La obra más conocida del antropólogo Horace Miner, Body Ritual Among the Nacirema (1956), parodia su propio oficio al referirse a los nacirema: un pueblo de rituales arraigados, tan guiados por el pensamiento mágico que sorprende su prolongada supervivencia. El distanciamiento antropológico revela el etnocentrismo desde el cual América (Nacirema, american al revés) observa al resto del mundo. Con la misma extrañeza, la industria editorial se relaciona con los autores latinx que escriben en Estados Unidos. Latinx es un término que da cuenta de la diversidad de posiciones, alianzas y tensiones entre autores iberoamericanxs y sus descendientes que en Estados Unidos escriben en español, inglés u otras lenguas. Dentro de esa identidad contingente, las influencias literarias adquieren otros cauces, dialogan, se contaminan entre sí. La terminación en -x denota, además, una demanda por la abolición del binarismo de género, que suele favorecer a los hombres. Desde los primeros exilios que siguieron a los movimientos de independencia en el continente hasta las más recientes migraciones centroamericanas, la literatura latinx ha construido un canon complejo y no suficientemente valorado. Nicolás Kanellos, fundador de Arte Público Press (la editorial más grande y antigua de voces latinx), clasifica este universo en tres categorías: literatura nativa, de inmigración y de exilio. La cantidad de autores, estilos, temas y posiciones políticas es amplísima, desde la beligerancia de las anarquistas del siglo XIX —como la puertorriqueña Luisa Capetillo, o filósofas chicanas como Gloria Anzaldúa y Chela Sandoval—, hasta escritores más actuales, como Daniel Peña, autor de Bang (2018). La UNAM, institución que tiene varias sedes en EE. UU. y es consciente de la riqueza literaria de esta comunidad, me invitó a coordinar una conversación sobre este canon. Llevo tres años viviendo en Texas y, aunque no me considero latinx, me he acercado lo suficiente para aprender más de esta literatura, que nos habla de un presente marcado por las migraciones y los desplazamientos poblacionales. Platico al respecto con cuatro escritoras: dos latinoamericanas que viven o han vivido en Estados Unidos, Patricia Coral, de Puerto Rico, y Judith Santopietro, de México; y dos latinx, Myriam Gurba, chicanx, y Jasminne Mendez, afrodominicana. Desde 1988 cada año se celebra, del 15 de septiembre al 15 de octubre, el mes de la latinidad en el país norteamericano. En 2020 este evento ocurrió a la par de la campaña presidencial y la especulación sobre hacia dónde se inclinaría el voto de la minoría más grande del país: más de 60 millones de latinx. Desde la sede virtual de la UNAM, San Antonio (a.k.a. las aguas internacionales del Zoom), discutimos sobre si es posible generar vínculos continentales como lo soñó alguna vez José Martí (autor latinx de exilio) o si ese ideal decimonónico ha caducado. Myriam Gurba, autora de la memoria Mean (2017), tiene una relación tensa con el término latinx; le reconoce potencia para crear alianzas, pero le incomoda la respuesta de los latinxs hacia el movimiento Black Lives Matter: “Cuando iba a México con mi familia, la discusión racial era tabú; la crítica se reducía a la lucha de clases en lugar de reconocer que en el capitalismo raza y clase se perpetúan mutuamente”.
Para ella la especificidad ayuda a refinar la política, se identifica como chicanx para señalar su herencia mexicana pero también que se encuentra “atorada” del lado norte de la frontera. También Jasminne Mendez, autora de Night-Blooming Jasmin(n)e (2018), se ha distanciado del término “por la antinegritud de la comunidad latinx”. Ella sigue trabajando en cómo relacionarse con las diferentes vertientes que conforman su identidad:
Cuando vamos a un restaurante, a mi esposo mexicano le hablan en español y a mí en inglés. Cuando me subo a un coche soy una mujer negra; no importan los idiomas ni los grados que tenga, si me detiene un policía tengo más posibilidades de morir que casi nadie más.
Judith Santopietro, quien recientemente publicó el libro Tiawanaku. Poemas de la Madre Coqa (2019), señala que el idioma no es definitorio de la identidad, pues poblaciones enteras han perdido sus lenguas maternas, ella misma desde hace algunos años recupera el náhuatl de sus abuelas.
Para ella, el término latinx puede ser estratégico, pero corre el riesgo de borrar el mapa multilingüístico que existe en EE. UU.: tan sólo en Nueva York se hablan catorce lenguas indígenas. He ahí la importancia de crear proyectos bilingües como lo hace su editorial Orca Libros, o incluso multilingües. Patricia Coral, también gestora cultural, considera que al referirse a Latinoamérica o incluso a lo latinx con frecuencia se deja fuera la experiencia particular del Caribe. Actualmente prepara un poemario sobre el huracán María y resiente la actitud colonizadora sobre su propia isla:
Cuando escribo en inglés quiero atraer atención a problemas de mi país, como la cantidad de gente que murió por el huracán. Sin embargo, el español en Puerto Rico es uno de los últimos bastiones de resistencia a la invasión estadounidense.
