Algo tienen las cataratas del río Passaic en Paterson, que arrastran a su paso cualquier elemento, incorporándolo a su cauce. Al menos en eso coincide el cura y activista mexicano Juan Carlos Ruiz con el poeta estadounidense William Carlos Williams para describir las aguas que confluyen en ese pequeño pueblo industrial en Nueva Jersey. Al Paterson del autor estadounidense, registra en un épico poemario que comenzó a escribir ahí mismo en 1946 y terminó doce años después, el mexicano llegó a finales de 1986 para instalarse en los Estados Unidos. “Venía de vacaciones a visitar a mis papás y hermanos que habían emigrado ya, supe que no iba a volver a México. Dejé el seminario en San Luis Potosí. Vi que había mucha necesidad de ayudar a nuestra gente de acá”, me cuenta el padre Juan Carlos en la iglesia de San Francisco Xavier en Nueva York, donde se celebra como cada jueves una asamblea de la Coalición Nuevo Santuario, una de las organizaciones que ayudan a migrantes que están viviendo ilegalmente en el país de la que él es uno de los portavoces. Es la cuarta vez que me encuentro con Juan Carlos a lo largo del mes de marzo y la primera en la que podemos hablar por más de diez minutos. En las anteriores apenas charlamos mientras me pedía que primero observara y escuchara las dinámicas de la organización. “Vi una necesidad de sacerdotes bilingües, multiculturales. Yo nunca lo pensé. Nunca había pensado en venirme a Gringolandia. Tú sabes que el mexicano tiene esta idealización, pero a la vez, con una fuerza similar, tiene este odio en contra de todo lo que este país representa”, continúa. Juan Carlos es tan lúcido como laborioso. Recibe al día casi un centenar de llamadas a su teléfono celular de personas que buscan ayuda, que se enteraron del trabajo de la coalición y buscan orientación legal migratoria o simplemente quieren saludar a un hombre que derrocha energía cuando habla. Con esa misma voz rememora que el Movimiento Santuario surgió a principios de la década de los ochenta en Tucson, Arizona, dentro de la parroquia presbiteriana del reverendo John Fife, cuando acogió a migrantes en su mayoría provenientes de países centroamericanos que huían de las guerras. Los ochenta fueron una época sangrienta en Centroamérica. Empezando la década el gobierno salvadoreño impuso un estado de excepción en donde el ejército actuaba de manera arbitraria en contra de sus ciudadanos, enmarcando el comienzo de asesinatos masivos y del desplazamiento forzado de 192,000 personas durante una guerra civil que se extendió hasta 1992. Casi al mismo tiempo la población de Guatemala padeció el mismo horror y la mayoría comenzó un éxodo rumbo a los Estados Unidos, vía territorio mexicano. En julio de 1980 una noticia conmovió al mundo. Más de dos docenas de salvadoreños que cruzaban el infernal desierto de Sonora fueron abandonados por sus “coyotes” en aquel desolado paisaje. Trece de ellos perecieron en la travesía. Cuando los sobrevivientes fueron llevados a Tucson y Phoenix, las iglesias que querían ayudarlos descubrieron que el Servicio de Inmigración y Naturalización (INS por sus siglas en inglés) planeaba repatriarlos sin permitir que ninguno de ellos solicitara asilo. Fue entonces cuando las iglesias como las del reverendo Fife abrieron sus puertas, pensando que estos refugiados podían acogerse a la Ley de Refugiados de 1980 y otras leyes que proporcionaban asilo a cualquier persona que pudiera demostrar un “temor bien fundado de persecución”. Las comunidades religiosas de Tucson y Phoenix establecieron un grupo de trabajo para ayudar a estos y a otros refugiados. La ayuda se fue contagiando y el Movimiento se extendió hasta medio millar de congregaciones protestantes, católicas y judías en 17 ciudades del país. “Yo siempre digo que el primer movimiento era un movimiento de desobediencia civil. El más grande de ese entonces. ¿Por qué desobediencia civil? Porque estaba actuando con violencia en contra de esta ley injusta que criminaliza a los migrantes. Entonces existía esta ley que tenía que rehacerse, romper para rehacerse, violentar para rehacerse.”
