Orígenes del cáncer y la vida eterna

Orígenes / dossier / Febrero de 2019

Benny Weiss

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Según la tradición judeocristiana, Dios plantó todo tipo de árboles en el jardín del Edén, pero al centro colocó sólo dos, muy especiales: el árbol de la vida eterna y el que permitía diferenciar entre el bien y el mal. Encargó su cuidado a Adán y Eva y les explicó que podían comer el fruto de todos los demás árboles pero que morirían si probaban el de alguno de éstos. La serpiente, sin embargo, convenció a Eva, y ella a Adán, de que adquirirían la sabiduría al comer del fruto de uno de los árboles prohibidos, pues distinguirían entre el bien y el mal. No se especifica qué fruto cargaba este árbol, pero la tradición sostiene que era una manzana. Eva y Adán no murieron, según habían sido amenazados, pero Dios los expulsó del jardín. No quería que su creación fuera inmortal y resultaba la única manera de asegurarse de que no lo desobedecerían de nuevo para probar el fruto del otro árbol, el de la vida eterna. Para evitar el regreso de la pareja, puso a las puertas del Edén a un querubín como guardia, con una espada de fuego en eterno movimiento. Difirió la pena de muerte inmediata; la conmutó por el dolor del parto y la necesidad de ganarse el pan con el sudor de la frente. Les dijo que volverían a ser polvo de la tierra y limitó la vida del ser humano a 120 años.

Peter Paul Rubens y Jan Brueghel el Viejo, El Paraíso terrenal con la caída de Adán y Eva, 1617

Un exceso de vitalidad que mata

A pesar del avance de las ciencias médicas, no hay registros oficiales de que el tope de edad bíblico haya sido rebasado. Se ha llegado cerca, es todo. Sin embargo, con las técnicas de cultivo celular que comenzaron a desarrollarse a finales del siglo antepasado, se ha logrado mantener células humanas en continua proliferación y se ha planteado, incluso, que algunas podrían tener una vida infinita. Parecería que las células que nos conforman tienen, de manera individual, la posibilidad de una vida eterna cuando nosotros, sus portadores, estamos limitados a un máximo de 120 años. Mientras que en la mayoría de las enfermedades letales las células involucradas dejan de funcionar adecuadamente, degeneran o mueren, los tumores son los únicos tejidos en donde las células enfermas generan sin cesar más células enfermas, todas semejantes a la que les dio origen. En efecto, el cáncer es una enfermedad neoplásica (del griego antiguo neos: nuevo y plasia: creación o formación) y no crónica degenerativa (donde las células, tejidos y órganos van perdiendo su funcionalidad). El mecanismo de multiplicación celular es natural para reemplazar a las que se desechan o se pierden accidentalmente, pero se trata de una proliferación ordenada y limitada. Por ejemplo, si perdemos sangre generamos la suficiente para compensarla; si sufrimos una herida en la piel, las células adyacentes proliferarán solamente hasta cerrar la herida. En cambio, las cancerosas se distinguen por una pérdida de control en cuanto a una proliferación ordenada y limitada en el tiempo. Esta multiplicación desregulada puede desencadenarse en cualquiera de nuestras células; por ello existen tantos tipos de cáncer cuantos tipos de células en nuestro cuerpo. Al observar cómo ciertos crecimientos mamarios generaban un primer tumor central del que salían ramas para invadir poco a poco el contorno, los antiguos romanos los llamaron cáncer, o sea: cangrejo (vocablo proveniente del antiguo griego karkinos). De ahí deriva el nombre que todos los crecimientos tumorales guardan hasta la fecha. Hace casi setenta años, en 1951, unas cuantas células fueron extraídas del tumor de una paciente llamada Henrietta Lacks y puestas en cultivo celular. La paciente murió ese mismo año, pero sus células, llamadas HeLa en honor a la mujer que les dio origen, continúan hasta la fecha su proceso reproductivo ininterrumpido. Se han convertido en una cepa de células de referencia para la investigación científica y miles de laboratorios alrededor del mundo las conservan en cultivo, haciendo que en cada momento existan trillones de células vivas provenientes de un ser que murió hace muchos años. Si ahora un profesor de primaria hiciera a sus alumnos la pregunta rudimentaria acerca de cuál es el animal más grande que existe, en lugar de contestar que la ballena azul, tendrían que decir que es Henrietta Lacks, aunque como ser humano murió hace mucho. La experimentación con células cancerosas fuera del cuerpo humano, en incubadoras específicas y con los elementos adecuados para permitir y regular su proliferación —llamada in vitro—, ha sido una poderosa técnica para investigar los procesos de la vida. Como estas muestras celulares no “mueren”, permiten experimentaciones a largo plazo. Son muy similares genéticamente a las células sanas, por lo que no sólo se utilizan para la investigación en oncología sino también para muchas otras enfermedades. Por un lado, el cáncer es un fuerte lastre para la vida humana, por el otro, puede resultar un aliado en su beneficio.

