Todavía estoy aquí dentro. Aunque, mientras escribo coloco la punta del pie en el umbral del balcón. Escribo así con la punta del pie buscando el rayo de sol y la calle. Todavía estoy aquí dentro, pero fantaseo con los escenarios posibles del último día de nuestra vida en el vientre de la ballena. En el interior del submarino. Somos adultos, casi algo más que adultos, empezamos a ser —eufemísticamente— personas mayores y ya no podemos permitirnos el lujo de que nos roben un día o un mes del calendario. Marzo, abril, mayo. Empezamos a ser —eufemísticamente— personas mayores, pero inventamos juegos para justificar el paso de las horas. Hemos sido astronautas en una misión venusina. Tripulantes del Nautilus. Náufragos de una isla desierta que evalúan sus recursos, los materiales de su despensa, para no tener que salir a cazar, exponerse, a tontas y a locas: preparamos minutas para las comidas semanales como en los comedores del colegio. Vamos a aprovechar nuestra latita de atún para preparar una ensalada con patata cocida y huevo. Plato único y, de postre, media naranja. Otras veces, jugamos a ser personas del muy primer mundo —¿jugamos?, ¿a qué viene ese cinismo o tal vez esa soberbia?—, somos señoras y señores y , lo que es peor, tiernos infantes, asexuados y rechonchitos, a consecuencia de la ingesta desmedida de bolas de queso, snacks y refrescos azucarados. Es decir, nos convertimos en los protagonistas humanos de Wall-E: hemos fingido que vivíamos en un satélite con todas las comodidades de los centros comerciales y que estábamos ahí, protegidos de las emanaciones de una luna roja, por mamparas de metacrilato y burbujas de plástico transparente. Como un regalo valiosísimo o una horrenda figurita de porcelana. Aquí, sin embargo, el aire es más puro que nunca. El cielo brilla con un azul impoluto y a veces Klein. Los pajaritos cantan, las nubes se levantan y asistimos a desfiles de patos escapados de los estanques de los parques. Nadie les tira migas y ya no temen la velocidad giratoria de las ruedas de los coches… “¿Jugamos hoy a los neandertales?”, me oigo proponer. Entonces un hombre sexagenario y una mujer en la cincuentena se meten bajo una manta de falso pelo de falso animal y fingen encender el fuego. Junto a ellos, se recuesta una gata metamorfoseada en felino impresionante de colmillos hipertróficos. Previamente, los neandertales, en un gesto extrañísimo, completamente innovador en su historial kinésico, han rociado la manta y las zapatillas de andar por casa con alcohol de 96 grados. Quizá sea hermoso que un hombre sexagenario y una mujer en la cincuentena recuperen las ganas de jugar. No me refiero al póquer o al cinquillo, sino de jugar a ser otra y otro en la impostura y el entretenimiento; dar con un nuevo aprendizaje en el disfraz. Como los hombres pequeños que se pintan la cara y proponen: “¿Jugamos a que éramos los indios?” Nosotros, aquí, en la jaula, también hemos sido tórtolas y heroicos blanquitos con revólveres y mujeres que preparan café y gachas, atrincherados en el fuerte, para que los apaches no les arranquen la caballera de cuajo: “Charlie, por el amor de Dios, no te arriesgues demasiado”. Por supuesto, también hemos visto películas como las personas normales —cine clásico, sobre todo— y de ellas hemos sacado muy buenas ideas para transmutar nuestras identidades en las de presidiarios y duras mujeres que no se dejan violentar entre las cuatro rejas que las aprisionan. Hemos leído en voz alta poemas de Marcos Ana, el preso político que pasó más años en una cárcel franquista. Hasta Kennedy y Fidel Castro se pusieron de acuerdo para rogar por su liberación. “Decidme cómo es un árbol”, escribió el preso poeta. Ahora yo tengo problemas, síntomas de una sensorialidad y de una memoria perturbadas, para recordar la textura de la piel de los seres que quiero. La suavidad extraterrestre de las manos de algunos amigos, la calidad casi líquida de la piel de la cara interna de los codos de mi madre, la aspereza de algunas mejillas adolescentes y viriles. Todos nuestros juegos han sido un pacto tácito superpuesto al orden de la pandemia y