dossier Feminismos NOV.2019

Mujeres indígenas, fiesta y participación política

Yásnaya Elena A. Gil

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Para Elena Vasquez: Amuum tu’uk joojt, tukë’y, japom japom, ejtp.


De acuerdo con una antigua descripción del antropólogo estadounidense Ralph Beals, en Ayutla, un pequeño pueblo mixe en la Sierra Norte de Oaxaca, a principios del siglo XX, era necesario haber hecho las funciones de mayordomo al menos dos veces antes de convertirse en presidente municipal. Las mayordomías implicaban, más allá de sus motivaciones religiosas, la organización de la fiesta en torno de la cual se cohesionaba la comunidad. Hasta estos días, durante la organización y el transcurso de una fiesta comunitaria se despliega una red de personas y estrategias que actualizan el entramado social. La abundante bibliografía antropológica y etnográfica sobre las fiestas de muchas comunidades indígenas da cuenta de lo evidente: la fiesta más allá del mero acto festivo sostiene la unidad de la comunidad y pone en escena los resortes y las estructuras de las que está hecha. A finales del siglo XX, Floriberto Díaz, un antropólogo y luchador social mixe, describió la fiesta como uno de los pilares de la comunalidad, un concepto que describe las estructuras sociopolíticas de muchos pueblos de la Sierra Norte de Oaxaca. La importancia de una fiesta va más allá de los pueblos indígenas porque una fiesta, incluso en los ámbitos más urbanos/liberales/individualistas, necesita siempre de una comunidad, al menos de una comunidad momentánea de personas que han sido invitadas por quien la organiza. Incluso en contextos muy individualistas la fiesta sigue siendo la reafirmación de lo colectivo. Ante esta evidencia, la cineasta zapoteca Luna Marán y la politóloga mixe Tajëëw Díaz Robles, con quienes he formado un pequeño círculo de conversación sobre estos temas, concluimos lo evidente: fiesta es resistencia (#FiestaEsResistencia). El rol de mayordomo, orquestador principal de una fiesta comunitaria, era por definición un rol masculino que posibilitaba, como describe Ralph Beals, la entrada a funciones como la de convertirse en presidente municipal en Ayutla. El reconocimiento social se otorgaba al varón que fungía como mayordomo y, por extensión, el prestigio de haber organizado una buena fiesta cubría a su esposa y a su familia. Las mujeres siempre hemos tenido un papel fundamental en la organización de una fiesta, la compleja estructura de una cocina comunal que alimenta a toda la congregación festiva es elocuente: hay mujeres expertas que pueden calcular de manera apropiada la proporción de todos los ingredientes en grandes cantidades y que dictan la dinámica y el ritmo de trabajo de las demás personas, hombres y mujeres, que se involucran en la preparación de los alimentos y las bebidas. Pero ellas no podían ser mayordomas y por tanto tampoco podrían ocupar la posición de presidentas municipales. Muchos años después, en 2007 Ayutla se convirtió en el primer pueblo de la Sierra y de la Región Mixe en elegir, mediante su propio sistema normativo, a una mujer como presidenta municipal. Desde entonces, se ha elegido a otras dos mujeres para esta función en una dinámica ajena a los dictados de equidad de género de la reforma constitucional de 2015; éstos pretenden garantizar los derechos electorales de las mujeres indígenas que viven en municipios. Se eligen por un sistema normativo propio, también conocido como “usos y costumbres”, en el que la asamblea comunitaria es el órgano máximo de decisión. Pero el número de mujeres que han sido elegidas como presidentas municipales es sólo un índice. Algo cambió drásticamente en nuestra estructura comunitaria que permitió la participación política de las mujeres mixes de Ayu­tla. El cabildo municipal se elige mediante la asamblea general; para la elección del presidente y quienes integran el ayuntamiento no existen partidos políticos, que poseen una planilla, ni se hacen campañas previas. Las elecciones obedecen a un sistema de cargos complejo en el que cada función —desde hacer labores de menor responsabilidad hasta el cargo en la presidencia municipal o en la alcaldía— se presta durante un año sin cobrar salario alguno. Tener un cargo no es algo que se busque activamente pues supone un gran desgaste económico y anímico. Las personas que han hecho un buen papel en cargos menores pueden ser consideradas, mediante argumentos que se presentan ante la asamblea, para cargos de mayor importancia. El hecho de que en 2007 —antes de las políticas de paridad de género para los cabildos municipales dictadas desde el Estado— la asamblea de mi comunidad haya elegido a una mujer como presidenta municipal entraña todo un proceso comunitario que implicó que previamente las mujeres pudiéramos tener derecho a ser posesionarias de tierra comunal, a asistir a las asambleas, a tener voz en ella, a votar y a ser votadas; en otras palabras, a ser incluidas en el sistema de cargos y cumplir funciones básicas de menor responsabilidad. Es un proceso que se gestó durante décadas. Antes de 2007 se desarrolló una historia compleja que se decantó en ese nombramiento tan significativo para nosotras. Sin embargo, si el logro es importante, lo es más el proceso.

