La sala Daniel Mont del Museo Experimental el Eco es uno de los espacios de exhibición más difíciles que existen en la Ciudad de México. Está ubicada en un segundo piso, arriba de lo que solía ser un bar, y se ingresa por una puertecita al lado del acceso principal del museo. Luego de subir unas escaleras negras y pasar por una puerta de cristal, el visitante se encuentra con un espacio que se estrecha hacia el fondo, iluminado por unas ventanas ubicadas en la parte superior de los muros y por luces museográficas instaladas en el techo. Por supuesto, cualquier obra o proyecto que se instale allí estará condicionado por ese espacio que trastoca el imaginario del cubo blanco y predispone tanto la mirada como la experiencia del visitante.
La sala ha sido usada desde hace algunos años para que los artistas propongan proyectos que consideren ese lugar, forzándolos a establecer una relación entre su propuesta artística y las condiciones históricas y arquitectónicas del museo. Sin embargo, las obras que mejor lo han resuelto plantean el espacio como parte de la instalación y no como un mero sitio que ocupar. En este sentido, esas obras no fueron hechas solo para ser vistas sino que, desde su concepción, consideraron la experiencia del espectador en el espacio. Así, la sala se vuelve una parte importante de la obra porque los artistas necesitan preguntarse qué se puede instalar allí y qué características tendrá la obra propuesta en relación con su propio trabajo.
Ese es el caso de la exposición No hay un centro, solo dar la vuelta, de Allan Villavicencio. El espacio de la sala se convierte en el espacio de la pintura y, a la vez, el motivo y la imagen son producto de una reflexión sobre ese lugar. La muestra está constituida de tres pinturas articuladas en paneles —pintadas con colores negros, grises, ocres y cremas en tonos apastelados—, de modo que parece que las capas de color se fueran desenvolviendo una a una, generando una suerte de espiral sin centro, como la basurilla de un lápiz tras sacarle punta o la cáscara de una mandarina. La pintura más grande, integrada por cuatro paneles, es la que recibe al visitante. Por su disposición en una estructura de biombo, obliga al espectador a realizar un recorrido por sus diferentes superficies. Al fondo, dos paneles más invitan a que el visitante se desplace hacia el otro extremo de la sala. En una de las paredes, y articulada con la esquina del muro, hay una pintura más pequeña.
Lo que ocurre es significativo porque se genera una especie de vacío entre los paneles que están en los extremos de la sala y la pintura que se va desenvolviendo en las superficies de los cuadros. Así, se provoca una tensión entre el adentro y el afuera de la imagen de la pintura y el espacio de la sala, forzando al visitante a interactuar y a permanecer descolocado. De esta manera la pintura se presenta en una continuidad y una discontinuidad tanto del espacio como de la mirada. Además, el espacio se desestabiliza en cierta medida porque hay una gran cantidad de líneas que Villavicencio tuvo en cuenta para su obra: las del espacio y las de los paneles, pero también las que se encuentran como imágenes dentro de los cuadros.
Esta experiencia no es nueva en la trayectoria del artista. En 2016, en la galería Luis Adelantado, en la Ciudad de México, Villavicencio ya había considerado el espacio para instalar sus pinturas. En aquella oportunidad, las obras dialogaban con el recinto a partir de un montaje que incluía algunos objetos que establecían una relación entre las paredes, el piso y el techo. Sin embargo, la propuesta parecía un experimento donde el artista intuía ya que la arquitectura, los objetos y las pinturas debían generar una espacialidad localizada. Años más tarde, en 2021, en una exposición en la galería Karen Huber, Villavicencio comenzó a crear estas pinturas articuladas que generan muros, modifican el espacio del recinto y alteran la percepción y la disposición de las obras que las acompañan. En esa oportunidad, un juego de escalas en las obras, así como sus motivos y la técnica para producirlas, remitían a tensiones entre las superficies pictóricas y los volúmenes; pero, tal vez más importante, también a la manera en que los fragmentos de pintura a veces permiten ver —y a veces no— otros fragmentos, lo que genera una suerte de espacios de visión y campos de color diferenciados por las técnicas usadas para pintar cada fragmento. Luego, en 2023, el artista realizó una intervención directamente en un muro de la galería Mitterrand de París, en la que las capas de color dispuestas en lienzos de diferentes formatos jugaban de una forma peculiar con la pintura deslavada pintada en la pared.
En No hay un centro, solo dar la vuelta, las ideas y experiencias anteriores redundan en un concepto plenamente desarrollado, esta vez condicionado por la sala Daniel Mont. Limitando su paleta a tonos mucho menos vibrantes y contrastantes que en ocasiones previas, Villavicencio presenta una pintura espacial en un triple sentido. En primer lugar, genera un efecto de volumen al trabajar por fragmentos en la composición de los planos pictóricos; cada uno de esos pétalos de pintura adquiere una presencia por la manera en que el artista modula el color. En segundo lugar, los paneles que están separados del muro arquitectónico del museo y apoyados en el piso rearticulan el espacio de la sala. En tercer lugar, al enfrentar una pintura con la otra y poner una pequeña en la esquina del muro, el artista fuerza al visitante a hacer un recorrido hacia adentro y hacia afuera de la sala. Este juego de espacios no sería posible sin el descentramiento que produce la composición de la pintura. Así, la sugerencia de “dar la vuelta” tiene mucho sentido porque el visitante necesita girar para comprender visual y corporalmente lo que está pasando. En conjunto, se trata de una desorientación provocada.
Es imposible leer el gesto de Villavicencio como un simple apunte a la tradición de la pintura abstracta local, aunque tampoco responde a la especificidad medial de Clement Greenberg ni al teatro ni a la autorreferencialidad biográfica del sujeto descrita por Harold Rosenberg. En esta exposición Villavicencio logra actualizar la pintura contemporánea al generar un espacio sui generis de la representación. Es decir, el espacio de la pintura y el espacio real ponen a “actuar” al espectador en una suerte de tensión entre la presentación del espacio de la sala y el espacio que se presenta en cada uno de los lienzos articulados, lo que provoca una dislocación del cuerpo y la mirada.
Ahora que la tendencia es que la pintura sirva como telón de fondo o escenario para que actores o performers lleven a cabo una acción, Allan Villavicencio coloca al espectador en un espacio específico creado por la instalación de sus obras, sin que la pintura se vuelva el fondo de nada.
Me resulta claro que No hay un centro, solo dar la vuelta es el fin y a la vez el comienzo de una nueva exploración en la obra de su autor. Esta tiene que ver con un ejercicio reflexivo sobre qué implica crear una pintura en la actualidad, qué consecuencias tiene realizar una instalación en un sitio específico y cómo esas dos cosas afectan la forma en que los cuerpos interactúan en el espacio. Además, esta exposición replantea la experiencia de la pintura cuando se le considera cada vez más como imagen (debido a la incidencia de la fotografía digital) y en un momento en que es difícil escapar de la autorreferencialidad subjetiva. En ese sentido, la pintura de Villavicencio es un apunte sobre la contemporaneidad y, a la vez, una sugerencia de escapar de ella.
Imagen de portada: Vista de No hay un centro, solo dar la vuelta, de Allan Villavicencio. Cortesía del artista