Un tiempo fuera del tiempo.
Huimos de la ciudad atrás del horizonte.
Vinimos a pasar un mes
y se completó una vuelta al sol.
Arrastrado por lo concreto de las cosas—
de las piedras y acantilados, la fibrilación de lo vegetal,
del suicidio permanente de los insectos contra la luz—,
el tiempo readquirió masa, extensión, inercia,
cierta impenetrabilidad
en la forma de un verano indestructible.
Mientras escribo, sin mirar el mar,
siento temblar mucho la punta del lápiz—
es el momento en que las luciérnagas se encienden.
Marcamos las horas por la marea.
Las olas devoran terrenos completos, arrancan árboles.
Pasamos a medir la geografía de los días a través de los esqueletos
arrastrados por el mar.
Ayer estaban aquí, hoy se movieron
hacia allá, como fantasmas enraizados
en el paisaje en transformación.
La materia orgánica arrastrada por las olas—
tortugas muertas, mantarrayas, peces globo,
aguamalas a la orilla a punto de explotar
lilas
huesos de animales extintos y no identificados
que los buitres devoran, la sombra de las alas negras
volando sobre la arena blanca —tan rápida
como inmóvil—
de aventón en el viento
y en el plan de la vida.
El pescador dice que ahora el día tiene dieciséis
horas. Un marinero japonés le contó.
Después de Fukushima, hasta menos.
Eso se vuelve evidente en la playa,
donde la mañana todavía es mañana, pero la tarde dejó
de existir y la noche es la más negra de las noches.
En la ciudad que dejamos todas las horas
son la misma. Aquí,
todos los días el mismo día.
Vivir frente al mar y bajo los acantilados
es reclamar otra vez el cargo de jefe piel roja
al que, en un momento tierno
y olvidado de la infancia,
abdicamos.
La mano el limón el fósforo el fuego
la salitre que devora
el refrigerador la rejilla de la ventana
las algas en la arena las cuijas en la pared
en su cazada nocturna nosotros apostamos
a favor de los insectos
las iguanas en la palmera el murciélago
que amaneció atrapado en la tela
de araña las lámparas golpeando en el viento
mensajes que recibimos
y no sabemos interpretar.
Un volcán entra en erupción
en las Canarias y esperamos
noticias suyas en un mensaje
embotellado en la cresta de una ola
de diez metros traída
por el tsunami.
El viernes en la noche el cielo cerró
los días que ya andaban nublados, pero cuando
el horizonte fue atravesado por la luz
y un trueno se impuso, comenzó a lloviznar
dentro de la casa (el techo sin cubrir)
Se fue la luz
abrimos la botella de vino
y cenamos casi sin ver la comida
guiados por la luminosidad ocasional
de los relámpagos y las luciérnagas.
El habitante humano de un país de insectos.
Es imposible dormir.
El sueño fue extinto, prevalece
solamente como algo del pasado.
La noche es una picazón, un ataque a los sentidos.
Una travesía sombría de un túnel
que acabará en el sol.
Escribo poesía
en el teclado cubierto
de insectos muertos.
Días en la montaña después de meses en la playa aislada.
El sonido del viento en los árboles es igual
al de las olas cuando la marea está subiendo.
Pisoteando cucarachas aplastando mosquitos
en el Paraíso practicando la caza sutil
recomendada por Jünger,
que, años después de la guerra, decidió cazar
insectos en la medida en que
ya no podía cazar
hombres.
El mosquito y el trabajo intelectual
no se llevan.
La rana adoptó como casa la jabonera de plástico
de la esquina de la pared del baño.
Ahora su canto diurno se desparrama
por todo el lugar.
Curioso que haya inventado
—de una sola esquina
cuanto cántico cuántico—
una casa y un instrumento musical.
El modo de evaluar su evidencia
al observar el cuerpo de mi amor:
conforme la luz aumenta
y disminuye la piel se oscurece
o clarea, pues aquí también
hay nubes y por lo mismo lluvia.
Si los días de sol se extienden,
la sombra impresa del bikini se ilumina,
es posible ver el amanecer acostado
en el valle entre los senos y el anochecer
en la arena de la playa —gigantesco reloj de arena
—donde, sí, el tiempo existe.
Vimos doce lunas llenas
en esta vuelta
billones de estrellas.
Con una vuelta completa alrededor del sol
es hermoso ver cómo todo se repite —el regreso a la playa
de los escarabajitos rojos que atraen
el pico de los correlimos golosos
La hierba traída del mar por la lluvia invita
a los manatíes a la sobremesa.
—todo va y vuelve, es sólo dejarnos ir.
Todas las fotografías de este texto son de Isabel Santana Terron.