Yolanda Pacheco Morelos asume el cargo como Presidenta Municipal de San Pedro y San Pablo Ayutla, 05/03/2018. Fotografía de Mario Arturo Martínez / El Universal

El proceso de mi comunidad, como el de muchas mujeres indígenas en el mundo, se ha mantenido alejado de lo que hoy llamamos feminismo. No es que haya una contraposición consciente, pero sí una relación compleja con la palabra y el movimiento feminista. Las mujeres que con su trabajo comunal fueron abriendo espacios para las demás no se adscribieron a ninguna de las olas del feminismo, ni participaron de sus reclamos, ni leyeron sus principales postulados ni supieron de su existencia. Estas mujeres establecieron un contacto cauto con mujeres feministas de organizaciones no gubernamentales que, una vez hecha la elección de la primera presidenta municipal, se acercaron con curiosidad o con prejuicios. Hablando con otras mujeres indígenas de este continente o leyéndolas, me percaté de que muchas tenemos un acercamiento no siempre cómodo al feminismo. Algunas, como las feministas comunitarias de Bolivia, postulan que toda actividad encaminada a mejorar la vida de las mujeres puede llamarse feminismo; otras, como la escritora kaqchikel Aura Cumes, hacen un cuestionamiento profundo a las prácticas colonialistas del feminismo occidental, mientras que la politóloga k’iche’ Gladys Tzul explica cómo la expresión “feminismo blanco” es un pleonasmo. ¿Cuáles son las implicaciones políticas de que las mujeres indígenas nos enunciemos feministas? ¿A qué proceso nos adscribimos las mujeres indígenas al nombrarnos feministas? En el mundo de los feminismos parece crearse también un nicho para el feminismo llamado interseccional o para el feminismo que abanderan las mujeres racializadas. Este nicho creado para los “otros feminismos” me parece que puede ser una trampa. Como apunta Aura Cumes el establecimiento del orden colonial racializó el género desde entonces de manera que, si ya existía una relación de opresión contra las mujeres blancas, el colonialismo les genera un pacto racial con hombres blancos; este pacto que enuncia Cumes no debe obviarse nunca. Todas las mujeres, también las mujeres blancas/occidentales, hemos quedado racializadas. Si una mujer se piensa como no racializada es porque quedó racializada en la categoría privilegiada. Una lectura densa de la realidad nos indica que no podemos enmarcar la lucha de las mujeres sin considerar el ambiente imbricado en donde se mezclan el patriarcado, el colonialismo y el capitalismo creando un mundo en el que, a estas alturas, son inseparables. Más que constituir secciones separadas que después se intersectan, toda acción de las mujeres organizadas, sobre todo en el feminismo, se explica en ese ambiente complejo, imbricado. La existencia de feminismos que no toman en cuenta las prácticas colonialistas que se reproducen hacia las mujeres indígenas nos lleva a preguntarnos si un movimiento de mujeres en específico, el feminismo, debería pretender incluir a los demás movimientos o si más bien, podemos reconocer que es un movimiento más en el mundo de la lucha de las mujeres. La direccionalidad de la inclusión me parece también preocupante en ciertos discursos porque no se discute si son nuestros términos en mixe, zapoteco o quechua los que deben incluir al feminismo. Quienes ponen en la mesa el discurso de la inclusión evidencian que tienen el poder de incluir. En este contexto, enunciarse feminista, así sin mayores adjetivos, como mujeres indígenas, nos pone en una situación incómoda pues evidencia los problemas que plantea un mundo en el que parece obviarse la relación colonial en la lucha contra el patriarcado. En este contexto, los símbolos, los objetivos, los anhelos de las mujeres indígenas serán distintos y responderán a su propio proceso e historia. En un momento del siglo XX, la carretera llegó a mi comunidad, que se convirtió así en un centro aún más importante de comercio y punto de reunión de las comunidades de la región mixe. En otro momento, ser mayordomo dejó de ser un requisito para convertirse en presidente municipal. En esa nueva coyuntura, la función que tenía a las mujeres lejos de la posibilidad de encabezar una mayordomía les confirió otras posibilidades. La elaboración y venta de alimentos, una de las actividades principales de las mujeres, se convirtió en un medio para alcanzar otros anhelos. Mi tía bisabuela Juliana entonces le propuso a su marido que pidiera una mayordomía, como ella siempre había deseado; su marido se negó argumentando los altos costos de un cargo de esa magnitud. Pero ahora ella misma podía hacerlo porque tenía los recursos de la venta de comida tradicional. Así lo hizo, pidió el cargo, le preguntaron si estaba segura de poder asumirlo y respondió que sí. Mi abuela recordaba que fue una de las mejores mayordomías a las que ella haya asistido: una mujer por primera vez era la titular, la mayordoma. Con el tiempo, esa capacidad relacionada con la preparación de la comida y sus rituales, asociada al fogón, a la escuela de la leña, como le llaman las mujeres mayores, las fue llevando a conquistar más espacios, de modo que si podían ser mayordomas, podían entonces participar en las asambleas, y si podían ir, tenían voz y votaban como vi hacerlo a las mujeres desde mi infancia.

