Un día cualquiera entro al supermercado por una puerta que, silenciosa y dócil, se abre cuando me acerco. No lo pienso nada, felizmente entumecida por mi misión consumista. Un movimiento automático de esta naturaleza no me impresiona, ni a mí ni a nadie (mayor de 5 años) que habite esta ciudad densa. Parece una perogrullada decir que esto era muy distinto cuando, en el primer siglo después de nuestra era, los templos de Alejandría se comenzaron a abrir solos, en imponente danza de rechinidos, bajo el mando discreto de Herón. El inventor más prolífico de la Antigüedad tenía en su haber todo un catálogo de creaciones sorprendentes, entre ellas, las mentadas puertas accionadas por los dioses. La entrada al templo antiguo seguía el mismo embrujo que nuestra entrada al templo del consumo, pero quienes cruzaban ese umbral vivían ese paso pragmático como parte de un ritual más amplio. Herón de Alejandría sabía lo que su embrujo, accionado con vapor de agua y con el fuego de los sacrificios aledaños al templo, hacía pensar a los creyentes.1 Entonces la magia y la mecánica eran lo mismo para casi todo el mundo. A mi hipotético amigo ingeniero, que llamaré Jorge, le parece muy sencillo pensar en los asistentes de tal espectáculo como personas ignorantes y fácilmente impresionables. Yo le contesto que me considero tan ignorante como ellos, pues no tengo ni la menor idea de cómo funcionan las puertas del súper, o incluso más, porque yo sé que ahí hay un mecanismo y decido conscientemente desconocer sus entresijos. En lo que sí estoy de acuerdo con Jorge es en que hay un cambio gigante de percepción, que yo llamaría una incapacidad generalizada de maravillarse.
En primer término, la palabra autómata, que más griega no podría ser, se refiere a cualquier cosa (incluso una persona) que se mueva por voluntad propia o a cualquier máquina que se mueva por sí misma.2 Como las puertas del templo demuestran, un autómata no es necesariamente un robot como lo conocemos ahora, aunque muchos de los autómatas que describe Herón en su obra sí son primos cercanos de esa categoría. Ejemplo de esto es uno de sus inventos más hermosamente inútiles, que es, también, uno de los más famosos: sus pájaros, bestias labradas que gorjeaban, extendían las alas y “bebían” de una fuente. ¿Un simple juguete para que la dama o el caballero de alta sociedad pudiera impresionar a las visitas con lo que sería el equivalente de mostrar un lamborghini en tu cochera? Pájaros-robots que vuelan y cantan en villas frondosas en la plenitud cálida de Alejandría, vecinos disímiles de algún Alejandro Magno esculpido en mármol de mediana calidad. Acaso el contraste los hace más impactantes, aunque probablemente ahora su alma de engranes y vapor sería como alguna baratija china activada por baterías doble A. Cuánto perdemos del misterio gorjeante con tan solo enunciarlo desde el ahora.
Un tópico común de la ciencia ficción: una persona del pasado viaja en el tiempo y se encuentra de repente en nuestra época sin entender nada. Entre computadoras y automóviles, a pesar de los incontables sustos que le generan, ese personaje ve las innovaciones actuales como un avance de la humanidad. No así su desventurada contraparte contemporánea que es transportada a algún momento del “pasado”3 y se horroriza ante la brutalidad que ahí encuentra.
Esa fantasía del progreso traducida a la pantalla atribuye la genialidad a nuestro tiempo y el horror al pasado, y sin embargo, ya con los pies bien puestos en 2023, esa apreciación no me parece tan fácil de digerir. Yo, por mi parte, recurro al pasado cual persona adormecida que se da un pellizco para constatar que aún siente algo. Me despierto de mi propia incapacidad de maravillarme ante nada leyendo sobre máquinas antiguas que difícilmente pueden competir en criterios “objetivos”, si es que lo sometemos a esa muy contemporánea práctica, con una computadora.
Como dice en algún stand-up el ahora aborrecido Louis C. K., la gente se queja de que no haya wifi en un avión sin ponerse a pensar en lo increíble que es de por sí estar volando. Dentro del vientre mismo de la sofisticación tecnológica, nos olvidamos por completo de los siglos de sabios quemándose las pestañas para, en vez de eso, pedir más y más. El interés está en ver a dónde llegará la ciencia y no tanto en apreciar que ya vivimos en una sociedad llena de refinamientos tecnológicos, más de lo que cualquier escritor de ciencia ficción pudo imaginar en el pasado. El interés está, pues, en el progreso. Los pájaros mecánicos y las puertas automáticas ya son poca cosa.