Los sitios en los que se celebran cultos religiosos, así como escuelas y hospitales, fueron oficialmente considerados por el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de EUA (ICE por su siglas en inglés) como sitios sensibles en los que no se permitían las detenciones, según un memorándum de 2011. Antes ésta era una regla no escrita entre los agentes migratorios y sólo se hizo oficial en la segunda parte de la administración del presidente Barack Obama con los llamados “Morton Memos”, nombrados así porque fueron firmados por el director de ICE, John Morton, quien entre otras cosas también estableció un ejercicio de discrecionalidad para la aprehensión, detención y expulsión de extranjeros donde se prohibía la detención de mujeres embarazadas, personas que llegaron siendo niños, personas que tienen dependientes con enfermedades mentales, entre otros. Todas estas acciones que daban hasta cierto punto amparo a los migrantes que no cometieron crímenes mayores, fueron anuladas con el arribo al poder de Donald Trump, quien firmó una orden ejecutiva el 25 de enero de 2017 para comenzar una nueva persecución contra los migrantes que permanecen en el país de manera ilegal. Juan Carlos dice que conoció al reverendo Fife en los años noventa, cuando recorría los largos pasillos de la Iglesia católica en los Estados Unidos. En ese tiempo, Juan Carlos ya había experimentado en carne propia la vida de un migrante sin papeles, pues rebasó los 90 días que su visa de turista le permitía estar en el territorio estadounidense y se inscribió al seminario bajo una identidad falsa. “Lo hice a propósito. Quería ver si la Iglesia igual que el gobierno me iba a reducir a un papel”, recuerda Ruiz. Se mudó a Florida para retomar su llamado al sacerdocio en 1987 en un seminario, y cuatro años más tarde a Chicago, Illinois, para realizar un posgrado en teología. Al terminar regresó al cauce del río Passaic. “Regresé con una teología muy diferente a la que se practica y vive en esta diócesis, porque Chicago, eclesiásticamente hablando, es progresista, solidario con las luchas del pueblo latinoamericano. Cuando yo llego a Paterson, el prelado y la jerarquía están controlados por inmigrantes alemanes e italianos, que tienen una mirada más hacia la Europa blanca”. Esto y otras acciones liberales eventualmente le generarían fricciones con la cúpula eclesiástica neojerseíta. Juan Carlos explica que fue excomulgado en varias ocasiones por la Iglesia católica, la primera cuando le dio la bendición a una pareja homosexual dentro de una parroquia del noroeste de Nueva Jersey. Las otras por organizar a los trabajadores católicos hispanos en el Bronx, Nueva York, y la última cuando contrajo nupcias con una mexicana de Tlaxcala “hace no mucho tiempo”. Cuando me enumera las excomulgaciones Juan Carlos sonríe, pero me aclara con seriedad que, pese a todo, siempre ha visto el evangelio de la Iglesia católica como un llamado al despertar de la conciencia social: “Dios y justicia son un sinónimo para mí. Y lo que siempre he visto en mi carrera, en mi vocación, no es tanto lo que nos diferencia de los credos, sino el que si uno practica la justicia o no. Somos seres sociales, pero también políticos, y para mí el sacerdocio es un acto político”, afirma antes de darle un largo sorbo a una botella de agua y respirar.
