De un tiempo para acá me levanto muy temprano, cuando apenas está amaneciendo, y me pongo a mirar pájaros a través de unos prismáticos. Luego, mientras tomo el primer café de la mañana y con ayuda de una guía, voy tratando de identificar las especies que he logrado avistar. Mi pareja y yo vivimos desde hace un par de meses en esta casa de campo en las montañas del Cauca, la región donde nací hace 42 años. Se nos ocurrió la idea de fabricar este refugio en parte para hacer tiempo, mientras se aclara el panorama del mundo posterior a la pandemia. Desde aquí, o al menos eso pensábamos antes de que este país estallara, vamos a estar en condiciones de decidir mejor lo que queremos hacer, a qué ciudad iremos a vivir cuando la nueva normalidad muestre su verdadero rostro. Hay muchas especies de aves extraordinarias que, de tanto verlas, ya se me han vuelto comunes, aunque no tanto para alcanzar la cualidad de las cosas vulgares. De hecho, no importa que vengan todas las mañanas, siempre me producen una emoción primitiva. Las quinquinas (Cyanocorax ynca), por ejemplo, con su capa verde limón y su pequeña cresta azul encima de la cabeza negra, que vienen en pandillas de cinco o seis individuos y se ponen a parlotear entre las ramas como si estuvieran criticando a un amigo. También llegan parejas de mochileros (Psarocolius decumanus), nombrados así porque construyen unos nidos colgantes muy bonitos y elaborados, aunque para mí lo más atractivo de la especie son sus extrañas llamadas que a ratos suenan como samples de música electrónica. Algo menos frecuentes son las visitas de dos tipos de tucanes, uno más bien pequeño de color verde que, según la guía, podría ser el Aulacorhynchus derbianus, y otro muy hermoso, de tonos azules y rojos, que todavía no he podido identificar. Eso, por no hablar de las muchas especies de carpinteros y colibríes, del puñado de alegres rapaces o los esquivos barranqueros (Momotus momota), que se posan en el ramaje sombrío y dejan escapar un breve canto melancólico que contrasta con el turquesa de su plumaje y su larga cola de oropeles. Son tantas las especies, tantos los colores, las formas, que uno empieza a preguntarse en serio si no habrá ocurrido aquí algún milagro o al menos un insólito capricho natural. Un amigo ornitólogo, a quien le escribo de vez en cuando para hablarle de mis avistamientos, me lo explica de manera mucho más prosaica:
Vivís en una encrucijada biogeográfica —dice—, un lugar de paso entre la selva del océano Pacífico, la cordillera de los Andes y la Amazonía. Esa combinación inusual es lo que explica la diversidad de pájaros que ves todos los días.
Esta tarde pensaba en las palabras de mi amigo ornitólogo mientras don Nicolás, un campesino cocalero, me contaba la historia de las avionetas que llegan a varios rincones del departamento cada semana desde los llanos venezolanos para abastecerse de pasta básica de cocaína. La gente habla también de grandes movimientos de ganado en la frontera. Cientos, quizá miles de vacas que entran ilegalmente al país desde Venezuela como parte del pago por las transacciones millonarias del narcotráfico. Don Nicolás, que parece estar muy informado, también habla de los pequeños submarinos nucleares en los que se transporta la droga desde los ríos del litoral Pacífico. Aquí, en estas montañas, parece que estamos aislados, dice, pero en realidad estamos conectados con todo el mundo por lado y lado y es por eso que los mexicanos ahora se nos metieron con todo a tratar de controlar estos territorios.
Si don Nicolás tiene razón, pienso ahora, las avionetas y los submarinos del narco vendrían a ser otras de las tantas rara avis que se producen en esta encrucijada biogeográfica, especies singulares, fruto de una extraña combinación de factores ambientales y climáticos. Don Nicolás es uno de los cientos de hombres y mujeres que se encuentran acampando desde hace tres semanas a pocos metros de las barricadas que taponan la carretera Panamericana. Vino con sus compañeros desde una población llamada El Carmelo, situada a unos cincuenta kilómetros al oeste, para unirse a las protestas del Paro Nacional en representación de un sector de los campesinos productores de hoja de coca. Mi madre, que es médico, ha estado visitando el campamento desde hace unos días para llevar medicinas y atender a algunos pacientes con dolencias ligeras, contracturas o heridas provocadas durante los enfrentamientos con la policía y el ejército. Mi pareja y yo acompañamos a mi madre y le ayudamos con las labores de enfermería. Entre las decenas de carpas improvisadas con palos, cuerdas y plásticos asciende el humo de varias hogueras y la gente se reúne alrededor del fuego para cuchichear y soltar algunas carcajadas que parecen aliviar un poco la presión. Por supuesto, no es la primera vez que los cocaleros de El Carmelo y veredas aledañas se unen a una manifestación de este tipo, pero nunca antes se habían sentido tan respaldados. “Normalmente cuando salimos a protestar el resto del país nos deja solos”, dice don Nicolás, mientras mi madre le aplica un ungüento en la espalda. “Pero esta vez no, esta vez somos todos protestando, todos juntos. Campesinos, indígenas, negros, estudiantes, la gente de las ciudades.” Don Nicolás se interrumpe porque un helicóptero del ejército pasa volando a lo lejos. Le pregunto si está nervioso y él no dice ni que sí ni que no. Sólo responde que los campesinos como él están acostumbrados a eso y a cosas mucho peores. Me cuenta:
A nosotros llevan toda la vida dándonos bala, pero, como lo hacían por allá lejos, a nadie le importaba. Ahora están matando a la gente en plena calle, en Cali, en Bogotá, en todas partes y ya se sabe todo, todo queda grabado en los teléfonos de la gente. Ya no lo pueden esconder como hacen con nosotros por acá. Mire: eso de la guerra contra el narcotráfico es pura paja. Se lo digo yo, que llevo sembrando coca media vida. La guerra no es contra la droga; es al final contra nosotros los pobres. Bala y glifosato, lo único que han sabido darnos todos los gobiernos.
