La música popular no es en sí misma ni revolucionaria ni reaccionaria. Es una poderosa fuente de emociones que, al estar socialmente codificadas, pueden contradecir también al “sentido común”. Simon Frith
…que el autodesacreditado Gobierno Mexicano otorgue la mayoría de edad a la Sociedad Civil Mexicana para autogobernarse, al menos en sus horas libres. Samuel Noyola, 1995 1
Infecta basura del imperialismo
Para la progresía mexicana de los sesenta y setenta el folclor latinoamericano era la música genuinamente revolucionaria. Por ejemplo, grupos como Los Folkloristas (1966) decretaron categóricamente su deseo de “Oponer a la creciente penetración cultural imperialista la voz de nuestros pueblos, como necesidad de identificación y afirmación”.2 Para ellos el pueblo auténtico debía escuchar quenas y charangos, por lo que la citada voz popular no incluía a los depauperados seguidores de grupos electrificados como Three Souls in my Mind (1968), que cantaba letras antigubernamentales como ésta:
Vivir en México es lo peor / nuestro gobierno está muy mal / y nadie puede protestar / porque lo llevan a encerrar. / Ya nadie quiere ni salir / ni decir la verdad/ ya nadie quiere tener/ más líos con la autoridad. / Muchos azules, en la ciudad /a toda hora, queriendo agandallar. ¡No! / ¡Ya no los quiero ver más! / Y las tocadas de rock / ya nos las quieren quitar / ya sólo va poder tocar / el hijo de Díaz Ordaz (Abuso de autoridad).
Para la izquierda, el rock mexicano era literalmente basura del imperialismo. Hoy día han aparecido investigaciones académicas que reivindican el carácter revolucionario del rock mexicano, lo cual también me parece exagerado. ¿Quién tiene la razón? El problema es razonar mediante postulados binarios y puristas. ¿Puede situarse al rock en alguna de las geometrías políticas? ¿Qué es lo determinante para calibrar una postura política en la música: la intencionalidad de los músicos, las prácticas reales de los protagonistas, las formas de producción cultural, los canales de circulación de la obra, o las filiaciones y expectativas del escucha? Tan pronto como los jóvenes mexicanos comenzaron a apropiarse del rock a fines de los cincuenta, entraron en diversas tensiones con una sociedad conservadora, un régimen terriblemente autoritario, un Estado tutorial y una sociedad profundamente misógina. ¿Esto lo convirtió en una música de izquierda?, no. ¿En un agente de cambio?, sí. Podemos decir que el rock es parte de una industria de consumo y a la vez un espacio posible para la inconformidad y la disidencia. Las culturas del rock pueden ser vistas como un agente de cambio de mentalidades y comportamientos. ¿Esto lo vuelve una música empática con la izquierda organizada en México? Depende de qué entendamos por izquierda, pero seguramente no para lo que esta noción denotaba hasta mediados de los ochenta. Entonces, lo que quizá sí podemos afirmar es que el rock contribuyó a cambiar incluso lo que entendemos por izquierda en nuestro país.
No permitan que sus hijas mayores de 12 años salgan solas a la calle
Casi siempre lejos de la izquierda histórica, los cambios más profundos que las culturas roqueras provocaron en México durante el siglo XX se dieron en el ámbito de la vida cotidiana: en las políticas del cuerpo, en la diversificación del lenguaje, en la relación entre padres e hijos, en las prácticas sexuales, en el uso del tiempo libre, en la toma de espacios públicos, en la producción independiente, en la situacional dilatación del clasismo, en la lírica contestataria y testimonial de la injusticia, en la reivindicación de la diferencia. Desde 1957 el rock’n’roll estuvo asociado a comportamientos novedosos dentro de las políticas del cuerpo, acaso como una des-sujeción de los límites corporales socialmente impuestos. De hecho, el temprano baile de rock’n’roll representó una recuperación del propio cuerpo para ambos sexos: a pesar de la puerilidad de los primeros rocanroles juveniles tocados en México, su baile y su sonido fuertemente sexualizados para nuestro contexto cimbraron los imperativos morales de un país regido por valores tan hipócritas como machistas. En los sesenta, el rock estuvo asociado a la aparición de la minifalda, otra forma de reapropiación del cuerpo por parte de las mujeres (como el pelo largo para los varones). De manera significativa, aunque siempre insuficiente, el rock representó un proceso de expansión de la participación de las mujeres en el underground, regido también por el machismo. El rock libró igualmente una batalla por conquistar el derecho a la frivolidad (que no banalidad) en contraposición a la solemnidad patriarcal y las buenas costumbres, pero también a la dócil mediatización consumista de la industria del entretenimiento. Una batalla por el derecho a la cultura o, por qué no, por el derecho a la fiesta no siempre mediada por el gran mercado; dicho de otra forma, al desmadre. La noción de los derechos humanos se ha reconfigurado gracias a estos melómanos, no siempre mediante posicionamientos políticos expresos. Y definitivamente, nunca mediante la aspiración de tomar por asalto al Estado como prerrequisito para cambiar (o simplemente habitar) su mundo.
