De Creta a Olimpia: el deporte entre los antiguos griegos

Olimpiadas / dossier / Julio de 2024

Absalom García Chow

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I: CRETA

El deporte entre los griegos estuvo, desde sus orígenes, asociado al rito. En la isla más grande de Grecia, Creta, se ubica Cnosos, ciudad donde tal vez gobernó el mítico rey Minos, a quien Platón y Dante juzgaron imparcial y justo. A principios del siglo XX, las excavaciones arqueológicas en la isla, encabezadas por sir Arthur Evans, desenterraron una cultura que, a falta de un mejor término, llamamos “micénica”, aunque los griegos no siempre habitaron la isla y el griego sólo se habló en la fase final de la civilización minoica, entre el 1450 y 1300 a. C.

​ En la estructura palaciega —el famoso “laberinto”— que articula los complejos habitacionales y administrativos que conforman la ciudad, hay un fresco que representa la “taurocatapsia”, o salto del toro, arriesgado deporte en el que se tenía que brincar acrobáticamente a un toro en plena embestida. Al parecer se corría hacia el animal y, con las dos manos, se sujetaban sus cuernos; el movimiento de su cabeza proporcionaba el impulso para llegar a su lomo y, dando una voltereta, se caía grácilmente de espaldas al toro. Este deporte parece haberse practicado en las losas del patio central.

​ La religión cretense nos es prácticamente desconocida. Sabemos que las mujeres desempeñaban un rol central —el fresco en cuestión representa a tres efebos semidesnudos, pero es probable que mujeres jóvenes, o korai, también practicaran este deporte—. Había, al menos, una importante deidad femenina, vulgarmente conocida como “la diosa de las serpientes”, acaso la po-ti-ni-ja mencionada en las tablillas de linear b, el sistema de escritura que precedió al alfabeto griego. Los símbolos de esta aún misteriosa religión son, al menos en Cnosos, los cuernos del toro y la doble hacha. Siglos después de que se extinguiera esta civilización, los griegos todavía asociaban a Creta con el toro, como bien demuestran las leyendas en torno al rey Minos, su esposa Pasífae, su hijo el Minotauro, y su hija Ariadna.

Hermanos Rhomaides, templo olímpico de Zeus, Atenas, *ca*. 1880-1890. Rijksmuseum Hermanos Rhomaides, templo olímpico de Zeus, Atenas, ca. 1880-1890. Rijksmuseum


II: TROYA

Siglos más tarde —la Troya a la que se hace referencia en la Ilíada se fecha hacia el 1200 a. C., y la composición del poema hacia el 900—, Homero testifica que el deporte formaba parte también del rito fúnebre. En el canto XXIII de la Ilíada, después de que leemos sobre la aparición del fantasma de Patroclo y la pira alimentada con cadáveres de caballos y niños troyanos, aparece un apaciguado Aquiles que propone a los aqueos celebrar a su finado amigo con una serie de competencias o ἄεθλα —la etimología de “atleta”, “atletismo” etc.—:


  1. Carrera de coches
  2. Pugilato
  3. Lucha “grecorromana” (me disculpo por el anacronismo)
  4. Carrera de velocidad
  5. Esgrima (aunque ganaba el primero que hería, no de muerte, a su adversario)
  6. Lanzamiento de bala (o, mejor dicho, de cubo)
  7. Tiro con arco
  8. Lanzamiento de jabalina

​ No sabemos bien a bien si el orden en que se suceden las competencias obedece a una tradición más antigua que Homero, aunque no resulta inverosímil creer que su disposición responde a su nivel de espectacularidad.

​ Aquiles, el príncipe que convoca las competencias, es el encargado de otorgar los premios a los primeros lugares. No hay oro, ni plata, ni bronce. La premiación de los modernos juegos olímpicos se inspira en el mito de las tres razas, contado por Hesíodo en Los trabajos y los días, el cual, dicho sea de paso, originalmente encerraba una crítica al espíritu belicoso de los hombres. Hesíodo afirma que la paz es el estado primigenio y original, el de los hombres áureos. El aumento de su belicosidad los hace degradarse en argénteos y broncíneos. Los premios de los auténticos juegos olímpicos eran una corona de laurel para el vencedor, de olivo para el segundo lugar y de una hierba silvestre, parecida al perejil, para el tercer lugar.

​ Los griegos de Homero no viven para la paz sino para la guerra, y los premios que Aquiles otorga a los competidores son parte de su botín, que incluye prisioneras de guerra transformadas en esclavas. No podemos dejar de advertir el machismo que destilan algunos versos homéricos, como los que señalan que, en algunas competencias, un caballo o una artesanía valen más que una esclava.

