Para Antonio Deltoro
1
Bien sabido es que los árboles
no prestan atención
si no se les llama por su nombre.
A estos paisanos, por ejemplo,
aquí se les tiene por sabinos.
Uno los saluda y ellos responden
con su farfullo senil y, si están de humor,
pueden darte sus frutos, canicas verdiazules,
para que los avientes al arroyo.
Pero, ¿cómo nombrarlos más allá
de las fronteras de nuestra casa?
¿Ciprés de río, ciprés calvo, ciprés
de Moctezuma, árbol de santa
María del Tule, penhamu,
chiche, bochil, tnuyucu?
Tremendo enmarañado de raíces…
Para hablar con un árbol extranjero
hay que conocer su nombre científico,
antiguo latín invariable, lengua franca
que, como se sabe, entienden todas
las criaturas de sangre verde.
“Hello, Taxodium mucronatum” habría que decirle
a un sabino en las riberas del río Bravo.
Una pelota azul me golpea la cabeza
y el libro ilustrado de botánica
se me cae de las manos.
“¡Mario, Víctor, Adrián, Eugenio!
¡Tú! ¡Jorge! Ya no leas, estás de vacaciones!”
Mis primos son muchos y mi abuela
siempre tarda en encontrar mi nombre
cuando quiere regañarme.
2
En mi tierra los árboles son pocos.
Para verlos hay que esperar
a que lleguen las vacaciones y con ellas
el viaje a esta casa de campo.
Aquí viven los gruesos sabinos,
ancianos sentados en los márgenes
del río que sumergen
las piernas hasta las rodillas.
Mientras mis primos nadan,
yo me siento al lado de los árboles.
Meto los pies en la corriente,
mis plantas se arrugan
y se confunden con sus raíces.
Mi abuela, con el agua hasta el pecho,
se acerca pisando
las piedras lisas del fondo;
llena la concha de sus manos
y derrama un hilo de vidrio
sobre mi frente:
“si nada más vas a meter los pies,
tienes que mojarte la cabeza
para que no te resfríes”.
3
Atardece y la canícula
deja de ladrar sus llamas.
Mi abuela y yo salimos
al patio para sentarnos en las mecedoras.
“Hace mucho que no vamos al campo”
“¿Cómo se llama lo que vas a estudiar?”
“Abuela, yo leí la hoja amarillenta
de tu acta de nacimiento, ¿por qué nunca
nos dijiste que tenías ese otro nombre?”
Anochece mientras vuelvo a preguntarle
una vez más por sus árboles y plantas:
la malamadre, que avienta
desde las altas macetas sus retoños,
pequeños asteroides vegetales
suspendidos a la mitad de su caída;
el hueledenoche (su olor
sonámbulo camina a tientas
por las sombras como los murciélagos);
la albahaca, que cura a los niños
del mal de ojo y del susto.
Nos decimos “hasta mañana” como siempre,
pero ambos sabemos que encima
de mi cama están listas las maletas.
4
Abuela, en esta ciudad hay unos árboles
que ya conoces: fresnos, bugambilias,
y uno que otro limonero;
los sabinos (Taxodium mucronatum)
aquí se llaman ahuehuetes;
nogales no hay por ningún lado
porque con tanto ruido nadie
los escucharía; y hay otros
francamente estrafalarios
que no creo que te suenen:
las jacarandas, cuyo follaje morado adorna
las plazas mejor que el papel picado
y el colorín, con el que no se sabe
si lo encienden cardenales que florecen
o flores que brincan de rama en rama.
Abuela, nombro los árboles
por las calles de esta ciudad
porque es la única forma que tengo
de permanecer en tu patio.
5
Tenías razón, abuela, los árboles
no hablan en latín, estos desconocidos
no hacen caso si los llamo
por su nombre taxonómico.
Tú, que tienes tierra entre las uñas
y has estado toda la tarde en tu jardín,
conoces el otro nombre de los árboles,
el nombre que es un bálsamo,
un tronco del cual amarrar
al perro negro del susto.
Ahora sé que cuando hundes
las manos en las macetas o arrancas
la hierba que crece entre los adoquines,
dices ese otro nombre de los árboles
y ellos entonces te escuchan, como al aire,
y desentierran para ti sus secretos.
Cada que despierto en esta ciudad, desde un quinto piso puedo ver las copas entrecanas de los ahuehuetes que se mecen en los bordes de la laguna. Todavía no entiendo del todo lo que dicen pero sé que me están llamando por mi nombre, ese nombre secreto con el que me bautizaste a las orillas de aquel arroyo y que no puede confundirse con el de mis primos.
Tomado de El otro nombre de los árboles, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 2018. Se reproduce con permiso del autor.
Imagen de portada: Isla Trinidad, Antártida, 2020. Fotografía de Mir Rodríguez Lombardo