su rostro revelaba la más mínima emoción. Con un gesto delicado del dedo índice, acomodó el armazón de oro de sus lentes, indicio de que estaba sumido en profundas cogitaciones.
El director general era tan parco en sus gestos como lo era en sus sentimientos. Su silueta de hombre elegante —ese día llevaba un traje claro, de muy buen corte, camisa azul cielo y corbata color malva— rechazaba cualquier gesto superfluo. Se imponía por la estatura. Era a la vez robusto y flexible. Un bigote recortado aportaba el toque necesario de severidad.
En ese momento, su análisis era definitivo: oponentes animados por el odio que los caracteriza habían abatido a sangre fría a tres ciudadanos que estaban manifestando pacíficamente su adhesión a los valores de la República. Un muerto, dos heridos graves. Un héroe caído por la causa en pleno campo de batalla. Él se encargaría de que se supiera. Apretó un botón del pequeño aparato colocado en el escritorio. Se escuchó una voz de mujer.
—Angèle, mándeme a Bamba, por favor.
Ni bien terminó de dar la orden, el suboficial estaba ya en guardia frente al escritorio del director general.
—¿Cuáles son las últimas noticias sobre el militante asesinado? —preguntó Tshilombo.
Bamba rindió su informe:
—Pese al alboroto de la familia, pudimos recuperar el cuerpo, jefe. Se hizo lo necesario esa misma tarde. Cuando la familia llegó a la morgue después del incidente, se le explicó con detalle que el partido siempre se encarga de cuidar a sus hijos, incluso en la muerte.
Gonzague Tshilombo desechó el comentario con un gesto de la mano.
—Sí, sí, sí… ¿Y qué más?
Bamba continuó, algo molesto.
—La tía de Lofombo Bolenge, alias “Baestro”, pasó por la sede del partido oficial y armó un escándalo. Amenazó con ir a llorar a su sobrino todos los días si no se le entrega el cuerpo. Jefe —agregó, nervioso—, la señora se arrancaba los cabellos ¡y hasta amenazó con desenrollarse el vestido para maldecir a todos!
—¡Bueno, ya basta! —lo interrumpió Tshilombo—. Me voy a encargar de la tía esa. ¿Era la única familia que tenía la víctima en Kinshasa?
—Para nada, jefe. Hice una pequeña indagación en el hospital y, al parecer, estuvo acompañado hasta el final por alguien que desapareció. No cuento con su identidad.
—¿Ya es todo?
—¡Afirmativo!
—Bueno, ahora déjame solo.
Bamba giró sobre los talones en una media vuelta perfecta y salió de la oficina.
“Está todo listo para los funerales del mártir, serán grandiosos”, pensó el director general del Departamento de Información y Planificación. Lo más importante era que nadie hiciera olas. Iría personalmente a visitar a la dichosa tía. Tomó otra hoja de papel del escritorio y leyó: Bokeke Iyofa, nacida en la ciudad de Boende el 24 de abril de 1951; estado civil: viuda; profesión: conserje.
“Apología de la sustracción”, de In Koli Jean Bofane, extracto de Matemáticas congolesas, © In Koli Jean Bofane, 2008 © Elefanta Editorial, 2023.
Imagen de portada: David Nii Quaye, Pintura africana, 2023