​ Homero dedica casi cuatrocientos versos a la narración de la competencia de coches jalados por dos caballos —uno de los pasajes más emocionantes de todo el poema—, cuyo campeón es Antíloco, el joven hijo de Néstor, el principal consejero del ejército griego. El espíritu competitivo de este jinete le hace ponerse en peligro a él y a los otros competidores, en especial al esposo de Helena y hermano del rey de los griegos, Menelao, que queda en segundo lugar. Después de un largo excurso sobre, digámoslo así, “ética y deporte”, Aquiles le otorga el primer premio a Menelao y el segundo a Antíloco. Un competidor moderno rechazaría la decisión de Aquiles, pues realmente lo que hace Antíloco es lo que se suele llamar “estrategia”, sin embargo, ni en la vida ni en el deporte el ser competitivo lo es todo, hay otros valores que se deben practicar para considerarse verdaderamente victorioso. Aplicando el platonismo y el aristotelismo al deporte, podríamos decir que hay que ganar con ἀρετή, es decir, siendo virtuosos, moral, mental y físicamente.

Fresco de la taurocatapsia, *ca*. 1550 a. C. Museo Arqueológico de Heraklion Fresco de la taurocatapsia, ca. 1550 a. C. Museo Arqueológico de Heraklion

​ Uno de los héroes griegos más famosos y queridos —excepto, claro está, para Dante— es Odiseo o, como lo llamaron los latinos, Ulises. No es propiamente un héroe, pues nació de dos mortales, Laertes y Anticlea, pero gozó, durante su larga y errante vida, del favor de la diosa Atenea. Odiseo participa en dos de las competencias propuestas por Aquiles: lucha y carrera de velocidad. En la primera, Aquiles declara un empate técnico, pues al parecer se estaba aburriendo del esfuerzo infructuoso de los hábiles y poderosos competidores, y Odiseo y su oponente, Áyax Telamonio, se llevan los mismos premios. En la segunda, Odiseo queda en primer lugar, en segundo el otro Áyax —Áyax de Oileo— y en tercero el competitivo hijo de Néstor, Antíloco, que por obra y gracia de Atenea no sólo tropieza, sino que cae en boñiga.

​ Aunque, como se demuestra en el canto XXI de la Odisea, el protagonista es un gran arquero, no participa en la competencia de tiro con arco, como sí lo hacen Teucro y Meríones. La competencia narrada en la Ilíada consiste en atravesar con una flecha, matándola, a un ave en vuelo, que, según especifica Homero, estaba atada a un mástil —no olvidemos que todas estas competencias se desarrollaron durante el campamento que los griegos mantenían a las afueras de las murallas de Troya, en el séptimo año del sitio a la ciudad—. Los arqueros tenían una oportunidad para lograr esta proeza: Teucro no sólo falla el tiro, sino que su flecha corta el cordón que mantenía al ave atada al mástil, por lo que ésta emprende el vuelo, alejándose del campamento griego, a través de la costa, rumbo a mar abierto. Meríones toma precipitadamente el arco y, con una rapidez sobrenatural, coloca la flecha que ya tenía preparada y consigue matar al ave que ya estaba más allá, digámoslo así, de la distancia oficial.


III: BEOCIA

Esta narración deportiva quedó grabada, primero, en la memoria y, después, en el papiro, en el solemnemente lento verso épico, una sucesión de monótonas sílabas largas, cuya entonación se asemejaba a una plegaria y era casi lo opuesto a la canción pindárica u oda. Si pudiéramos escuchar y entender, al mismo tiempo, la grave melodía del verso épico y el artificial lenguaje homérico —nadie, nunca, habló como hablan los héroes homéricos—, se percibiría un extraño efecto que, sin lugar a duda, ralentiza el dinamismo de las hazañas deportivas, como si aparecieran en nuestra imaginación en un primitivo mecanismo de cámara lenta, pues el verso épico detiene como por arte de magia la vertiginosidad del sonido.

​ La canción pindárica está compuesta por otro tipo de verso, el del diálogo practicado por las bacantes y los devotos a Dionisos conocido como yambo: una sucesión de sílabas cortas agrupadas de tres en tres. Era, naturalmente, más rápido que el verso épico, pero no menos solemne, aunque si el poeta lo quería también podía utilizarse para ser mordaz y satírico. En este verso, por ejemplo, Edipo reconoce su μίασμα, o pecado, y el coro canta su castigo.