Proceso electoral federal en San Bartolomé Quialana, 2018. Fotografía de Mario Arturo Martínez / El Universal

Tradicionalmente han sido los hombres los titulares de los cargos de gobierno tradicional en el ayuntamiento, pero con el paso del tiempo la asamblea con la presencia de las mujeres las ha reconocido y nombrado aun cuando están casadas. Con el tiempo han sido nombradas en cargos que incluyen la impartición de justicia tradicional y han podido influir en labores de seguridad y de castigo a la violencia de género que se vive dentro de las familias. Hace un año, las mujeres asumieron labores de seguridad pública, como topiles, y aun con los muchos retos que implica todavía nuestra participación política comunitaria me impresionó verlas protegiendo la fiesta de la comunidad. De la titularidad de una fiesta como la mayordomía, las mujeres de mi comunidad se han abierto espacios en la vida comunitaria mediada por anhelos que hierven junto a la comida y junto a esa habilidad de alimentar a los demás. En un intercambio de experiencias con mujeres feministas, algunas mujeres mayores de mi comunidad no entendían a cabalidad por qué en ciertos discursos las labores de la cocina se veían como un espacio de opresión cuando la preparación y la venta de alimentos les habían conferido a ellas espacios de decisión que antes estaban vedados en la organización política de nuestra comunidad. En otro congreso, una funcionaria federal que se enunciaba feminista nos arengó a las mujeres indígenas ahí reunidas sobre la importancia de participar en algo que llamó “la política de verdad” y no esa política menor que se lleva a cabo en nuestras comunidades tan de usos y costumbres. Estos ruidos comunicativos entorpecen los espacios en los que sea posible establecer un diálogo más equilibrado que evite el tono condescendiente con el que se nos pretende incluir a las mujeres indígenas en un feminismo que muchas veces parece no escucharnos.

Mujeres topiles, San Pedro y San Pablo Ayutla. Fotografía de Mario Arturo Martínez / El Universal

Imagen de portada: Koral Carballo, La noche de la virgen, 2018