al orden de la necesidad perentoria de proveer la cueva de todo lo necesario. Porque mientras jugábamos a Rapunzel en la torre, al reino del hechizo dormido de la bella, a la criogenización de Walt Disney y a las mujeres emparedadas de María Zayas, seguíamos trabajando —mucho más por mucho menos— para conservar el espejismo de la economía, el trabajo productivo, la acumulación de monedas que no podemos usar para hacer la compra porque están llenitas de microbios. Mi marido baja al supermercado con su tarjeta de crédito. También lleva una mascarilla, unas gafas y unos guantes de látex como los de los forenses de las series de televisión. A la vuelta, somos presos y princesas enjauladas y pajaritos, mientras desinfectamos los envases plastificados y los golletes de las botellas de cerveza que, después, beberemos a morro. No podemos renunciar a todas las viejas costumbres que, en realidad, nos recuerdan los tiempos en que éramos jóvenes y besábamos una, dos, tres bocas distintas durante la misma fiesta. No teníamos en consideración el poder luctuoso de los gérmenes ni el desinfectante poder de la lejía y otros super-productos de limpieza. Moriremos tal vez de una inflamación pulmonar o envenenaditos por los vapores de las sustancias limpiadoras. En la casa, vivimos diariamente una superposición de fantasía y realidad, pero, a diferencia de Borges, sabemos que la realidad sí existe, no es el sueño del sueño de alguien que está soñando, la realidad sí existe y nos obliga a quedarnos en casa, a olvidar la textura de la piel de los seres queridos, a no hacer de todo esto una tragedia, a conservar la alegría, el rigor y la fuerza porque vamos a necesitarlos pronto para poder asimilar lo vivido el día de después. Pegar los trocitos de los restos del naufragio. Cuando la ola haya pasado, habrá mucha más gente pidiendo en la calle y ya no podremos dar limosnitas ni hacer caridades, porque habrá tanta gente con hambre en la calle, que las desinfectadas monedas de nuestros monederos no serán suficientes y los hambrientos puede que tengan derecho a mordernos los muslos y los entresijos. Los chinchulines. O quizá seamos nosotros y nosotras el grupo de caníbales. Así que cuando pongamos el pie en la calle, no se tratará de ser solidarios ni de jugar a la beneficencia para que las ruedas dentadas y las tuerquitas de un mundo mal hecho sigan gira que te gira, para que el reloj y las máquinas tragaperras sigan funcionando a full. Lo urgente será sentirse parte de la carne golpeada. Escribo estas cosas para no olvidarlas. Son importantes. Escribo estas cosas para que la felicidad-niebla, una hipótesis, del desconfinamiento me deje ver lo que sucede bajo el asfalto o en las alcantarillas de las grandes urbes del cosmos. Así que en casa jugamos los juegos esperando la hora de salir y prevemos todos los escenarios posibles. Puede que, dentro de unos días, al poner el pie en la calle me desvanezca como una duna tras ser golpeada por el viento. Puede que me desmaye. Puede que contraiga la maldita enfermedad u otra distinta. Puede que extienda la mano para que alguien coloque sobre ella una moneda. Puede que el sol me deslumbre y me descomponga por mi evanescente piel papelina de vampira. Puede que grite. Puede que una arcada me llegue desde la profundidad del estómago o que sienta que pierdo equilibrio, pie, orientación. Puede que grite de felicidad o que un miedo incontenible me devuelva, escaleras arriba, en carrera frenética, hasta el vientre de mi casa, hasta ese punto exacto de los ejercicios de pilates en que el ombligo conecta —toca— con la columna vertebral. Y que en el intestino delgado de mi casa me acurruque como una lombriz. Llevo aquí cuarenta y nueve días exactos. Los he contado uno a uno, gracias a las marcas, redondas y doradas, que he ido dibujado en mi agenda, porque he perdido todas las habilidades de cálculo. Ya no sé ni sumar ni restar. Puede que ese olvido y esa ignorancia sean intencionados. Una estrategia para sobrevivir.
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Imagen de portada: Fotograma de Filibus, Mario Roncoroni, 1915. Dominio público.