A menudo suelo pensar en lo mucho que pesa nuestra vida. Me refiero estrictamente a la cantidad de objetos, documentos, vínculos que abarrotan nuestro acontecer. Somos un cúmulo de pertenencias tapizando un hogar; somos información electrónica de mensajes, publicaciones, correos; somos papeles y ropa y una loción y pendientes en la agenda. He sabido de personas que se abruman por ese volumen y fantasean con la idea de marcharse a un lugar donde no quede nada. Pero la ligereza inquieta aún más: en realidad, aquella carga disimula nuestra incertidumbre; nos aterra descubrir qué quedaría de nosotros tras el abandono. No obstante, hay quienes sí se atreven. Recuerdo dos mechones dorados en el piso, las rudimentarias tijeras a un lado, una comunidad expectante, el gozo de una triada de querubines. Santa Clara tiene los ojos cerrados y parece rezar con una ligera sonrisa. Ha renunciado al cabello, ese símbolo de lo mundano, la vanidad, las reglas de una sociedad que decide cómo peinarlo. El cuadro está grabado en mi memoria porque lo he observado incontables veces con el paso de los años. Ilustra la entrada a una casa en donde la historia medieval de la santa de Asís se replica en el presente. Apenas he cruzado el pórtico me inunda el silencio contemplativo y el olor a pan que crece dentro de los hornos. Saludo a las monjas cuya vestimenta café parece una extensión de las paredes terrosas que bordean el monasterio, el lugar donde alguna vez tomaron la firme determinación de renunciar a la vida como la conocían hasta entonces: un adiós a la familia, las pertenencias, las horas del día. Una renuncia, incluso, a su propio nombre. La carrera que siguen es larga: entre aspirantado, postulantado, noviciado y votos temporales pasan varios años hasta llegar a los votos permanentes. Vaya oficio tan arduo: exige una devoción completa y bastante tiempo de preparación, pero no recompensa con las prestaciones de un profesional. Retirarse del mundo significa renunciar también a sus beneficios; la falta de seguro social, por ejemplo, hace de la enfermedad más pequeña una verdadera amenaza. Las clarisas se comprometen a cuatro votos: castidad, pobreza, obediencia y clausura. Todos están en función de permitirles ver más allá de ellas mismas y poder servir a la comunidad sin ningún reparo. Castidad: sin ataduras a la carne ni responsabilidad concentrada en una sola persona, están dispuestas a ayudar al prójimo, sea cual sea su rostro. Pobreza: abandonar los bienes materiales implica aprender a compartir y a no desear lo intrascendente. Obediencia: se reconocen co- mo parte de una comunidad y la siguen, la individualidad se desdibuja en aras de un bien mayor. Clausura: recluirse implica dar tiempo a la reflexión, abrazar el silencio para escuchar algo más allá del ruido y los murmullos. Por estas carencias materiales en las que se esmeran, la caridad resulta de suma importancia para el sostén de las hermanas. Quien viera los platillos servidos a la mesa de su comedor, no imaginaría la procedencia de sus ingredientes. Acuden a la Central de Abasto o al mercado más cercano para pedir que los marchantes les regalen aquellas frutas y verduras que ya no podrán vender. En sus bolsas guardan manzanas magulladas, lechugas marchitas, zanahorias rajadas y toda suerte de alimentos que, aunque desperdicio de otros, se convierten en un próspero platillo. Yo misma he sido testigo de que la más sabrosa de las salsas que he probado tiene como origen la parte buena de un jitomate que ya comenzaba a pudrirse. Las monjas aprovechan al máximo lo poco que tienen y, por ello, la austeridad les ha enseñado a ser creativas. No eligen qué comer ni qué comprar: cocinan con lo que hay al alcance gracias a sus benefactores. En una época difícil, alguna de ellas ideó una sopa preparada únicamente con los rabos de cebolla. Recuerdo que, hace ya bastantes años, durante un festejo me tocó probar unas peculiares pizzas con sabores fuera de lo común. Había de frijoles, pipián y papas con rajas. Como adquirir una de la pizzería resultaba fuera de sus posibilidades, imaginaron una receta con los guisados que tenían en su alacena