Nuevo Santuario
En los noventa el Movimiento Santuario perdió presencia, o dicho en palabras de Juan Carlos Ruiz, había sido, en todo caso, silenciado con la persecución de Fife y otros líderes a quienes se acusó de tráfico de personas y conspiración en 1986. Juan Carlos establece entonces el 2006 como referencia para el surgimiento de la Coalición Nuevo Santuario. Y fue gracias al caso de la mexicana Elvira Arellano, quien se atrincheró durante doce meses en una iglesia de Chicago para evitar la deportación: “eso prendió la mecha de nuevo”. En 2006 había 11 millones de indocumentados viviendo en los Estados Unidos, puntualiza Juan Carlos; muchos de ellos llevaban ya para entonces veinte, treinta años viviendo aquí y no habían podido entrar en la amnistía de 1986 firmada por el presidente Ronald Reagan que permitió la legalización de 2.7 millones de inmigrantes. Juan Carlos se detiene en ese 2006, cuando varios líderes dentro de la comunidad religiosa fueron llamados a un cónclave de tres días en San Antonio, Texas, para diseñar un plan pastoral en apoyo a los migrantes de la Iglesia católica de los Estados Unidos. “Entonces tenemos este problema y no le veíamos solución política, y no le veíamos solución en ninguna forma tradicional, ni con un plan pastoral ni nada.” Es entonces cuando el relato de Juan Carlos toma tonos bíblicos y cuenta que salió del enclaustramiento para hacer una caminata con su colega Alexia Salvatierra, una ministra luterana de Los Ángeles, y fue cuando surgió la pregunta: “¿Y por qué no hacemos lo que Elvira ha hecho y punto?” Y matizó: “abramos nuestras iglesias, nuestros templos, lo que sea para dar el micrófono a esta gente. En esos cinco minutos que salimos, empezamos a seguir la luz que había prendido Elvira Arellano en el 2006”. Elvira fue un vínculo con un caso que llevó el padre Juan Carlos en años recientes. El caso de Mirna Lascano. Para Mirna, regresar a México después de haber vivido en los Estados Unidos unos quince años le sonaba atractivo. Tenía ya dos hijas con su esposo mexicano, a quien había conocido en Nueva York y con quien se había casado en el 2000. Habían comprado unos “terrenitos” en su natal Tepeaca, Puebla, y pensaba llegar a instalarse ahí con sus hijas, nacidas en suelo nortamericano. Mirna quería que ellas conocieran a su familia y que tuvieran un espacio más amplio en donde vivir. Su esposo les enviaría remesas para construir la casa mientras las niñas iban a la escuela. Quizá desde Nueva York la idea sonaba muy bien: ya no tendrían que padecer el cruel invierno y vivir en un diminuto departamento del Harlem. Sin embargo, al llegar a México Mirna comenzó a descubrir la realidad que se vive en el país que había dejado en busca de mejores oportunidades. Para empezar, a su esposo y a ella los habían estafado con un pedazo de tierra que no existía y con ello comenzaba una serie de desventuras durante los siguientes meses de su vida. Sin casa, Mirna partió a Xalapa, Veracruz, a trabajar en un tianguis. Se llevó a sus hijas con la idea de que ahora sí pudieran estudiar, pero no contó con las manifestaciones que los maestros realizaron en protesta contra la Reforma educativa que había sido declarada constitucional en febrero de 2013. “Todos los días había marchas, no podía estabilizarme, ni trabajar ni tener a mis hijas en una escuela”, Mirna me lo cuenta con una voz que cada vez se va quebrando más. Un día descubrió un mensaje en la tablet que le habían regalado a su hija mayor, quien en ese entonces tenía 12 años: un proxeneta se la quería llevar a Monterrey. Mirna fue a hablar a la escuela, donde le dijeron que tenía que irse de Veracruz, “porque acá las desapariciones están que ni se imagina”. Mirna se regresó a Puebla pero ahora a casa de su suegra, sin saber que también se estaba llevando consigo a los traficantes de personas, ya que la muchachita se había enamorado de su acosador. La madre comenzó a recibir llamadas de hostigamiento, mensajes amenazantes