Dedico estos días de encierro obligado por el coronavirus a contar en varias lenguas, por escrito y oralmente, en prensa, radio y televisión, a qué dedico estos días de encierro obligado por el coronavirus. Es broma. No, no es broma: es la verdad (o esa impresión tengo). Aunque también es verdad que, en esos informes improvisados, no siempre he dicho la verdad. O no del todo.
He dicho a menudo, por ejemplo, que para un escritor debe de ser más fácil que para el común de los mortales soportar una temporada de confinamiento como ésta, porque al fin y al cabo nuestra vida habitual es una vida de confinamiento voluntario. Y es cierto. Pero también es cierto —aunque esto no lo he dicho en mis informes— que no es lo mismo vivir confinado por placer (porque es lo que conlleva tu vocación, o el oficio que elegiste) que vivir confinado a la fuerza, rodeado además de gente confinada como tú. No es menos cierto que, si lo que está ocurriendo no fuera una catástrofe colectiva, sería una bendición personal; la prueba es que, como he cancelado todos mis viajes y compromisos, me paso el día haciendo lo que más me gusta: leer, escribir, ver películas y pensar en las musarañas.
También he contado a menudo que aprovecho el encierro para seguir escribiendo la segunda parte de Terra alta, mi última novela, y tampoco he mentido en eso. No he dicho, en cambio —o no demasiado: me daba vergüenza decirlo, supongo—, que la catástrofe del coronavirus puede ser buenísima para la literatura, porque a menudo lo que es malo para la vida es bueno para la literatura, y lo que es malo para la literatura es bueno para la vida. Quiero decir que la felicidad es muda, que, en un mundo feliz, no habría literatura, o como mínimo no habría novelas (poesía tal vez, pero poca y muy mala). Quiero decir que la literatura se alimenta del horror, del conflicto, de la discordia: de lo malo, no de lo bueno. Quiero decir que los escritores somos gente peligrosa, bestias carroñeras, en el mejor de los casos individuos parecidos a los alquimistas, aquellos chalados que buscaban convertir el hierro en oro: los mejores de nosotros convierten el espanto y el sufrimiento en belleza y sentido. Por eso la literatura es útil. Yo no creía eso, que la literatura fuera útil, cuando empecé a escribir y aspiraba a ser un escritor posmoderno (a ser posible un escritor posmoderno estadounidense); pero ahora, cuando sólo aspiro a ser el mejor escritor posible, ya sé que estaba equivocado. Claro que la literatura es útil; siempre y cuando, desde luego, no se proponga serlo: en el momento en que se propone serlo se convierte en propaganda o pedagogía. Y deja de ser literatura (al menos buena literatura). Y deja de ser útil.
Por supuesto, en estos días he hablado mucho de mis lecturas —de Don Winslow, de Robert A. Caro, de Wislawa Szymborska, de Walter Kempowski, de Alice Munro, de Clément Rosset, de Olga Tokarczuk o de Los desnudos, el último poemario de Antonio Lucas—, pero no recuerdo haber dicho que la lectura ideal para el encierro del coronavirus, si de lo que se trata es de encontrar un espejo de nuestra situación, son las novelas y relatos de Franz Kafka, que tienen la textura exacta de estos días, es decir, la exacta textura de una pesadilla.
Y no le he dicho a nadie, tampoco, que he leído la prensa de una manera furiosa y obsesiva, por no decir francamente tóxica, y que a ratos he sentido unas ganas locas de crucificar al próximo charlatán que asegurase que todos podemos ser héroes quedándonos en casa, al próximo halcón despiadado que, como el ministro de finanzas holandés Wopke Hoekstra, usase la palabra “empatía”, al próximo articulista que intentase demostrar que esto no es una guerra (y también al próximo que intentase demostrar que sí lo es).
Pero lo que sobre todo no le he dicho a nadie —en ninguna lengua, ni en la prensa ni en la radio ni en la televisión— es lo más importante, y es que, desde que me encerré a cal y canto en mi casa, con mi mujer y mi hijo, he hecho lo imposible por no pasar un día sin reírme. No sólo porque un día sin reírse es un día perdido (como dicen que dijo Charles Chaplin), ni porque, en un mundo sin Dios, el sentido del humor es una obligación moral (como le dijo Kafka a su joven amigo Gustav Janouch); sobre todo porque no paro de acordarme de Germaine Tillion, la gran etnóloga francesa que, durante su encierro en el campo de concentración nazi de Ravensbrück, concibió la idea genial de escribir y representar, junto con sus compañeras de confinamiento, una “opereta-revista” para reírse de ellas mismas y de su incalculable desdicha. (La obra se titula El Verfügbar en los infiernos y es una parodia del Orfeo en los infiernos de Offenbach, a su vez una parodia del Orfeo y Eurídice de Gluck). No sé si eso es exactamente un acto heroico, pero la verdad es que lo parece.
En definitiva, eso es lo que, mientras centenares y centenares de personas mueren a diario a mi alrededor, en hospitales y residencias de ancianos (o simplemente en sus casas), no he dicho o no le he querido decir a nadie, o se me ha olvidado decir: que la alegría es el único antídoto eficaz contra el horror.
(Fechado a 5 de abril, vigesimosegunda jornada de confinamiento).
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Imagen de portada: David Teniers el joven, Alquimista en su laboratorio, ca. 1640. Wellcome Collection CC