El otro nombre de los árboles

Emergencia climática / dossier / Febrero de 2020

Jorge Gutiérrez Reyna

Para Antonio Deltoro


1

Bien sabido es que los árboles no prestan atención si no se les llama por su nombre. A estos paisanos, por ejemplo, aquí se les tiene por sabinos. Uno los saluda y ellos responden con su farfullo senil y, si están de humor, pueden darte sus frutos, canicas verdiazules, para que los avientes al arroyo.

Pero, ¿cómo nombrarlos más allá de las fronteras de nuestra casa? ¿Ciprés de río, ciprés calvo, ciprés de Moctezuma, árbol de santa María del Tule, penhamu, chiche, bochil, tnuyucu? Tremendo enmarañado de raíces…

Para hablar con un árbol extranjero hay que conocer su nombre científico, antiguo latín invariable, lengua franca que, como se sabe, entienden todas las criaturas de sangre verde. “Hello, Taxodium mucronatum” habría que decirle a un sabino en las riberas del río Bravo.

Una pelota azul me golpea la cabeza y el libro ilustrado de botánica se me cae de las manos. “¡Mario, Víctor, Adrián, Eugenio! ¡Tú! ¡Jorge! Ya no leas, estás de vacaciones!” Mis primos son muchos y mi abuela siempre tarda en encontrar mi nombre cuando quiere regañarme.

2

En mi tierra los árboles son pocos. Para verlos hay que esperar a que lleguen las vacaciones y con ellas el viaje a esta casa de campo. Aquí viven los gruesos sabinos, ancianos sentados en los márgenes del río que sumergen las piernas hasta las rodillas. Mientras mis primos nadan, yo me siento al lado de los árboles. Meto los pies en la corriente, mis plantas se arrugan y se confunden con sus raíces.

Mi abuela, con el agua hasta el pecho, se acerca pisando las piedras lisas del fondo; llena la concha de sus manos y derrama un hilo de vidrio sobre mi frente: “si nada más vas a meter los pies, tienes que mojarte la cabeza para que no te resfríes”.

3

Atardece y la canícula deja de ladrar sus llamas. Mi abuela y yo salimos al patio para sentarnos en las mecedoras. “Hace mucho que no vamos al campo” “¿Cómo se llama lo que vas a estudiar?” “Abuela, yo leí la hoja amarillenta de tu acta de nacimiento, ¿por qué nunca nos dijiste que tenías ese otro nombre?”

Anochece mientras vuelvo a preguntarle una vez más por sus árboles y plantas: la malamadre, que avienta desde las altas macetas sus retoños, pequeños asteroides vegetales suspendidos a la mitad de su caída; el hueledenoche (su olor sonámbulo camina a tientas por las sombras como los murciélagos); la albahaca, que cura a los niños del mal de ojo y del susto.

Nos decimos “hasta mañana” como siempre, pero ambos sabemos que encima de mi cama están listas las maletas.

4

Abuela, en esta ciudad hay unos árboles que ya conoces: fresnos, bugambilias, y uno que otro limonero; los sabinos (Taxodium mucronatum) aquí se llaman ahuehuetes; nogales no hay por ningún lado porque con tanto ruido nadie los escucharía; y hay otros francamente estrafalarios que no creo que te suenen: las jacarandas, cuyo follaje morado adorna las plazas mejor que el papel picado y el colorín, con el que no se sabe si lo encienden cardenales que florecen o flores que brincan de rama en rama.

Abuela, nombro los árboles por las calles de esta ciudad porque es la única forma que tengo de permanecer en tu patio.

5

Tenías razón, abuela, los árboles no hablan en latín, estos desconocidos no hacen caso si los llamo por su nombre taxonómico. Tú, que tienes tierra entre las uñas y has estado toda la tarde en tu jardín, conoces el otro nombre de los árboles, el nombre que es un bálsamo, un tronco del cual amarrar al perro negro del susto. Ahora sé que cuando hundes las manos en las macetas o arrancas la hierba que crece entre los adoquines, dices ese otro nombre de los árboles y ellos entonces te escuchan, como al aire, y desentierran para ti sus secretos.

Cada que despierto en esta ciudad, desde un quinto piso puedo ver las copas entrecanas de los ahuehuetes que se mecen en los bordes de la laguna. Todavía no entiendo del todo lo que dicen pero sé que me están llamando por mi nombre, ese nombre secreto con el que me bautizaste a las orillas de aquel arroyo y que no puede confundirse con el de mis primos.

Tomado de El otro nombre de los árboles, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 2018. Se reproduce con permiso del autor.

Imagen de portada: Isla Trinidad, Antártida, 2020. Fotografía de Mir Rodríguez Lombardo