En los pasillos del Instituto de Ciencias del Mar y Limnología (ICLM) circula la historia de un investigador mexicano visitante en una universidad estadounidense que se encuentra con un colega gringo en la cafetería climatizada.
—¿No estabas en pleno crucero? —le pregunta con sorpresa.
—Estoy de crucero —confirma el estadounidense, con su charola en manos.
—¿Cómo? —exclama el mexicano.
—¿Ya acabaste de comer? Acompáñame, te lo muestro.
Es así como nuestro oceanógrafo entra al cubículo subterráneo de su colega y descubre tres pantallas gigantes con tomas en tiempo real de las manipulaciones de los aparatos del barco. Hay monitores con gráficas de salinidad, batimetría y temperatura. El gringo toma el control remoto y le explica cómo maneja los aparatos de su campaña de investigación desde la comodidad de la silla de su oficina.
—¡Ya no hay necesidad de ir personalmente al mar!— exclama triunfante.
Aun si los detalles de esta anécdota no son exactos —pues nadie supo citarme ni el nombre del instituto ni el de los protagonistas—, sabemos que es verdadera y que se puede investigar, espiar y asesinar a miles de kilómetros de distancia. ¿Qué importa matar a un mandarín chino al otro lado del mundo con un simple botón?, preguntó un filósofo de otro siglo sin imaginarlo posible. ¿Qué importan la extinción del rinoceronte blanco o de la vaquita marina? Poco para un oficinista atrapado en el tráfico de una gran ciudad. Por ello son tan importantes los buques oceanográficos de la UNAM —El Puma y el Justo Sierra— donde se investiga pero también se forma a las generaciones de estudiantes que tomarán a cargo el conocimiento profundo de los mares. A más telecomunicación y robótica, mayor necesidad de vincularse directamente con la fuente de estudio, sobre todo si contiene la vida.
Que ningún estudiante del posgrado en Ciencias del Mar de la UNAM se gradúe sin haber participado en al menos un crucero de investigación es un propósito declarado del Curso de Métodos de Muestreo en Investigación Oceanográfica. Que un alumno pueda en teoría diplomarse en esta disciplina sin jamás haber visto el mar es una verdad incómoda.1
Las dos semanas de este crucero de práctica se preparan en tierra a lo largo de un semestre y se prolongan después de la campaña con el tratamiento de los datos y la entrega de los resultados, así como la integración de nuevos especímenes a las colecciones del ICML. Durante la primera semana a bordo, los estudiantes no sólo se familiarizan con el manejo de los aparatos sino también con el confinamiento y la sal, el mareo permanente en el camarote y en los laboratorios de la cubierta, detalles que parecieran secundarios pero resultan cruciales para confirmar vocaciones. No se trata de admirar el océano desde una palapa o un jacuzzi sino de trabajar por encima de su oleaje en condiciones climáticas a veces muy difíciles, con pantalón, camisa larga, zapatos cerrados y guantes.
Me embarqué en El Puma al inicio de la segunda semana, justo a tiempo para el arrastre de pesca que dirige el profesor Margarito Álvarez. Aunque los estudiantes lleven años disecando peces, analizando plancton o estudiando poliquetos —y que en el instituto haya grandes colecciones con miles de especímenes flotando en formol o en alcohol— para conocer los verdaderos colores de la fauna marina, sus morados, los verdes metálicos o los amarillos hay que estar cerca del mar porque se desvanecen casi de inmediato con la muerte. El Puma cuenta con un winche lo suficientemente sólido para lanzar redes atuneras, pero en este caso se usó una red más ligera, como para la pesca del camarón. El técnico pesquero enseñó a los estudiantes las artes del nudo empleando expresiones poéticas como “luz de malla” para calificar lo grueso de la red y “espantador” para referirse a las cadenas que mantienen a distancia y a salvo a los tiburones y las tortugas.
—Vamos a sacrificar peces —explica Margarito—. No hay de otra. Pero fíjense bien en los ojos, en la vida que se apaga. Tomen conciencia de ese sacrificio, respeten al máximo el cuerpo que estudian.