​ Los epinicios, o “cantos de la victoria”, de Píndaro no se recitaban, sino que, según se cree —aunque esta opinión no es generalizada—, eran cantados por un coro —de ahí que a la poesía de Píndaro se le llame también “lírica coral”—, se bailaban y eran acompañados por instrumentos musicales: la cítara y la flauta. Claves para la correcta lectura de las odas sobrevivieron en los manuscritos, aunque no significan casi nada para el lector moderno: las palabras “estrofa” y “antiestrofa” indican que el canto, u oda, era acompañado por una especie de coreografía, los movimientos de la estrofa eran diferentes a los de la antiestrofa; “epodo” es una señalización para el canto acompañado de instrumentos musicales.

​ Eric Satie, en sus “Gimnopedias” y “Cnosianas”, hizo, tal vez, el ejercicio más serio —con todo y sus anacronismos— para volver a imaginar la melodía y el ritmo de la canción arcaica griega. La canción pindárica, al igual que la tragedia griega, era, en gran medida, un performance. Al perder la melodía y la coreografía, perdimos una parte importante, aunque no esencial, de este género de la antigua poesía griega, que, al igual que la tragedia, tuvo un marcado carácter popular.

​ Píndaro (518-438 a. C.) fue una celebridad y su reputación llegó a todos los confines del mundo griego: el Peloponeso, la Grecia continental, las colonias griegas en Italia y África. Fue un poeta que vivió de su arte; sin embargo, no faltan testimonios del uso exagerado que hacía de los mitos en sus epinicios. Según Plutarco, la poeta Corina, una contemporánea suya, se lo criticó, y Aristóteles señaló en su Retórica el abuso en que incurría algunas veces al servirse del epíteto, por ejemplo, al comparar a un vulgar perro con el perro cósmico de la constelación del can.

​ A pesar de las justas críticas, la fama de Píndaro sobrevivió el caudaloso río del tiempo, como la de su paisano Hesíodo, ambos nativos de Beocia. Los selectos clientes de Píndaro le pedían que los hiciera inmortales y los hechos demuestran que hacía muy bien su trabajo. Su obra comprende, sobre todo, epinicios para conmemorar a algunos de los vencedores en los juegos Píticos, consagrados a Apolo; los Nemeos, a Hércules; los Ístmicos, a Poseidón; y los Olímpicos, a Zeus.

Pélope e Hipodamía sobre un vehículo de carreras. Ánfora del Siglo V a. C. Pélope e Hipodamía sobre un vehículo de carreras. Ánfora del Siglo V a. C.


IV: OLIMPIA

El culto a Zeus definió, en cierta medida, la cultura griega en sus periodos arcaico y clásico. Los mitos sobre el nacimiento de este dios celeste, cuyos principales atributos eran el rayo y el trueno, apuntan a Creta, acaso la madre de la cultura occidental. En las tablillas de lineal b ya aparece mencionado su nombre, di-we, así como su santuario, di-wi-jo, su “servidor”, di-wi-je-we, e incluso su hija, di-wi-ja.

​ Fue en una etapa posterior al establecimiento de su culto en Creta que se le asoció a él, a sus hermanos y a sus hijos, los famosos “dioses olímpicos” que conforman el panteón clásico griego, con el monte Olimpo, la montaña más alta de la Grecia continental, ubicada en el corazón de Macedonia. A varios kilómetros de distancia de su nevada cumbre, en el Peloponeso, se encuentra Olimpia, la cuna de los juegos olímpicos y el principal centro de culto entre los antiguos griegos.

​ Olimpia no se convirtió en la cuna de los juegos olímpicos por azar. Hay varias versiones, todas legítimas, que explican por qué fue la cuna de estos juegos, los más antiguos de los que se tiene noticia. Todas las versiones involucran a Zeus de una u otra forma. Una de ellas —acaso la más evidente— es que la ciudad se encuentra a las faldas del monte Cronión, o monte de Cronos. De acuerdo con la Teogonía —el otro poema de Hesíodo—, Cronos fue el padre de Zeus. Otra versión —suscrita por el mismísimo Píndaro en la oda que motiva estas líneas— afirma que Heracles, el hijo que Zeus tuvo con Alcmena, pasó por la ciudad y consagró el bosque Altis, ubicado en el corazón de la ciudad, en honor a su padre, al erigir las murallas que lo resguardaban. Una más establece que los guardianes de Zeus, los curetes, quienes lo cuidaron después de que su madre lo escondiera en Creta, iniciaron esta celebración.

