Una se reconoce de inmediato al leer a una hija hablando de su progenitora, quizá porque todas hemos intentado, en algún momento, comprender a nuestras madres: a modo de ejercicio de empatía, de constatación de la propia identidad o para apaciguar el rencor. Ésta es la búsqueda de la protagonista de Los abismos, novela de la escritora colombiana Pilar Quintana, Premio Alfaguara de Novela 2021. La historia está narrada en primera persona: a ratos parece un recuento de eventos próximos contados desde la niñez, pero el tono reflexivo y por momentos lírico de la voz narrativa hace pensar en un ejercicio de introspección, como el que se hace al escribir memorias desde la edad adulta. El relato de Claudia, la protagonista, se sitúa en la década de los ochenta en Cali, durante el periodo que va de sus ocho a sus nueve años de edad. La niña vive con sus padres en un apartamento repleto de plantas cuidadas por su madre, quien está todo el día en casa dedicada a las labores domésticas. El padre pasa el tiempo afuera, administrando un supermercado de su propiedad. La vegetación exuberante, reconfortante y misteriosa, conforma el escenario de su infancia, representa juego, regocijo y seguridad. A lo largo de la narración vemos cómo las certezas que sostienen ese paraíso idílico se desvanecen. Al visitar con su familia una región montañosa, la niña descubre que la vegetación no domesticada guarda animales venenosos y precipicios escarpados; después de varios sucesos familiares, también descubre que su madre vive periodos prolongados de tristeza sin salir de la cama y que a su padre, usualmente bondadoso y taciturno, de vez en cuando se le despierta un monstruo: impone, ordena, restringe y controla la vida de los demás a través de la violencia. Claudia tiene largas charlas con su progenitora, que la llama tocaya, ya que comparten el nombre. Ella le habla con total honestidad: es una forma un tanto cruel, pero efectiva, de reforzar la cercanía con su hija; quizá usa esta estrategia a falta de otras y ante su carencia de educación emocional. La niña relata en estilo indirecto estas conversaciones, que ocupan largas extensiones de la narración. Así, podemos notar que la madre de Claudia se encuentra atrapada por la institución del matrimonio y la “institución de la maternidad” (como la nombra Adrienne Rich). Ella sabe, y la gente a su alrededor le recuerda constantemente, que debe cuidar a los suyos, estar a disposición permanente de la familia y hacer funcionar el hogar, incluso a costa de sí misma. Su papel como ama de casa y madre se impone sobre impulsos y deseos individuales, identitarios. Esta carga resulta avasalladora para una mujer que tuvo a su alcance la emancipación a través de la educación y el trabajo remunerado, pero le fue negada por su restrictiva y conservadora familia. Cuando era más joven, ella intentó irse a viajar por el mundo y pretendió estudiar la universidad. Las negativas de su padre la condujeron a seguir el camino convencionalmente establecido para ella: casarse por conveniencia con un hombre veinte años mayor, que es el padre de la niña que cuenta la historia. Parece que haber atisbado las posibilidades de una vida distinta la sumerge en el desencanto, que se hace más intenso cuando bebe. En dichos episodios de profunda melancolía se desentiende por completo de la pequeña, que pasa el tiempo sola o con la criada. En ocasiones, a la hija le gana el hartazgo ante el desánimo de su madre: “Es la peor mamá del mundo”, le dice un día a la empleada doméstica, al volver de clases. No obstante, a lo largo de la historia, vuelve una y otra vez a hacer esfuerzos por comprender a su progenitora, por conjeturar soluciones para su tristeza. Lo ideal para su madre, piensa, hubiera sido escapar con su amor de juventud, no tener una hija y así eludir su tormentoso presente: “Mi mamá podría haber sido […] una tía aventurera, una mujer sin hijos, enamorada de su marido y satisfecha con la vida”. Este tipo de conclusiones, aunque la niña las cuenta sin énfasis, como una disquisición más de sus pensamientos, es parte del dolor que atraviesa el libro: el de una conciencia que intenta reconocerse en su progenitora y se encuentra con una mujer que no está conforme con su matrimonio ni con su maternidad. La situación se hace más difícil para Claudia cuando, pese a su corta edad, debe tomar el papel de cuidadora, conducir la situación para salvar a su madre de los abismos que la llaman con avidez: está obsesionada con los suicidios de mujeres famosas y a ratos parece querer imitarlas. A esto la niña se enfrenta sola, sin redes de apoyo que la acompañen o le expliquen la situación. Y, aunque se esfuerza en ayudarla, no cabe duda de que entre una madre y una hija, por muy cercana que sea su relación, hay una distancia insalvable. Esta historia se aleja de maniqueísmos y conclusiones apresuradas. La madre de Claudia no es sólo una víctima de su entorno. Ella intenta varias veces cambiar su situación: tiene un amante, sale de vacaciones con la familia, consigue trabajo. Su exploración del deseo es una forma de rebeldía. Incluso su entrega a la tristeza puede verse como una manera, riesgosa sin duda, de evadir la imposición de las normas que la sociedad le exige seguir. Quiere defender a toda costa su identidad, aun si debe pasar por encima de la tranquilidad de su hija. No obstante, una y otra vez la institución familiar la arrastra, mediante la insistencia de la niña de seguir hablando con ella y la violenta coerción del marido. Sin embargo, sus hartazgos, dolores y enojos conviven con la ternura y el cariño hacia la niña y no se anulan entre sí. En un punto, le promete que no dejará que la tristeza “le vuelva a ganar”; aunque no lo cumple. La relación entre madre e hija se presenta así en su ambivalencia, con sus contradicciones. Claudia mira a los adultos a su alrededor, pero en especial a su madre, desde el asombro, con la fascinación que producen las alturas y lo que no podemos entender. De tanto mirar a otros, a ratos, su figura como una niña con personalidad y deseos propios se desdibuja. Nos queda, sin embargo, el vértigo que le produce la contemplación tanto de los abismos físicos: un barranco, el filo de la carretera, unas escaleras demasiado altas; como de aquellos que son inmateriales: los silencios en el desayuno después de una discusión entre sus padres, la tristeza imposible de compartir, el reconocimiento de la violencia que marca relaciones interpersonales, incluso aquellas donde supuestamente predomina el amor. Calan hondo en Claudia los vacíos que siente por dentro: el que la separará por siempre de su madre, que sólo parece hacerse más y más profundo, la falta de certezas sobre su propia identidad, la desconfianza ante un mundo que se demuestra muy lejos de sus creencias iniciales, de cómo le enseñaron que debían ser las cosas. No es difícil encontrarse en el sobresalto de Claudia: muchas hemos sentido alguna vez esos abismos.
Imagen de portada: Mary Bishop, A woman falling headlong into a red abyss (detalle), 1959. Wellcome Collection