En el mal se origina la cura… eterna

En cuanto al origen del cáncer, creemos que existe una combinación de genes que condicionan la aparición de esta enfermedad, de tal forma que por herencia algunos individuos son más susceptibles de desarrollar un tumor maligno. Esta susceptibilidad se ve aumentada o disminuida por la interacción con el medio ambiente. La genética heredada no determina si se adquirirá una enfermedad, sino solamente sus probabilidades de aparición en respuesta a los estímulos del exterior. Por ejemplo, si una persona tiene en su familia individuos que han desarrollado un cáncer de pulmón, el fumar aumentaría considerablemente sus probabilidades de sufrirlo también. El estilo de vida propicia el aumento o disminución de la predisposición hereditaria a desarrollar enfermedades, entre ellas el cáncer. En la actualidad un cáncer ya no es necesariamente una condena de muerte o de grandes sufrimientos, pues algunos son curables y otros tienen una sobrevida en constante aumento, con cierta calidad de vida. Sin embargo, resulta frustrante que aun con el conocimiento actual —a través de las gigantescas inversiones en tiempo, recursos humanos y económicos— el entendimiento de sus orígenes se nos escapa, así como la manera de terminar con él. No obstante, conocemos técnicas y procedimientos para inducir en cualquier célula un cáncer, es más: se impuso una condena de cárcel a una mujer en los Estados Unidos que mató a su esposo suministrándole en sus alimentos sustancias cancerígenas. Hemos encontrado que no únicamente los químicos pueden transformar las células normales en cancerosas, sino que también las radiaciones y los virus pueden hacerlo. Sin embargo, repito, no sabemos cómo curarlas una vez transformadas. Ya sabemos cómo abrir la caja de Pandora, pero no cómo cerrarla. Si arrancamos el secreto de las células cancerosas y conocemos qué genes hay que activar en una célula para que prolifere tanto como queramos, o como necesitemos, estaríamos dando un avance enorme hacia la salud. Si supiéramos cómo prender, pero también —y es esencial— cómo apagar la proliferación de toda célula, tendríamos la capacidad de reemplazar tejidos viejos u órganos defectuosos, incluso aquellos perdidos en accidentes. Sería un gran paso hacia la inmortalidad. Como argumento comparativo recordemos que antes de los antibióticos los microorganismos patógenos que atacaban al ser humano solían ser mortales. Así le sucedió a Alejandro Magno en la antigua Grecia, quien en camino a consolidar su enorme imperio murió de una calentura a los 33 años. Quizás otra historia mundial tendríamos si se hubiera empleado la penicilina para curar al gran conquistador. En aquel entonces no se tenía idea del origen de las calenturas mortales porque se desconocía la existencia de los microorganismos. Pero aun cuando se hubieran conocido, no se disponía de la ciencia suficiente para combatirlos. Con la invención del microscopio la ciencia pudo, en épocas de Louis Pasteur, a finales del siglo XIX, identificar a los microorganismos, pero no se sabía cómo matarlos dentro del cuerpo humano. Alexander Fleming, que experimentaba con microorganismos en su laboratorio, batallaba con sus cultivos de bacterias pues se contaminaban con hongos que echaban a perder sus experimentos. A finales de los años 1920, al analizar los motivos de su reincidente fracaso, descubrió que las bacterias morían porque los hongos producían una sustancia letal. Éste fue el inicio del descubrimiento de la penicilina. Sacarle provecho al fracaso mediante un análisis profundo de sus fallas es una de las grandes virtudes de los descubridores. Es muy probable que, de forma similar, por serendipia, algún investigador vea de pronto lo que hasta ahora nadie ha podido ver en la lucha contra el cáncer. Uno de los grandes misterios de la vida se encuentra en la capacidad innata de defendernos de los cuerpos extraños que penetran en nuestro cuerpo, entre ellos los microorganismos patógenos. Ante la invasión de cuerpos extraños, las células llamadas leucocitos montan una defensa para eliminarlos. Están preparadas para confrontar a casi cada uno de los microorganismos existentes en el medio ambiente e incluso a las células provenientes de otros seres vivos. Por eso mismo el cáncer no es contagioso: si una célula maligna pasara de un cuerpo enfermo a uno sano, sería inmediatamente eliminada. A esta defensa se le llama inmunitaria. Cuando el invasor es muy numeroso no alcanza este sistema a montar una respuesta eficiente por lo que una ayuda externa, como la administración de un antibiótico, es necesaria. A su vez, cuando los astronautas llegan del espacio exterior son sometidos a una cuarentena para cerciorarse de que no traen un microorganismo que el sistema inmune no esté capacitado para reconocer. En efecto, el sistema inmune sólo reconoce a los invasores que se encuentran en su medio ambiente. Aun cuando la conquista española de Mesoamérica mató por las armas a muchos guerreros, las infecciones que traían los conquistadores hicieron estragos mucho mayores en la población, que no tenía defensa contra ellos. Recientemente se ha encontrado que otra de las funciones del sistema inmune es la eliminación de las células defectuosas del cuerpo en una especie de limpieza interna. Se cree que el sistema inmune está continuamente eliminando a toda célula que trate de adquirir capacidades de proliferación descontrolada. Sin embargo, las cancerígenas evaden el reconocimiento inmune. Si la inmunología tumoral descubriera cuál es el mecanismo que emplean y consiguiera reproducirlo, se daría otro gran paso en la medicina, pues se facilitarían los trasplantes que suelen ser rechazados como extraños por el receptor.