Ella se formó en el canon de la literatura eurocéntrica masculina, pero ahora lee principalmente a mujeres caribeñas, como Mayra Santos Febres: “Cuando me mudé a EE. UU., ya de adulta, la transición a la literatura en inglés la hice por las escritoras afroamericanas”. Judith creció con la historia oral de sus tías y sus abuelas sobre seres fantásticos de la montaña. Reconoce entre sus influencias más recientes a Irma Pineda, Mikeas Sánchez y en particular una antología que lleva a todas partes: En esa redonda nación de sangre: Poesía indígena estadounidense contemporánea (2011).
La primera vez que Jasminne entró en contacto con un libro latinx fue hasta la secundaria, con When I was Puerto Rican (1993) de Esmeralda Santiago.
“Era lo más cercano a mi cultura que había leído. No se enseñaban autores latinxs y mucho menos afrolatinxs en la escuela; estos últimos terminaban en muchos casos asimilándose a la literatura afroamericanana”. Buscando libros en los cuales reconocer su propia experiencia, descubrió la antología de Nuyorican Poetry (1975), con autores como Miguel Algarín, Pedro Pietri, Miguel Piñero: “Leí ese libro diez mil veces, ellos me introdujeron a la poesía performativa”.
Sin embargo, sigue identificando su voz en la literatura afroamericana que creció leyendo: Langston Hughes, Maya Angelou, Lucille Clifton. Myriam Gurba no tuvo ningún acercamiento a la literatura latinx ni latinoamericana hasta la secundaria. Sin querer, en un examen se encontró con un fragmento de The House on Mango Street (1983) de Sandra Cisneros, unos de los clásicos y de los libros más vendidos del canon.
En cambio, desde niña gravitó en torno a escritoras negras como Zora Neale Hurston; de su libro Their Eyes Were Watching God (1937) le cautivó la forma en que viaja del lenguaje vernáculo a uno tan formal que suena casi bíblico, “las mujeres negras me abrieron la puerta”.
Durante la ostentosa promoción del thriller American Dirt (2020) de Jeannine Cummins, que Oprah Winfrey había catalogado ya como “un nuevo clásico americano”, Gurba (entre cientos de escritores más) criticó la forma en que la novela, escrita por una mujer blanca, se apropia de las historias de los migrantes para perpetuar estereotipos. El título de su artículo habla por sí mismo: “Pendeja, You Ain’t Steinbeck: My Bronca with Fake-Ass Social Justice Literature”. Cuando sale el tema durante nuestra conversación, Myriam en modalidad diplomática dice que el mercado extrae historias de comunidades migrantes pero no quiere que sus protagonistas las escriban:
A la industria editorial no le interesa cambiar. Su respuesta a la crítica ha sido ponernos un lugar en su mesa, asumiendo que las estéticas y las políticas anglo son la norma a la cual aspirar. Ya no estoy interesada en esa mesa, porque no repudia el supremacismo blanco que la constituye. Quiero mi propia mesa.
La idea de tener una mesa propia fue impulsada también por feministas chicanas en los años sesenta y setenta. Patricia, que trabaja en conseguir financiamiento para iniciativas literarias, coincide en que esa necesidad sigue vigente: “Las minorías nos hemos convertido en un check mark dentro de las solicitudes de fondos”. Jasminne dice: “no sólo hay que crear nuestra propia mesa, hay que quemar la otra mesa”. Ella ha creado iniciativas como Tintero Projects para darle una plataforma a escritores latinx:
La industria dice querer voces latinxs, pero buscan trauma porn. Nosotros no sólo somos nuestra angustia, tenemos más que decir, no todos somos iguales y tampoco somos una cuota. Nos buscan durante el mes de la latinidad, pero nos ignoran el resto del año.
Pareciera que la industria cultural opera con la misma mirada antropológica que parodió Miner en su texto sobre los nacirema. Al pensar en una comunidad latinx unida, Gurba, Santopietro, Coral y Mendez cuestionan lo que enmarca esa idea: si se trata de una latinidad blanca, ellas no están interesadas. Chela Sandoval, filósofa chicana, propone buscar alianzas mediante la diferencia, una suerte de ciudadanía guerrillera en la que las subjetividades se encuentren en modo de improvisación. Plantea crear espacios para las contradicciones del sujeto insurgente. Esta idea toma cuerpo en la obra de estas cuatro escritoras. Lo más valioso de pensar en la naturaleza inestable de quien vive en una frontera cultural es que como humanidad nos acercamos cada vez más a ese estado. La historia de la literatura latinx en EE. UU. es una de desplazamientos, exilios y migraciones: narra la dinámica del mundo contemporáneo. Nos precipitamos hacia la aceleración de la diferencia, la constante transformación de las identidades que son cada vez más específicas; esto obliga a relecturas constantes de la historia. José Martí luchaba por la independencia de Cuba desde Nueva York, por la unión de América como continente a partir del español; hoy no estamos pensando en naciones monolingües, sino en la lucha global por el respeto a la singularidad: la posibilidad de coexistir sin ser definidos ni homogeneizados.
Imagen de portada: Gilda Posada, Oda a Gloria Anzaldúa, 2017