Divino tesoro
Producto del milagro mexicano, con el régimen alemanista la juventud se construyó socialmente como una convención suntuosa: la institucionalización del desparpajo, rasgo distintivo de una edad anterior a la profesionalización adulta (privilegios de las clases medias). Pero bajo el régimen de Díaz Ordaz, algunos sectores juveniles comenzaron a generar sus propias disidencias morales y culturales. La hegemonía del régimen posrevolucionario empezó a resquebrajarse en los sesenta y el movimiento estudiantil del 68 fue su hito. Desde el ámbito roquero, la generación de La Onda (1966-1972) antecedió, acompañó y sobrevivió al 68, rompiendo a su manera con el consenso del régimen: el ideal jipiteca de crear una especie de heterotopía fuera de “El Sistema” podría tacharse de ingenua, una mera visión pastoral lejana al realismo de la política como profesión o militancia, pero no por ello menos sintomática de la urgencia social por construir una ciudadanía activa ante un Estado que trataba a todos como menores de edad.
La irrupción del peladaje
Hasta el Festival de Avándaro el rock se había promovido principalmente para la juventud acomodada. Los empresarios que lo organizaron 3 pretendían convocar a la opulenta juventud afín al rock y a las carreras de autos; sin embargo, el día del concierto llegaron también los chavos de clase media baja, quienes imprimieron su propio sello al acto, con su muy particular forma de festejar: el desmadre o el relajo como contestación de clase (una apropiación generacional del cuerpo y del espacio). El Festival provocó un escándalo nacional y la rotunda condena tanto de la derecha como de la izquierda. Los intelectuales lo consideraron una imitación servil de la cultura imperialista. Ante la persecución y la estigmatización, los roqueros se refugiaron en los hoyos funkys. El grupo más visible de la escena del hoyo funky fue el ya mencionado Three Souls in my Mind, de origen clasemediero. La barriada terminaría llamándolo El Tri, con una nueva significación: tri por tricolor, como la bandera nacional, pero también como los colores del partido oficial, el PRI, al cual el grupo caricaturizaba. O como la selección de futbol: el grupo decía ser “la selección nacional del rocanrol”, parodiando así al México convencional, invirtiendo las jerarquías de la realidad, ahora enunciada desde el sarcasmo de la marginalidad. La operación fue una forma de expropiar el discurso nacionalista que por definición excluía a los roqueros. Sus canciones pueden considerarse una crónica de la historia del México de finales del siglo XX desde la perspectiva del chavo de barrio bajo. Así, mientras las letras del folclor latinoamericano y la canción de protesta de los setenta hablaban genéricamente de un pueblo explotado mediante un vocabulario cifrado en lo político, la juventud desheredada (el probable lumpenproletariado de la literatura marxista) cantaba incisivas letras sobre la realidad mexicana, ridiculizando los eslogans de la publicidad gubernamental: “Nos suben la renta, nos suben la luz, / nos suben las tortillas, nos suben la gasolina, / subieron la mota, también el alcohol / y el gobierno va a ser el ganón / y es que nuestros impuestos están trabajando” (Nuestros impuestos). Todo esto (que no es poca cosa), sin que El Tri haya pretendido nunca constituirse en un grupo politizado, ni mucho menos de izquierda; ni que haya visto problema alguno en tocar ocasionalmente en conciertos organizados por las juventudes “revolucionarias” del PRI.