Como parte de mi investigación para preparar una clase, una vez me puse a ver videos de cómo maquinar una obra de ciencia ficción. Ya había escrito uno que otro texto (hasta una novela que medio entra en ese rubro),4 pero me sentía insegura. Fue así como caí en el agujero negro de los escritores gringos de este género. Una chica rubia con un máster en escritura creativa declaraba enfática y en inglés:
Si quieres escribir ciencia ficción, más te vale saber de ciencia. Si vas a escribir sobre viajes espaciales, debes saber cómo funciona un cohete, si sobre robots, debes entender el mecanismo, etcétera… de lo contrario, será una farsa.5
Ante estas fuertes declaraciones, corrí a verme al espejo del baño y después a preguntarle a la persona que tenía enfrente cómo, de entre todas las cosas que pude elegir, fui a caer en la que soy más imbécil. En mi mente rebotaba la palabra farsa, -arsa, -arsa, así, con eco. Porque, como bien sabe mi amigo Jorge: me declaro completamente inútil en lo que concierne a entender mecanismos complejos y, a veces, hasta simples. Caminando de la mano, ignoramos juntos las puertas automáticas de aquel hipotético centro comercial, con la diferencia de que él al menos sabe cómo funcionan. Su conocimiento mata la intriga; la inexistencia del mío, también.
Gran crisis de identidad me generó ese video, al grado de que emprendí la búsqueda de los primeros libros que me llevaron a la fascinación por las máquinas. Cuando era niña, por mi casa rondaba una colección de libros llamada Cómo funcionan las cosas. Dentro de las ilustraciones a página completa, una serie de personas en miniatura (¿o duendes?) jugaban en las entrañas de refrigeradores, videocaseteras y autos. Las explicaciones se suponían fáciles de seguir, pero, por algún motivo, fracasé durante años. Como si de una guarda invisible se tratara, algo en el desglose de los mecanismos expulsaba a mis ojos de la página. ¿Tenía un problema de comprensión lectora? ¿Era la todopoderosa hueva? ¿Las distracciones del mundo infantil? Quizás un combo de todas las anteriores. Lo que sí es seguro es que me autoexpulsé del campo de la física y la ingeniería. En algún momento de mi educación primaria me volví parte de las filas de la ignorancia militante y decidí que no había nada ahí que valiera la pena aprender.
Sin embargo, algo se me quedó adentro, como demuestra el hecho de que cuando en el tercer año de letras clásicas revisamos a Herón de Alejandría sentí una atracción hacia él como si de una estrella pop se tratara, solo que en vez de googlear obsesivamente fotos de su nada grácil rostro revisé los esquemas de muchos de sus inventos. Parte del ejercicio de la clase de griego consistía en traducir las instrucciones de armado, que vistas desde este siglo son, por decir lo menos, confusas. Más allá de los esquemas, en su mayoría añadidos en los siglos XVIII y XIX, las máquinas de Herón están hechas de palabras. Las instrucciones, que corresponden a la categoría retórica de las écfrasis técnicas, transitan entre varas que van del punto alfa al punto beta y jarrones que van entre el gamma y el delta. Una écfrasis, a secas, es la descripción verbal de alguna obra de arte, ya sea real o ficticia, y es uno de los recursos más usados en la literatura, especialmente antes de la generalización de la fotografía. Así como las imágenes han ido matando las descripciones en los libros, los chips y los circuitos eléctricos nos han alejado de la mecánica. Todo esto a pesar de que, oh ironía, las máquinas de Herón llegaron a mí en forma de palabras, planas y crípticas, como un libro gnóstico, sobre una página fotocopiada por una máquina tremendamente compleja que, estoy segura, maravillaría al propio Herón.
A la fecha, mi invento favorito es uno de los más simples: la máquina expendedora de agua bendita. Tradujimos sus instrucciones para una clase de griego. Hubo algunos valientes que incluso le dieron tridimensionalidad al jarrón con varas y contrapesos, y que recrearon la primera máquina de este tipo de la historia mediante nada sacros garrafones y otras barbaridades contemporáneas. Maravilla de maravilla que la simplicidad de meter una moneda que mueve una palanca que activa un contrapeso que abre una compresa se le haya ocurrido a alguien en primer lugar; maravilla adicional que haya pensado entonces que, de entre todos los usos, el primero sería el de ofrecer agua santa dentro de un templo a quien pudiera pagar por ella. Sacralidad doble: la del agua ya bendita por procedimiento físico (el de un hombre, siempre un hombre, ungido con las potestades divinas para hacerlo) y por menester mecánico (la mano invisible del mecanismo). Fue un ritual y fue una obra de misterios esotéricos lo que ahora es mecánica, y del más rústico tipo.