​ A un lado del Altis se construyó el templo de Zeus, que en su interior albergaba una de las siete maravillas del mundo: la estatua de Zeus hecha por Fidias. En el 776 a. C. se celebró la primera Olimpiada. No es una exageración decir que este evento marcó la historia de los griegos, pues esta celebración determinó, ya inaugurada la época cristiana, la forma de contar el tiempo en Grecia. Por ejemplo, según afirma Diógenes Laercio, Platón nació en la Olimpíada LXXXVIII. Si multiplicamos el número de Olimpiada por su periodicidad, es decir, cuatro —Píndaro en la oda X habla de cinco años (πενταετερίς), pero su cuenta incluye el año en que inicia el cálculo—, y el resultado de esta operación lo restamos al año de la primera Olimpiada, obtenemos la fecha de nacimiento del filósofo: el 424 a. C. Los griegos podían tener dudas de lo que les deparara el futuro, pero sabían que, invariablemente, cada cuatro años iba a celebrarse una Olimpiada.

​ Este evento involucraba a todas las polis griegas. Un hecho curioso es que los griegos no consideraban a los macedonios —el más famoso de ellos es Alejandro Magno— griegos. No fue sino hasta una época bastante tardía y debido a la influencia violenta de Filipo II que los macedonios fueron invitados a participar en esta celebración. En las ruinas de Olimpia se pueden apreciar los restos del Philipeion, edificación construida por Filipo para conmemorar la presencia de los macedonios en un evento panhelénico.

Píndaro, copia romana del busto griego. Museo Archeologico Nazionale Píndaro, copia romana del busto griego. Museo Archeologico Nazionale

​ Ante la relevancia de esta celebración, se firmaba un acuerdo tácito —la leyenda cuenta que fue instituido por Licurgo, el mítico legislador espartano— entre todos los griegos para respetar el paso de los que peregrinaban a Olimpia y brindarles hospitalidad. Se calcula que las Olimpiadas reunían entre 150 y 200 mil griegos que permanecían en la ciudad por cinco días, aunque inicialmente eran dos.

​ El papiro 22 de Oxirrinco preservó una lista, con lagunas, de los vencedores de la Olimpiada LXXVI, celebrada en el 476 a. C.

  1. Escamandro de Mitilene: stadion (carrera de 200 metros)
  2. Dandis de Argos: diaulos (carrera de 400 metros)
  3. [laguna] de Esparta: dolichos (carrera de 4 800 metros)
  4. [laguna] de Tarento: pentathlon (salto de longitud, lanzamiento de disco, lanzamiento de jabalina, carrera de 200 metros y lucha “grecorromana”)
  5. [laguna] de Maronea: lucha grecorromana
  6. Eutimio de Locri, Italia: pugilato
  7. Teagenes de Tasos: pancracio (pugilato y lucha grecorromana)
  8. [laguna] de Esparta: stadion juvenil
  9. Teogneto de Egina: lucha grecorromana juvenil
  10. Hegesidamo de Locri, Italia: pugilato infantil
  11. Astilo de Siracusa: hoplites dromos (carrera de 400 metros con armadura de hoplita)
  12. Terón de Agrigento: tetrhippon (carrera de carro jalado por cuatro caballos)
  13. Hierón de Siracusa: keles (carrera de jinete montado en caballo)


​ Píndaro hizo cuatro epinicios a propósito de esta Olimpiada. En la oda I, celebra el triunfo de Hierón y en la II y la III, el de Terón —aunque como se demuestra en el papiro, ninguno de ellos participó propiamente en la competición—; y en la XI a Hegesidamo. El único evento que no aparece en las listas oficiales de deportes olímpicos es la carrera de coches jalados por mulas, que cayó en desuso a partir del 444 a. C.

​ Es interesante percatarse de que Esparta era una potencia deportiva, cosa que no es de extrañar debido a la proverbial disciplina espartana, al igual que las colonias griegas en Italia: Locri, Agrigento, Tarento, Siracusa, ciudades acaudaladas que demuestran que no se puede triunfar en el deporte sin una apropiada financiación. También es interesante notar que seis de estas trece competencias ya se practicaban desde tiempos homéricos. Había algunos juegos en los que se permitía la participación de jóvenes, que en la época griega equivalía a ser menor de treinta años. Se sabe que había unos juegos, consagrados a Hera, en la ciudad de Elis, exclusivos para mujeres y, como las Olimpiadas, se celebraban cada cuatro años.