La red volvió con algunas presas gordas —una raya gigante y un pargo de muchos kilos— y decenas de peces medianos, rayas pequeñas, tres camarones, un puñado de calamares enanos y estrellas de mar. La raya grande se midió, pesó y echó de regreso al agua, pero no así las pequeñas que se quedaron de muestra. En cuanto al pargo, hubo que buscarlo por todo el buque porque en una distracción de Margarito y sus pupilos la tripulación se lo apropió. Fue devuelto únicamente para la medición, la pesada, la clasificación exacta con la ayuda de un libro de taxonomía, el examen de sus gónadas y la extracción del aparato digestivo, pero su destino ya era convertirse en alimento.
Los demás peces se acomodaron para su clasificación y estudio sobre una mesa larga. Algunos traían en la boca parásitos gigantes que los estudiantes metieron en cajas de Petri para análisis posteriores. Pregunté si había plástico en los estómagos que extraían. Dos chicas armadas con bisturíes me explicaron que lo más común, lo que sin duda había en los desechos alimenticios que yacían en una charola, eran los microplásticos, casi o totalmente invisibles al ojo desnudo. Dentro de esta categoría, me informaron, sobresalían por su abundancia las fibras sintéticas de la ropa que el agua sucia de las lavadoras arrastra hasta el mar. Las veían con frecuencia en los microscopios del instituto.
Aunque las aplicaciones más inmediatas son para la industria pesquera —que requiere saber de qué calibre son los animales, dónde están y en qué cantidad—, el monitoreo sostenido de la fauna marina resulta esencial para medir la salud del océano. Cualquier desaparición o desplazamiento de una especie acusa una contaminación de las aguas, un cambio en las temperaturas globales o una política irresponsable de pesca.
Durante los seis meses de preparación de campaña, los estudiantes fueron fijando sobre un mapa las veintidós estaciones del crucero de investigación. Tomaron en cuenta la latitud y la longitud, los datos existentes de profundidad y los intereses del grupo. Como dos chicas preparaban una tesis doctoral sobre el zooplancton, por ejemplo, se programaron algunos muestreos con la red bongo (llamada así porque los dos aros de fierro unidos por una barra central semejan los tambores gemelos cubanos) y una malla muy fina que atrapa el “zoo” pero deja escapar el fitoplancton y el bacterioplancton. Todos estos elementos del plancton forman en el agua lo equivalente a los pastos y sus bichos asociados sobre la superficie terrestre, o sea, un primer eslabón casi siempre disponible en la larga cadena alimenticia.
Los estudiantes pueden centrar sus intereses en el análisis de los sedimentos marinos para detectar posibles oxigenaciones por presencia de ventilas submarinas, en el muestreo de poliquetos —no sólo por su belleza y variedad sino porque indican niveles de contaminación— en el análisis químico de los nutrientes presentes en el agua o en la medición de las concentraciones de iones de sal para, por ejemplo, diseñar generadores de electricidad por paso de agua.
Es responsabilidad de los estudiantes organizados en guardias vigilar el derrotero del buque las 24 horas del día y realizar los muestreos, tanto a las 12 del día bajo un sol impío como a las 3 de la mañana. Sin embargo, la ruta definida en tierra sobre el mapa oficial de la Marina se va modificando ante la realidad. En una latitud y longitud donde el mapa indicaba un fondo de 100 metros, el batímetro del barco medía 800. Esto evidencia lo pobremente mapeada que se encuentra la tierra bajo el agua, y la diferencia entre la teoría y la práctica. El doctor Miguel Ángel Alatorre, el instructor de física a bordo, nos reveló que para obtener un mapa exacto de los fondos marinos de la zona económica exclusiva de México se necesitaría que una flota de veinte barcos equipados con ecosondas multibeam recorriera el área sin descanso durante 20 años. Conocemos mejor la superficie de Marte, que es seca, que el relieve de la Tierra bajo el mar, que es reflejante e imposible de fotografiar desde un satélite. Que la geografía marina aún resguarde sus grandes misterios es buena noticia para quienes se oponen a la extracción minera irresponsable. Cuando en los años setenta la zona exclusiva de México pasó de 12 a 200 millas náuticas, se pensó de inmediato en explotar los recursos metálicos submarinos además de los yacimientos de petróleo. Como el país aún vivía en la burbuja del auge petrolero, hubo dinero para fabricar dos buques científicos en los astilleros de Noruega: El Puma para explorar el Pacífico y el Justo Sierra para el Golfo de México.
