En los últimos años en España, como en otros países europeos o de mayoría cultural europea, ha surgido un nuevo nacionalismo, escandaloso y machacón, centrado en la celebración de las antiguas glorias del Imperio español, que se disolvió en su mayor parte hace ya dos siglos. Al defender, reivindicar y exaltar ese legado colonialista, este sector del hispanismo afirma que el español fue el imperio europeo que mejor trató y civilizó a los indios y que más respetó sus derechos. Al mismo tiempo, sostiene que esta verdad histórica ha sido negada, borrada incluso por los enemigos de su país: las otras potencias europeas que envidiaban el esplendor español y querían robarle su poderío. Estos enemigos del Imperio hispano inventaron una “leyenda negra” que consistía en negar esta bondad y, en cambio, vilipendiar y difamar a los españoles acusándolos de ser violentos y crueles. Por esa razón, y al parecer sólo por ella el Imperio se perdió y España vive hoy como un país de segundo nivel, privada de su antiguo lustre y de los merecidos frutos de su gran labor civilizatoria e imperial. Reconocidos autores como Elvira Roca Barea con su libro Imperiofobia (2016) y quienes participan en la compilación de ensayos La disputa del pasado. España, México y la leyenda negra, han desarrollado estos argumentos. Sus ideas han tenido un gran éxito en España y han contribuido al renacer del orgullo imperial en sectores amplios de la población, particularmente en los votantes de los partidos de derecha: el Partido Popular y Vox.
Por más que estos autores exalten la singularidad del imperio español y la particular inquina con que ha sido atacado por sus enemigos, en otros países de Europa y América del Norte se repiten ideas muy similares. Ciertos autores estadounidenses, franceses e ingleses también lamentan la pérdida de su importancia imperial en los últimos dos siglos y la consideran una injusticia de la historia. Al coro se unen de manera más discreta sectores ideológicos de Holanda, Bélgica, incluso Alemania y otras naciones con pasados imperiales menos ilustres. Además, los nacionalistas de muchos de estos países afirman haber sido víctimas de conspiraciones aviesas y traicioneras por parte de los demás países europeos, que les arrebataron el lustre y el reconocimiento, el poder y la riqueza que merecerían. Como los españoles antes mencionados, exigen un tipo de retribución por este despojo: caravanas de agradecimiento por parte de sus antiguas colonias, fanfarrias universales a las hazañas civilizatorias de sus imperios, pero sobre todo privilegios económicos para sus compañías y sus proyectos extractivistas. Hasta hace 50 años, las naciones europeas competían en presumir y desplegar su poderío mientras se repartían el mundo por medio de la fuerza; eran nacionalismos triunfantes, arrogantes, con imperio, o con los últimos restos de sus imperios. En contraste, estos nuevos nacionalismos post-imperiales, nacidos de las dificultades que ha tenido cada uno de los países europeos para resignarse a la pérdida de su poder y de su prestigio, compiten por ver qué pueblo ha sido más victimizado por sus ingratas colonias, cuál ha sido más calumniado por las demás potencias occidentales, cuál ha sufrido más injusticias. En suma, ahora se pelean por ver cuál de ellos merece más lástima. Los nacionalismos postimperiales se despliegan en la esfera pública por medio de declaraciones y ceremonias de presidentes y políticos, se alimentan con aclamados libros y con artículos en periódicos prestigiosos, presumen laureles académicos. Sin embargo, por momentos parecen una versión culta, o más bien pedante, de otro tipo de nacionalismo también presente en los países europeos y de la diáspora europea (las excolonias inglesas: Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, sobre todo). Me refiero al nacionalismo blanco abiertamente racista, xenófobo y enemigo de los inmigrantes asentados en sus países desde hace generaciones. Es el nacionalismo de los skinheads en Europa y las milicias en EE. UU., el del Partido Republicano, el PP y Vox en España, la Alternativa para Alemania (AFD, por sus siglas en alemán), el de la violencia contra los inmigrantes y las “razas inferiores”. Este nacionalismo de taberna, de pandillas y pleitos callejeros, de políticos oportunistas y de conspiradores ignorantes, se lamenta de más o menos lo mismo que los elegantes discursos de Roca Barea. No quiero decir que todos los defensores de la hispanidad tengan estas filiaciones, sólo señalo que comparten muchos argumentos, posturas y justificaciones con los grupos abiertamente intolerantes. También que son ellos los que más se beneficiarán políticamente de este discurso. Los seguidores de los nacionalismos blancos se quejan por ejemplo de que hace unas décadas gozaban de una existencia más privilegiada, ya fuera como miembros de la clase media o como trabajadores con derechos y una condición social reconocida. Sin embargo, consideran que la llegada de los inmigrantes, la presencia de personas de otro color y sobre todo su ascenso social les han quitado posición económica y prestigio. Culpan de ello no a los cambios económicos acontecidos bajo el neoliberalismo, ni a la desindustrialización, sino a estos extranjeros y personas racializadas. Afirman también que ciertos inmigrantes fueron ayudados por élites traidoras, “progres”, wokes, cosmopolitas, cómplices del capital internacional y de los “judíos”, que inventaron conspiraciones en contra de las personas blancas, las acusaron falsamente de racistas, les quitaron posiciones por medio de políticas discriminatorias. En suma, estas personas sienten que han sido privadas injustamente de la posición que era suya. Los intelectuales y políticos que lamentan en España las perdidas glorias imperiales hacen eco de los españoles que se quejan de la “invasión” de sus barrios por moros, negros y sudacas. Pero este eco no se debe sólo a que los del PP y Vox estén buscando los votos de estos sectores sociales —guiados por el principio oportunista de que el resentimiento y el odio suelen ser buenos para trepar en política, o peor aún por auténtica convicción—. La relación entre los nacionalismos post-imperiales y los nacionalismos blancos es genética. La presencia de los musulmanes, africanos y sudamericanos que tanto agravio produce en España y otros países occidentales es resultado directo de la historia imperial de la propia España y de esos países. Si no hubieran invadido y dominado América y África, si no hubieran despojado, desplazado, esclavizado y transportado a sus habitantes de un continente a otro, entonces no habría tantos musulmanes, africanos y americanos en todos ellos. La imaginaria invasión de hoy es una consecuencia de las muy reales invasiones del pasado; la diferencia es que esas las hicieron europeos armados que se quedaron con la tierra, mientras que las actuales son realizadas por refugiados, personas precarizadas, indocumentados, menores no acompañados que aspiran apenas al derecho de quedarse en el territorio.