​ Aunque por obvias razones los malos competidores nunca fueron merecedores de un epinicio, a veces se hablaba de ellos para utilizarlos como ejemplo e inhibir las malas prácticas. Un tal Eumolpo de Tesalia participó en la Olimpiada XCVII e hizo trampa —se desconoce la competencia en que participó—; como castigo, se le impuso la multa de financiar la construcción de seis estatuas votivas en la zona conocida como “Los tesoros”, lugar donde distintas ciudades construyeron un santuario y, cada cuatro años, depositaban una rica ofrenda. Estas estatuas votivas, que representaban a Zeus sosteniendo el rayo, iban acompañadas de una leyenda inscrita en su basamento: “el entrenamiento duro es el medio para resultar vencedor”, para recordar la infamia de Eumolpo. Con el paso del tiempo se olvidó la etiología de esta práctica y los legítimos vencedores acostumbraron erigir una estatua votiva para conmemorar su victoria.

Wilhelm Lübke, ilustración del templo de Zeus en Olimpia como debió verse en el siglo V a. C., 1904 Wilhelm Lübke, ilustración del templo de Zeus en Olimpia como debió verse en el siglo V a. C., 1904

​ No es difícil imaginar que, por ser una festividad religiosa, la inauguración de los juegos ocurría en el templo de Zeus, que se encontraba a un costado del Altis. El estadio olímpico se encontraba a treinta y dos metros del bosque. Ambos lugares estaban unidos por un camino por el que, se cree, desfilaban los competidores para llegar al principal escenario olímpico. Ahí se celebraban todas las justas, a excepción de las carreras de caballos, para las cuales se ocupaba un hipódromo cuya ubicación se desconoce, pero se tiene certeza de su existencia. Los juegos se cerraban con una hecatombe, o sacrificio de cien bueyes, y un banquete en el que participaban todos los asistentes.

​ El culto a Zeus decayó paulatinamente en la Hélade, nombre que los griegos daban —y siguen dando— a su patria; “Grecia” es un exónimo romano. Fue con la hegemonía romana que comenzó el ocaso del espíritu olímpico. La dependencia cultural que Roma tenía de Grecia impidió que los juegos olímpicos desaparecieran, pero algunos emperadores, como Nerón, hicieron cambios aberrantes a las competencias, como introducir la ejecución de instrumentos musicales como deporte. El cristianismo dio el golpe mortal a las Olimpiadas: el emperador Teodosio las canceló definitivamente en el 393 d. C.; la Olimpiada CCXCII fue la última en celebrarse. Tuvieron que pasar más de mil quinientos años para que una nueva civilización fundada en el helenismo decidiera rescatar y, al mismo tiempo, hacer su propia versión de los ideales del espíritu olímpico.

Abraham Janssens, *Nerón Emperador*, 1618. Schloss Caputh Abraham Janssens, Nerón Emperador, 1618. Schloss Caputh


V: PÍNDARO, ODA 10

La traducción que el lector está a punto de leer fue realizada por Rubén Bonifaz Nuño, insigne poeta y filólogo clásico mexicano. Tuve la oportunidad, en mis años de estudiante, de colaborar, junto con un pequeño ejército de pasantes, en la edición del libro Obras de Píndaro, publicado en 2005 por la Coordinación de Humanidades de la UNAM, en la Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana. Los que podíamos leer griego revisamos el texto original. Los demás buscaban erratas y discordancias en la traducción, en las notas, en la introducción. Además de nosotros, Bonifaz tenía colaboradores cercanos, como los doctores Amparo Gaos y Bulmaro Reyes Coria, a quienes pedía su opinión sobre aspectos más de fondo que de forma. Todas sus traducciones implicaban un trabajo titánico. En sus últimos años, y a causa de su debilidad visual, este gigante de la filología necesitó a otros gigantes y muchos enanos. Su última traducción la publicó en 2009.

​ Leer las traducciones de Bonifaz requiere la máxima atención por parte del lector y, aún así, muchos detalles pueden escapársele. Hay un ritmo en sus traducciones y también hay una cuidadosa selección de palabras. Los primeros estudiosos de la poesía de Píndaro, como Dionisio de Halicarnaso, señalaban el carácter arcaizante de su poesía; la traducción de Bonifaz no hace otra cosa que respetar el carácter original de las odas pindáricas.

Estadio Panathinaikó, Atenas, 2014. Fotografía de Mister No Estadio Panathinaikó, Atenas, 2014. Fotografía de Mister No

Imagen de portada: Estadio Panathinaikó, Atenas, 2014. Fotografía de Mister No