Sidney Hall, La constelación de Cáncer, en el Urania’s Mirror, 1824


Por ahora, los tratamientos contra el cáncer intentan eliminar a las células cancerosas. Sin embargo, al ser genéticamente muy semejantes a las demás, las sanas también se dañan, lo cual constituye una gran limitante. Si llegáramos a entender a través de qué mecanismo una célula cancerosa se defiende del sistema inmunológico, no únicamente estaríamos en camino a curar el cáncer sino también a volvernos inmunes a los ataques de cuerpos extraños como los microorganismos y de combatir enfermedades autoinmunes que han sido históricamente una lacra para la sobrevivencia del hombre. La puerta del secreto de la vida eterna que esconde el cáncer está entreabierta. ¿Qué combinación o alteración de genes es necesaria para que una célula sana adquiera, como las cancerosas, la capacidad de proliferar indefinidamente, pero ahora de manera controlada? No lo sabemos, pero contamos con la tecnología suficiente para ello. Hay que esperar para que alguien la encuentre. La cuestión no es si se puede, sino cuándo se podrá. El cáncer, en muchos casos, es la antesala de la muerte pero, irónicamente, también resguarda el secreto de la inmortalidad. ¿Será que en un futuro podamos evadir al querubín y sortear la espada de fuego divino, probar el fruto del árbol de la vida eterna?

Imagen de portada: Cornelis Cort, grabado en el que aparece Hércules dándole fin a Carcinos, ca. 1565