La fotografía es el advenimiento de yo mismo como otro: una disociación ladina de la conciencia de identidad. Roland Barthes
Ante el espejo nuestra unidad se divide: todos los días observamos la imagen que nos devuelve el azogue y se mueve con nosotros. Existen múltiples relaciones entre el reflejo y la fotografía; sin embargo, una de sus diferencias es que esta última tiene la característica de lo estático y permite la observación quieta del instante capturado. En el autorretrato, el fotógrafo —el que mira— y el sujeto a retratar —el que es mirado— parecieran fusionarse en uno solo, pero también podría pensarse que es el mismo sujeto el que se divide. Esta división genera, a su vez, un simulacro, una puesta en escena que el artista quiere mostrar a los otros y a sí mismo; encuadra, posa y aparece materializado su alter ego. En los autorretratos de Maya Dagnino, las imágenes proyectan una fragilidad que se divide en múltiples sentidos; la artista toma en un único gesto el papel de fotógrafa y el de fotografía. El reflejo en algunas de las imágenes no es estático y se traduce en representaciones del movimiento y la acción del cuerpo, o bien la inmovilización del mismo para ser observado con detenimiento, ahí en donde se proyectan huellas y marcas de la piel que vislumbran las cartografías de una identidad que recorremos con la mirada y que la misma artista descubre: vuelve consciente lo que su cuerpo expresa. Los encuadres seleccionan las partes y los fragmentos que la conforman; aunque no todos pertenecen al organismo: algunos son pequeños objetos inanimados que participan en la composición y hacen contacto con el cuerpo desnudo y vulnerable, unas veces para ocultar y otras para desaparecer, dejando una huella de lo que estuvo presente. Los elementos inanimados que aparecen en las fotografías hacen ver el elemento del juego y su sentido; si bien la artista los seleccionó, la forma en la que interactuó con ellos fue una improvisación, una evidencia del accidente. Anteriormente, la fotografía podía pensarse como un oficio que requería una planeación, encuadres estructurados y largos tiempos de exposición; desde entonces y a lo largo de la historia, el uso del accidente o error ha ido formando parte del quehacer fotográfico, como señala Clément Chéroux en su libro Breve Historia del Error Fotográfico. Para Maya Dagnino, el accidente y la espontaneidad en los autorretratos generan una revelación de lo inconsciente que se hace consciente mediante el juego con el cuerpo, las poses, los elementos externos a su corporalidad y el espacio-tiempo que tiene para caminar de la cámara al encuadre y usar un temporizador para el disparo. El alter ego de Maya Dagnino le permite desnudarse ante la imagen, situación que no sucede fuera del autorretrato en el día a día. El acto de fotografiarse funciona como un mecanismo para develarse dentro de una ficción que contiene elementos de su identidad, ocultos fuera de lo estático de la fotografía. Hace de este modo una declaración de autoaceptación permeada por la honestidad y la crudeza con la que las imágenes transmiten lo que es, aceptando y abrazando el asombro del autodescubrimiento, permitiendo que otros lo habiten con ella. En el juego de Narciso (el que se enamora de su imagen) y el vampiro (el que no puede ver su reflejo) del que habla Fontcuberta,1 observamos sólo a una de las dos Maya Dagnino que participaron en la creación de estas imágenes, el sujeto real permanece oculto observándose en un reflejo sin movimiento. Nosotros quedamos como testigos de esta bipartición y el descubrimiento personal de lo inconsciente.
Todas las fotografías son cortesía de la artista.
Imagen de portada: El Ramo (Le Bouquet), 2020.
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Joan Fontcuberta, “Elogio del vampiro”, El beso de Judas, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2013, pp. 29-39. ↩