En ese entonces, con el garrafón que expendía agua sin bendición alguna al frente, pensé que, cuando se los estudia como “literatura”, es muy fácil perder de vista que estos objetos tenían usos muy reales y en 3D. Pensando en concreto en sus autómatas, Herón se inscribe a sí mismo dentro de una tradición más antigua de maravillas para espectáculos o para la contemplación (θαυματουργία). Dentro de este campo, entran las grúas que se usaban en las tragedias para hacer que los dioses volaran a escena, como la explicitísima frase Deus ex machina demuestra: ese actor-dios que, al final de la obra, con la tensión atravesando los rostros del público, bajaba a escena desde una grúa, vanguardia de la tekné antigua, y solucionaba las tramas más enrevesadas de un tajo. Magia pura. Matrimonio de forma y fondo. En sus manuales de mecánica, neumática y autómatas, Herón describe máquinas tanto para el teatro como para el templo, a menudo sin que sea discernible la aplicación para uno u otro fin. Resulta interesante cómo la línea, entonces y ahora, no es tan clara. Me imagino que si viajara en el tiempo con Jorge, el ingeniero, este resoplaría con la rusticidad pero aun así podría disfrutar del espectáculo, autorizado, ahí sí, a percibir la mecánica como magia a pesar de saber sus entretelones. En el templo, farsa, en el teatro, magia. En la vida cotidiana: invisibilidad.
Se dice que Herón se considera uno de los más importantes inventores de la Antigüedad, sin embargo pocas veces se le menciona en los altísimos anales de la historia universal, quizás porque la vara para medir el pasado es el mito del progreso, ese “ahora” inclemente que ve en refinamientos colosales —como la máquina de agua bendida— meros trucos de Feria de la Ciencia preparatoriana. ¿Dónde, en el navegar de la historia, ponemos a Herón y sus pajaritos autómatas que piaban sacando vapor a presión por agujeros finamente colocados? ¿Por qué maravillarse solo por la sofisticación del robot que, con piernas que emulan a los felinos más avezados, esquiva obstáculos, y no hacerlo en absoluto por, digamos, las puertas del supermercado? Pienso, y quizás asumo de más, que para la mayoría de nosotros Herón, el felino-robot y las puertas significan lo mismo en términos de desconocimiento.
Me imagino a la pequeña hija de la sirvienta que, a escondidas, mira con asombro los pájaros de Herón, ya lejos de la pompa del pater familias que los pagó. Me imagino a la niña asombrada que jala la túnica de su padre mientras las puertas del templo se abren delante de ellos. Me imagino a la gente vociferante que encendía en el anfiteatro las tragedias de Eurípides, cada persona de la multitud que hace filas para pagar por su agua bendita con la única moneda de la que ha logrado prescindir. Me imagino lo imposible que sería la vida ahora si viéramos con esos mismos ojos todo lo que brilla con engranajes y chips.
Quizás mi atracción por las máquinas antiguas proviene de que las tengo en estatus de magia y de que, a falta de dios al que rezarle y de afinidad por el zodiaco, algo de misticismo debo ponerle a mi existencia. Qué mejor que objetos lo suficientemente lejanos para sentirse un poco ficcionales y lo suficientemente complicados como para desafiar mi capacidad de entenderlos. Los inventos con fines religiosos de Herón hacían algo similar.
Me he preguntado más de una vez cómo se sentiría Herón al respecto de sus inventos de fe. Es decir, ¿creería él en algo más allá de la mecánica? Que yo sepa, no hay registro de sus ilustres opiniones sobre el tema, pero me encantaría imaginar, en una interacción parasocial digna de terapia, que, a pesar de su profundo conocimiento de los mecanismos detrás de la magia, tenemos algo en común. Finalmente, Herón y yo declaramos, él en su introducción6 y yo en este ensayo, que la contemplación de un autómata presenta un elemento de maravilla incomprensible. Toma eso, Jorge.
Imagen de portada: Motor de Herón, 130 a.n.e. Wellcome Collection
En el presente texto, cuando se usa el plural masculino se está haciendo referencia a mujeres y hombres. [N. de los E.] ↩
Henry George Liddell y Robert Scott, An Intermediate Greek-English Lexicon, s.v. αὐτόμαται ↩
Aunque este pasado sea más bien una fantasía de nuestra época sobre cómo funcionaban las cosas, que muchas veces proyecta nuestros propios prejuicios sobre la misma. ↩
Me refiero a Anticitera, artefacto dentado (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2018 y Booket, 2022). ↩
Queda pendiente la necesaria discusión de por qué la ciencia se piensa como cohetes y vacunas y no como botánica o ritos de curación de los pueblos originarios. ↩
En sus Autómatas. ↩