sin saber que habían inaugurado una experimentación culinaria que hoy en día he encontrado en restaurantes expertos en mercantilizar arriesgadas invenciones de ese tipo. Apenas pueden tener seguro el plato que se llevarán a la boca, pero nunca dudarán de ofrecerlo a alguien que lo necesite. Suelen tocar a su puerta personas en situación de calle, madres solteras, niños. Duplican la caridad: esa que ellas recibieron la reparten nuevamente a otros. El buen retiro del mundo solo se cumple si a él se regresa con generosidad. La idea de comunidad es un pilar valiosísimo. La decisión de formar parte de ella es doblemente difícil: no solo han abandonado a sus familias y han borrado todo lazo que pueda obstaculizar su servicio, sino que han aceptado vivir el resto de sus años rodeadas de una decena de desconocidas. Deben lidiar con otros hábitos y personalidades diversas. ¿Cómo me sentiría yo en su lugar? Si la convivencia con compañeros de departamento me ha trasladado durante no pocos meses a un purgatorio en vida, no concibo la fuerza que se necesita para arrojarse a esta incertidumbre. Al hablar de ellas con personas de mi edad me he percatado de que suelen sorprenderse particularmente por el voto de castidad que hacen las hermanas. Les resulta irrealizable esa abdicación del deseo. Sin embargo, los casos concretos comprueban que no es el voto más difícil de cumplir. La última jovencita que se acercó a las clarisas para iniciar su vida conventual dimitió por una razón más sencilla: no soportó tener que renunciar a su teléfono celular. A diferencia de lo que muchos creerían, no fue la pulsión del cuerpo, ni siquiera la dura faena de trabajo y oración que empieza tan pronto clarea el día. Lo que le resultó imposible fue acatar la reclusión y el aislamiento. Rehuir a esa vida tecnológica que es todo menos silencio: la adictiva necesidad de ser el centro de atención y ofrendar atención a otros. Es cierto que incluso las comunidades tradicionales como esta han tenido que adaptarse a los nuevos medios de comunicación, a la rapidez y el cambio. En el último año y medio, la emergencia que paralizó al mundo también trastocó su vida diaria. Con las iglesias cerradas y el contacto reducido al mínimo, se vieron en la necesidad de aprender a usar ciertas herramientas que antes no juzgaron necesarias. Comenzaron a escuchar misa por transmisiones en internet y experimentaron las calamidades de esa ágora feroz donde callar es lo que menos se practica. Interrumpidas en sus rezos por comentarios toscos, se preguntaron por qué habría quienes gastaban su tiempo en volcar su ira en publicaciones virtuales. “Si no son creyentes ni les gusta lo que hacemos, ¿por qué se portan tan groseramente? Nadie los obliga a estar aquí”, me expresó la madre superiora. Tiene mucha razón en esto último: si considero sólida nuestra amistad es precisamente por ese respeto más allá de las diferencias. No es poco decir que yo me he sentido más forzada a ser alguien que no soy en ambientes laicos. Aquí en la urbe, sobre una avenida por la que fluye un tránsito pesado, hay un portón en el que me pregunto con frecuencia por qué las horas detrás de él transcurren con notas diferentes. ¿Quién de mis conocidos podría aceptar una ocupación como esta, que exige hacer de la vida una resolución, convertirla toda ella en una obra? El convento se me presenta como un remanso tan solo por el hecho de ejemplificar que otras formas de vivir caben en esta cultura caracterizada por homologar nuestras experiencias y deseos. Más allá de los credos, nunca dejará de sorprenderme ese momento en el que cada una de sus habitantes decidió simplemente separarse del mundo para servirlo mejor, con una disposición absoluta. Con actas de nacimiento que tienen inscritos nombres y apellidos que no usan desde hace años, con una interrogante perpetua de qué habrá para comer, se dedican a prolongar un deseo antiguo: liberarse de las leyes de la certeza, fútiles como todo lo que hacemos, para encontrar una razón más allá del mundo sensible.
Imagen de portada: François Bonvin, A Nun Seated at a Table Knitting, ca. 1862. The Cleveland Museum of Art