Don Nicolás pronuncia todas estas palabras en un tono ligero; en ningún momento asume la gravedad de quien denuncia una injusticia histórica. Y observando el comportamiento general de todos los que están allí acampando, pienso que entre ellos cunde más la esperanza que el rencor, más las ganas de vivir bien que cualquier forma de odio. Hay tensión en el campamento, sin duda, hay también muchos recelos (al interior de la movilización y hacia cualquier elemento externo, incluidos nosotros). Pero yo diría que también hay una enorme carga de entusiasmo, como si se estuvieran preparando para una gran boda o unas fiestas patronales. En el camino de regreso a casa, ya lejos del campamento, me pregunto por esa energía que ya he sentido otras veces en las marchas campesinas o en las mingas indígenas, como si el pueblo tuviera unas reservas secretas y aparentemente inagotables de… ¿cómo llamarle a esa fuerza humana? ¿Deseo? ¿Fe? ¿Amor? ¿Futuro? Y lo otro que me pregunto es: ¿cómo conservar aunque sea una pizca de esa fuerza ante la avalancha de horrores que estamos viendo cada día? Hoy hallaron en un cañaduzal los cuerpos de dos jóvenes manifestantes que llevaban varios días desaparecidos y que habían sido vistos por última vez en manos de la policía. A estas alturas es muy evidente que las fuerzas de seguridad del Estado tienen órdenes de asesinar y sembrar el terror. Anteayer nos enteramos de que al menos una sede de la cadena de supermercados Éxito se habría utilizado como centro de detención y torturas por parte de la policía; incluso circula en redes un video institucional donde el actual ministro de Defensa1 y el gerente general de esos supermercados reparten entre los agentes antidisturbios unos bonos de regalo, mientras el video ensalza la colaboración entre la empresa privada y la seguridad del Estado como un matrimonio perfecto. La lista de desaparecidos en todo el país supera los quinientos y gracias a un informe de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz hoy se conoció que los cuerpos de muchos jóvenes capturados por la policía en Cali estarían siendo arrojados en fosas comunes en el área rural de los municipios de Buga y Yumbo, a poco más de cien kilómetros de aquí. Carros sin ninguna identificación oficial secuestran gente en la calle, casi al azar. Civiles o policías sin uniforme disparan contra las concentraciones de manifestantes. Hoy la noche está más tranquila que de costumbre. Al menos no se escuchan las ambulancias, ni los gritos, apenas unos pocos disparos. De todas maneras, no puedo dormir y trato de distraerme en la lectura (ésa es mi rutina de salud mental: en la mañana, pájaros; en la noche, libros). De pronto, en los apuntes de 1942 de Elías Canetti encuentro por fin unas palabras donde, aparte de consuelo, percibo algo de la energía innombrable que se respiraba en el campamento campesino: “Aún tendrá que haber judíos cuando el último haya sido exterminado.” ¿Qué cosa serán esos “judíos” que quedan cuando todos los judíos han sido exterminados? O mejor, ¿cuál es la diferencia entre esos “judíos” que son totalmente exterminados y los que hay después del exterminio? ¿Son los mismos judíos o son otros? Ciertamente la diferencia parece ser de orden no tanto ontológico, como nominal. Y los que quedan, ¿son más o menos judíos que los que fueron exterminados? Quizá no importa. Quizá lo que vale la pena tener en cuenta es que quedarán judíos cuando el último judío sea asesinado. Lo fundamental es que siempre habrá judíos, no importa cuán exhaustiva sea la labor de exterminio. Hay cosas que no se pueden matar, por mucho que la muerte se empeñe.
Imagen de portada: Inicio del Paro Nacional en Bogotá, 28 de abril de 2021. Fotografía de Jimmy Moreno. Cortesía del fotógrafo
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Diego Andrés Molano Aponte. [N. del E.] ↩