La cloaca de la sociedad
A principio de los ochenta los diarios informaron que violentos grupos de jóvenes estrafalarios habían tomado autobuses urbanos. Palomillas provenientes de las colinas del poniente que bajaban a la metrópoli para pintarrajear paredes con sucios placazos (tags). Vestían ropas raídas ¡pero de aspecto moderno!: chamarras de cuero negro, estoperoles, lentes oscuros, copetes abultados, pantalones de tubo. Incluso habían creado su propio baile “salvaje”. Hasta el nombre bilingüe de una de las pandillas más emblemáticas parecía posmoderno: Los Sex Panchitos. Ese título devastaba la noción estática y unidimensional de identidad nacional, ostentando la irrupción de otro México, no el del bravío Pancho Villa, ni el del proletariado marxista, sino uno que oía a Iron Maiden, Black Sabbath, Sex Pistols (y a Toncho Pilatos y a El Tri), desde una esquina baldía en un tiradero recóndito. Alrededor de 1983, parte de estas palomillas se organizaron en la Cooperativa Cultural del Consejo Popular Juvenil, y la Cooperativa de Consumo.4 Algunas bandas crearon obras de teatro dirigidas y actuadas por ellos, como “El Apañón” y “El Espejo”. También difundieron su poesía: “Venimos de las sombras, / de los rincones oscuros, / de los desperdicios, / somos, si se asume, la cloaca de la sociedad”. Estas bandas juveniles carecían de espacios para reunirse a escuchar su música y compartir sus aficiones, por lo que los lugares de encuentro eran las esquinas del barrio y, a partir de 1980, el mercado sabatino que llegaría a conocerse como Tianguis Cultural del Chopo.
El trueque callejero. La economía informal nos globaliza
El Tianguis del Chopo surge en 1980 como un proyecto del Museo Universitario del Chopo de la UNAM.5 Convocó a tanta gente que su funcionamiento rebasó la capacidad del Museo, de donde salió en 1982. Durante su diáspora pasó de la independencia como fatalidad (debida a su salida del Museo) a reivindicar su autogestión gracias a la influencia del movimiento de damnificados del terremoto y del movimiento urbano popular en 1985. Su resistencia les permitió en 1988 establecerse definitivamente en la Colonia Guerrero.
Una escena de rock politizada
Es imposible hacer un recuento de todos los cruces de la política con el rock mexicano durante el siglo XX, ya sea por la protesta en las letras, la confrontación de los roqueros con las autoridades y la opinión pública, por su búsqueda de gestionar su trabajo directamente y con independencia de las grandes industrias o incluso por aquellos momentos en que algunos grupos se relacionaron con alguna comunidad politizada, algún movimiento social o con una organización política formal: la movilización estudiantil en pro de la universidad pública (1987), el movimiento cardenista (1988) y el zapatista (1994), por mencionar los más recordados. Se trató de un escenario multidisciplinario y transclasista proveniente del subsuelo, con tendencia a la autoorganización, originado desde los imaginarios roqueros.
Los estudiantes nuevamente: el CEU
Si durante el movimiento estudiantil del 68 la escena roquera local no participó directamente de la escena política (ni viceversa),6 el movimiento de 1986-1987, encabezado por el Consejo Estudiantil Universitario contra las reformas universitarias del rector Jorge Carpizo, sí organizó conciertos de rock en apoyo a sus demandas. Destacó el concierto masivo realizado en la explanada principal de la UNAM en 1987, con grupos como Los Nakos, Salario Mínimo, Eugenia León, Óscar Chávez, Marcial Alejandro, Antar López y Recuerdos del Son, pero también algunas bandas de rock. Entre los líderes estudiantiles se dio probablemente un cambio de mentalidad, aunque parece haber sido de manera accidental. De acuerdo con Carlos Imaz, dirigente ceuista, para el primer concierto programaron a Silvio Rodríguez, quien canceló de último momento; en consecuencia, los dirigentes del CEU tuvieron que echar mano de un elenco alternativo,7 incluyendo a roqueros como Cecilia Toussaint, Real de Catorce y Botellita de Jerez. Quizá los primeros dirigentes del CEU eran herederos de las formas de política estudiantil tradicional más cercanas a la nueva canción que al rock. Sin embargo, las siguientes generaciones estudiantiles y activistas ya se identificarían con el rock como lenguaje movilizatorio y festivo. De esta relación entre esta música y la política se derivarían más tarde los sintomáticos conciertos masivos de apoyo al zapatismo en 1995.