No obstante, en contraste con la explotación petrolera, la minería en el fondo marino resultó difícil, costosa y destructiva del ecosistema por la cantidad de lodo que levanta. Una campaña experimental de extracción de nódulos polimetálicos en la fractura de Clarion-Clipperton, perteneciente a México, dejó un caos tal que las condiciones del ecosistema no han vuelto a su estado original después de veintiséis años. El doctor Antonio Márquez, geólogo de la Facultad de Ingeniería y profesor a bordo, fue un recluta de la primera generación de investigadores en los barcos recién adquiridos por la UNAM en los años ochenta. Márquez ha visto decrecer el entusiasmo por una disciplina académica que no reditúa económicamente como lo prometía en un inicio. Me revela que hay un solo geólogo marino entre los quince estudiantes a bordo, y que a veces no hay ninguno. Desafortunadamente, la investigación para afrontar el cambio climático jamás suscitará el mismo entusiasmo que la explotación de un recurso lucrativo como el petróleo. La mayoría de los egresados de esa carrera trabaja para las compañías petroleras aun cuando la geología marina tiene un sinfín de otras aplicaciones, entre ellas la prevención de los efectos del calentamiento global, sobre todo en cuanto a elevación del nivel del agua según la pendiente del litoral. A mitad de la segunda semana, los integrantes del Curso de Métodos desembarcan en una isla, en una operación llamada “anfibia”, para que Antonio Márquez enseñe a los estudiantes a realizar un perfil de playa, estudio necesario para prever la erosión costera y los desplazamientos de los poblados de pescadores.
No se puede exagerar la importancia de la investigación científica independiente en los océanos de México ni de la preparación de quienes pueden llevarla a cabo con ética y entrega. En los noventa hubo un intento por deshacerse de los buques científicos de la UNAM, juzgados demasiado onerosos y poco redituables. La fiera defensa de los enamorados del estudio marino, de quienes conocen su verdadera importancia, logró salvarlos en aquella ocasión. Pero los buques El Puma y el Justo Sierra envejecen, además cuesta mantenerlos y hay voces chillantes que todo el tiempo se levantan para señalar el gasto y declararlo innecesario. La Secretaría de Pesca, explican, tiene ahora el buque oceanográfico más moderno y equipado de México. La Marina también luce equipamiento científico en su flota. La pregunta es si realmente podemos dejar en manos del Estado la investigación de nuestras aguas, o si debemos apoyar una investigación que, aun cuando recibe financiamiento público, es autónoma y universitaria, y responde primero a la sociedad y al planeta que a cualquier interés político o industrial. Dentro de veinte años será necesario comprar nuevos barcos. La batuta se pasa de una generación a otra a través del Curso de Métodos, que incluso podría ampliarse para que todos los estudiantes de Ciencias del Mar puedan acceder a esta experiencia que define vocaciones y forma investigadores comprometidos con el medio ambiente, capaces de dirigir campañas científicas. La vinculación entre humanos y ecosistema va más allá de los gritos de entusiasmo cuando aparecen los delfines o las ballenas en el horizonte. Tocar el lodo frío que llega de una profundidad de casi tres kilómetros, después del viaje de dos horas que tarda en subir la draga, es electrizante. Es un cacho de tierra jamás visto, jamás tocado por la mano del hombre, proveniente de un mundo inhabitable, oscuro, enigmático. Cuando la caja de la draga se abre y cae su contenido, los estudiantes se lanzan como si se tratara de una piñata. Con las manos escarban el lodo y se levantan con sus tesoros en manos gritando: ¡Ofiuros! ¡Anélidos! ¡Equinodermos! ¡Alfeidos! ¡Miren estos poliquetos! Vivianne Solís, bióloga y jefa del crucero, ayuda a sus estudiantes en la pesada tarea de lavar y tamizar la muestra hasta aislar todos los componentes biológicos. El entusiasmo y el amor por la vida se contagia: cada uno de los profesores a bordo sabe formar a quienes defenderán nuestros mares a capa y espada contra lo que sea.
Imagen de portada: B/o “El Puma”, Mazatlán, 2019. Cortesía de la autora.
-
Agradezco a la Dra. Ligia Pérez Cruz, coordinadora de Plataformas Oceanográficas de la UNAM, a la Dra. Claudia Ponce de León Hill, coordinadora del posgrado de Ciencias del Mar y Limnología y a la Dra. Vivianne Solís, jefa de crucero, la oportunidad de realizar este reportaje sobre el “Curso de Métodos” para la Revista de la Universidad de México. Más información sobre los buques de la UNAM en el sitio de la Coordinación de Plataformas Oceanográficas ↩