de muerte cada día, cada hora… Se dio cuenta de que haber regresado a México había sido un plan destinado a la ruina. Mirna habló con su esposo y decidieron mandar de vuelta a sus dos hijas pensando que los problemas se acabarían. Primero volvió la mayor, quien corría más peligro, y una semana más tarde la menor la alcanzó. Mirna intentaría conseguir una visa para poder estar con ellos lo más pronto posible. Sin embargo, fue rechazada. Intentó cruzar de manera ilegal, pero fue detenida por la migra justo cuando intentaba saltar el muro. Después de este fracaso regresó a Puebla. Fue entonces cuando comenzó a buscar otras alternativas, pero ninguna puerta se le abría. Su hija en Nueva York había entrado en un cuadro depresivo con tendencias suicidas, por lo que la situación cada vez se hacía más crítica. Mirna agotaba las posibilidades. Acudió a dependencias del gobierno mexicano, a organizaciones no gubernamentales, a la UNICEF… Hizo todo lo que pudo en México, pero fue un congresista en Chicago quien le proporcionó el teléfono de Elvira Arellano. Elvira, la misma que se refugió en la iglesia de Chicago, le dio el número del padre Juan Carlos de la Coalición Nuevo Santuario, la cual sería una pieza fundamental para que Mirna pudiera reunirse nuevamente con sus hijas en los Estados Unidos. Fue a través del padre Juan Carlos que Mirna se sumó en 2016 a la Caravana por la Paz, la Vida y la Justicia en una coalición de diferentes organizaciones que partió desde Centroamérica hasta los Estados Unidos para visibilizar la lucha social de las personas afectadas por la guerra contra las drogas y su impacto en la sociedad civil. Era una manifestación parecida a las caravanas que han lanzado otras organizaciones para que centroamericanos puedan viajar en grupo a través de México y evitar algunos de los peligros en el camino para migrantes (estas caravanas han despertado el interés del presidente Donald Trump y lo ha manifestado a través de su cuenta de Twitter). La caravana a la que se unió Mirna salió desde Honduras, pasó por El Salvador, Guatemala y México. En Monterrey Juan Carlos esperaba a Mirna junto con sus hijas y un abogado para trasladarse posteriormente a Ciudad Juárez, donde la madre de las niñas una vez más intentaría cruzar. Al llegar al puente fronterizo le pidieron la visa que no tenía. Lo que siguió fue la exigencia de que saliera de ahí. Mirna respondió con una solicitud de asilo, pero le respondieron que no hay asilo para mexicanos. Les dijo que la estaban discriminando, y ellos la amenazaron, por violar la ley, con dejarla en detención entre seis meses y dos años si insistía. La separaron de sus hijas, y ahí comenzó un nuevo drama que Mirna cuenta entre lágrimas. Al final los oficiales la dejaron entrar a los Estados Unidos para seguir su caso de deportación mientras permanecía en el país. Al salir de la garita se juntó tanto con sus hijas como con el padre Juan Carlos. El ejemplo de Mirna, matiza Juan Carlos, ilumina cierta diferencia entre el viejo Movimiento Santuario y el actual. La meta primordial de la Coalición Nuevo Santuario de Nueva York, que se presentó oficialmente en 2007, era ya no solamente ayudar a la gente que venía de las guerras como los migrantes de los ochenta, sino también a los millones de personas, como Mirna, que están viviendo bajo un estatus migratorio irregular en territorio estadounidense. Los trabajos del movimiento son diversos: talleres sobre abusos de autoridades migratorias o servicio legal gratuito, además de un continuo activismo para apoyar a todos los migrantes. “Ahora tenemos a nuestra gente aquí —finaliza Juan Carlos— que ha vivido refugiada en las sombras sin ningún amparo porque realmente esta política antimigrante que vemos es también racista, porque sí quieren inmigrantes de ciertas características, de cierto perfil racial. Aquí a quienes no nos quieren son al latinoamericano, al indígena y al pobre.”
Imagen de portada: Foto de Félix Márquez, 2018.