Agenciamiento ciudadano o negocio
A lo largo de los noventa, las culturas del rock se diversificarían cada vez más y algunas desarrollarían posturas más o menos politizadas, sobre todo las de ska, reggae y hip hop. Si el siglo XX fue el siglo de la intolerancia hacia estas configuraciones culturales generacionales, también fue el de la búsqueda de su inclusión en el relato social y político. Lo que también es evidente es que la incorporación del rock dentro de un relato desde la izquierda implica que la propia izquierda mexicana ha cambiado y se ha abierto cada vez más a la reflexión sobre el valor político de la vida cotidiana, de la mano de diversos movimientos sociales que reivindican la micropolítica y la construcción de ciudadanía. Algo, mucho, ha cambiado en el país por culpa de los roqueros mexicanos. Llegado a este punto, es importante decir que el camino hacia la normalización de las heterodoxias generacionales también ha retroalimentado un acrítico consumismo de la cultura de masas que, a su vez, ha trivializado y estandarizado aquellas gestualidades, por lo que las culturas roqueras y sus protagonistas no pueden ser abordados como si se tratara de una entelequia única. En el rock hay tanto de banalidad como de contestación, de consumismo como de inconformismo, de crítica como de autocomplacencia (al igual que en la literatura, la política o en cualquier otro campo). Pero el rock no es partido político, equipo de futbol ni cofradía secreta con principios juramentados; tampoco es una organización revolucionaria. Hay roqueros militantes y hay otros escépticos, están quienes protestan y quienes disienten hasta de la política o del propio rock. Y, desde luego, también encontramos a los que simplemente anhelan ser famosos. Concluyamos por ahora: si en ciertos momentos el rock fue para algunos sectores sociales el único imaginario a la mano para tomar posesión de su propio destino y reclamar su derecho a existir y disentir ante un régimen autoritario, inequitativo, sexista, impune, corrupto, clasista e injusto, ¿esto significa ser de izquierda? Depende de qué se entienda por ello, pero la pregunta suena más a ontología que a crítica cultural, musical o política. En todo caso, cuando me invitaron a escribir este texto, me preocupó alimentar la mitología de los relatos puristas o binarios. Espero haberlo evitado. El espacio disponible apenas me permitió realizar un recuento insuficiente. Sé que esta lectura dejará insatisfechos por lo menos a los que no he nombrado, pero me conformo con haber sentado un punto de vista que sea útil para profundizar en futuras recapitulaciones. Al resaltar diversas tensiones y relaciones paradójicas entre los protagonistas roqueros y sus contextos cruzados por la política, me interesa verlos como individuos de carne y hueso inmersos en procesos reales, no como héroes inmaculados de alguna contracultura idílica del siglo XX.
Fragmento de capítulo de Memorial 68. Vol. II: Ciudadanía y movimientos, Dirección de Literatura UNAM, 2018. El texto íntegro también aparecerá en Arturo Martínez Nateras (coord.), La izquierda mexicana del siglo XX. Libro 3: Artes y humanidades, México, UNAM/Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial, Ateneo Miravalle, 2018.
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Samuel Noyola, “Constelación del slam 12-Serpiente”, en “El curioso impertinente”, La Jornada Semanal, 18 de junio, México, DF, 1995, p. 10. ↩
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De la portada del álbum Los Folkloristas: Repertorio 1967-1970, vol. 3 (Discos Pueblo, DP-1003, 1974), citado por Zolov, Eric, Rebeldes con causa, la contracultura mexicana y la crisis del Estado patriarcal, Norma, México, 2002, p. 315. El sello Discos Pueblo fue fundado por algunos miembros del grupo Los Folkloristas en 1973. El presidente latinoamericanista Luis Echeverría Álvarez apoyaba a la música folclórica en México y según Zolov, Discos Pueblo había obtenido por parte del Estado mexicano la donación de un inmueble. ↩
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El evento fue organizado por Eduardo y Alfonso López Negrete, el productor de Telesistema Mexicano Luis de Llano Macedo, Justino Compeán Palacios y otros jóvenes que lograron la autorización del gobernador del Estado de México, Hank González. ↩
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Véase Tiempo Libre, publicación semanal del diario unomásuno, tomo IV, número 213, del 8 al 14 de junio de 1984. ↩
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El proyecto fue iniciativa de los hermanos Jorge y Antonio Pantoja, la directora del Museo, Ángeles Mastretta, y el director de Difusión Cultural de la UNAM, Gerardo Estrada. ↩
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Eric Zolov señala en Rebeldes con Causa, la contracultura mexicana y la crisis del Estado patriarcal, que la cultura del movimiento estudiantil del 68 fue festiva y utilizó a grupos musicales, el teatro político, la lectura de poesía y la creación de murales, pero practicamente no incluyó al rock. El rock anglosajón nutrió al estudiantado, aunque durante las manifestaciones no se utilizara esta música. Los estudiantes podían escuchar el rock extranjero que asociaban a la vanguardia y la rebeldía, mientras que desdeñaban al rock local. ↩
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Según testimonio de Carlos Imaz, expresado al autor en 2002. ↩