Como muchos lectores, me aficioné con Julian Barnes hace cuarenta años cuando leí El loro de Flaubert (1984) y, como algunos otros lectores, no he querido regresar a ese libro por temor a la decepción. En cambio, tomé la costumbre de leer sus novedades, casi todas, a pesar del sabor agridulce que me producían con frecuencia. Disfruté de El sentido de un final (2011), novela memoriosa y ajuste de cuentas donde se habla, entre otras cosas, del “giro ritual a la derecha” propio de cierta edad madura. En cambio, El ruido del tiempo (2016), una especie de “Shostakóvich para principiantes” escrito para ahorrarle al público las lecturas de las muy especiosas y apasionantes biografías del compositor soviético, comprensiblemente me decepcionó y hasta dejé una nota quejumbrosa. He hecho un último intento con Elizabeth Finch (2023) y estas son mis conclusiones.
La novela de Barnes está escrita dentro del noble género que atiende a las relaciones entre el maestro y el discípulo, tema que ha motivado sesudas reflexiones de Allan Bloom y George Steiner, y un sinfín de novelas como Elizabeth Finch, donde un hombre sin atributos se enamora platónicamente de una profesora dizque muy excéntrica y, gracias a un hermano obsecuente, se hace de sus papeles para custodiar —una vez fallecida la señora— su memoria. No quisiera pecar de anglófobo —nadie en la pérfida Albión me ha dado motivos para ello— pero creer excéntrica a madame Finch es un abuso de confianza. No es un personaje muy interesante, la verdad. Es una solterona arrobada por el emperador Juliano el Apóstata y firme creyente en que el mundo, como el Perú, se jodió un buen día, en este caso, cuando la humanidad acabó por entregarse a la religión levantina del Nazareno. Esa opinión suya, filtrada a la prensa amarillista londinense en un momento de ociosidad entre los periodistas, le causó a Elizabeth Finch un barrunto de escándalo que amenazó con “cancelarla”. Creí que en ese momento arrancaría impetuosa la novela de Barnes. Pero la cosa no pasó a mayores y Elizabeth Finch, tampoco.
No tenía Barnes por qué esforzarse demasiado en el retrato de Elizabeth Finch puesto en manos de Neil, el álter ego, porque la figura del llamado Apóstata es tan apasionante que llena cualquier novela y como tantos profesores universitarios, ella supo transmitir su pasión, con elocuencia, a un grupo no demasiado numeroso de prosélitos. Por ello, Elizabeth Finch se deja leer.
Barnes tiene la suficiente cultura, experiencia y hasta erudición para inventarse a Elizabeth Finch como autora de inquietantes comentarios sobre Juliano, mismos que completa o refuta su admirador, llenándonos de curiosidad por ese personaje de transición (a diferencia de otros héroes, vaya que merece esa calificación). Corro entonces, por curioso, a la pantalla y busco la nueva biografía del Apóstata citada con autoridad por el novelista británico y compruebo que como Barnes, Elizabeth Finch y Neil, su exegeta, he leído las biografías noveladas del fracasado restaurador del paganismo publicadas por Dmitri Merezhkovski (en 1896 como parte de una trilogía) y Gore Vidal (en 1964).
Leemos en Elizabeth Finch:
Hasta ahora me he venido refiriendo al cristianismo (igual que EF) como un monoteísmo. A fin de cuentas es así como lo vemos ahora. Pero para los helenistas, el cristianismo era politeísta, porque incluía un Dios trino: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Una concepción que perduró en la Inglaterra del siglo XVII: véase la crítica de “Juliano” Johnson al “politeísmo” del catolicismo romano.
En principio, nada tengo contra lo derivativo, sea en crítica o en ficción, porque toda prosa lo es, al menos metodológicamente, y hasta le agradezco a Barnes que haya refrescado mi “julianoelapostatalogía”, porque gracias a él ahora sé que nada menos que Henrik Ibsen escribió un drama de imposible representación (sus dimensiones son colosales) titulado Emperador y Galileo (1873), mismo que me he propuesto leer al descubrirlo sepultado en uno de los tomos de las obras completas de Aguilar que en buena hora expropié de la biblioteca familiar.
Quedo en deuda con Barnes por haber copiado para mí las doctas opiniones de Michel de Montaigne, Edward Gibbon y Ernest Renan sobre Juliano; me entero, con obvio disgusto, de que el Apóstata tuvo entre sus admiradores cumplidos a Adolf Hitler, que hacía sacrificios de animales para los dioses en proporciones aterradoras y que fue tan cruel como tolerante, pues a la ocasión la pintan calva. Finalmente, el muy decadente poeta Swinburne terminó de atribuir a Juliano la frase agónica de “Galileo, tú venciste”. Barnes acota, a través de Neil, dentro del texto:
La frase aparece por primera vez en la Historia eclesiástica de Teodoreto, escrita aproximadamente un siglo después. Es una brillante invención, aunque, por otra parte, los historiadores pueden ser también novelistas excelentes.
La traducción del verso que hace Inga Pellisa no me gusta, y el comentario final de Barnes, tampoco. Es un poco necio. Es decir, Barnes me proporcionó un servicio y, por qué no, un rato de curiosidad casi absorta, pero ello se debe a su apropiada elección de tema histórico y biográfico, y no a ninguna gran virtud de Elizabeth Finch, su novela. Si a alguien hay que darle las gracias es a Juliano el Apóstata menos que al autor de El loro de Flaubert. Y ahora que murió Milan Kundera cabe recordar, con él, que una novela es una obra de imaginación antes que ninguna otra cosa. Si esa imaginación requiere para nutrirse del perro mundo (y vaya que las batallas en las que el nuevo cristianismo se fue imponiendo a lo largo de los siglos lo fueron), bien está. La muerte de Virgilio (1945), de Hermann Broch, es uno de mis ejemplos preferidos al respecto. Sí, todo lo que tenga que ver con el autor de la Eneida es apasionante, pero afirmar que la de Broch es una novela histórica es una imprecisión (y algo ocioso de decir, si he de ser franco) porque en su navegar por la mente en agonía del poeta mantuano, absolutamente libre (aunque esa libertad tenga sus ingredientes librescos), está su genialidad. Por ese acto de invención la de Broch es una grandiosa novela, escrita en un lenguaje portentoso y brujo, y no porque se trate de Virgilio y el emperador César Augusto. Son, uno y otro, sujetos de interés, qué duda cabe, para novelar, pero en sí mismos no ofrecen ninguna garantía de verdad novelesca, tan a menudo opuesta al éxito comercial.
Así que he tomado una decisión de consecuencias diminutas, la de no volver a leer a Julian Barnes. Gracias por todo, amigo, desde tu Flaubert hasta tu Juliano el Apóstata. Pero tengo pendiente de leer muchos libros, como todos mis lectores, así que la próxima vez que aparezca ante mis ojos una novedad tuya, me iré a otra cosa; dejaré de procrastinar la lectura de La vorágine (1924), de José Eustacio Rivera. Por ejemplo.
Inga Pellisa (trad.), Anagrama, Barcelona, 2023
Imagen de portada: Julian Barnes en el Festival literario de Tallin, 2019. Fotografía de ©WanderingTrad