Ambos nacionalismos se alimentan de una fuente común: la sensación de desplazamiento que afecta a ciertos sectores de la sociedad española y de otros países europeos, acostumbrados a ocupar posiciones de privilegio reales y simbólicas pero que ahora sienten desaparecidas, o al menos que están siendo amenazadas. Esta sensación es más fuerte precisamente porque no siempre se sustenta en pérdidas reales de riqueza y de prestigio social, como han mostrado Ghassan Hage y otros antropólogos que estudian los racismos contemporáneos. Los sectores sociales más marginados de estos grupos, que sí han sufrido una pérdida de posición económica por la globalización, se enfurecen con igual frecuencia por la merma de los privilegios raciales que les permitían sentirse superiores a las personas racializadas y los inmigrantes. Los sectores más ricos y poderosos resienten el simple hecho de que haya más y más personas diferentes que ocupan espacios reservados anteriormente sólo para gente como ellos en las universidades, los cargos públicos y los medios de comunicación. Esta ideología de autovictimización contiene una inversión engañosa de las relaciones de poder históricas y sociales de los últimos siete siglos. Los países colonialistas y los grupos que más han practicado históricamente el racismo ahora se quieren presentar como los atacados y pretenden que la pérdida o cuestionamiento de sus privilegios es la peor discriminación. Ambas inversiones se basan en la negación infantil de las propias acciones negativas, pues siempre son culpa de algún discurso conspirativo contra ellos, la todopoderosa leyenda negra que han inventado los españoles, la sensibilidad woke, o que estas acciones negativas son menos “graves” comparadas con las de otra nación imperial u otro país. También se fundamenta en una pueril exageración de los propios méritos, como el “idioma”, la “religión”, la “civilización”, el “progreso” y otras medallitas brillantes que la ultraderecha española y sus voceros presumen haber dado a los pueblos conquistados (y que generalmente se refieren a las ciudades, caminos, minas y catedrales que construyeron para ellos mismos y su proyecto imperial), a cambio del trabajo, los esclavos, las riquezas, las tierras y los recursos de los que se adueñaron. Además de insostenible histórica y moralmente, esta victimización resulta muy peligrosa en lo político. El resentimiento y la sensación de despojo es un combustible en extremo poderoso para las ideologías de odio y de violencia. De esto se alimentaron los nazis hace 80 años y de eso se alimentan hoy sus sucesores, tan estúpidos y tan inescrupulosos como ellos. La segunda deficiencia ética de estas posturas radica en su menosprecio e ignorancia respecto a todas aquellas personas y pueblos provenientes de América, África y Asia. Para valorar las culturas que avasallaron y en muchos casos destruyeron, les basta repetir estereotipos medievales cristianos: eran unos bárbaros y caníbales, unos paganos que no conocían la religión. Prácticas concretas y aisladas se generalizan para manchar a toda una población y justificar su “salvación”. Más allá de estas valoraciones religiosas, no históricas, los nacionalistas no pretenden comprender ni valorar en su complejidad las sociedades colonizadas y sus prácticas, sólo justificar la violencia que se ejerció sobre ellas para dominarlas. Por otro lado, sólo les importan las críticas y las valoraciones de otros europeos o norteamericanos. En el fantástico mundo de conspiraciones de Roca Barea, por ejemplo, todo el “indigenismo” americano es en realidad un producto de la multifacética leyenda negra impulsada por la empecinada envidia anglosajona: los nativos americanos son sólo las herramientas que usan los anglos para seguir atacando la gloria imperial española. La autora no parece plantearse siquiera la posibilidad de que los americanos puedan tener ideas propias. Que un racismo como éste presuma aires de respetabilidad e incluso se disfrace de argumento intelectual no es muestra de su verdad histórica, sino de la capacidad de distorsión de la realidad que alcanza el victimismo. La empresa colonial española produjo de manera directa la esclavización de millones de indígenas y africanos, la muerte de otros tantos por sus armas y ataques, y de manera indirecta un verdadero genocidio de decenas o centenas de millones de personas. Definir este proceso de colonización como genocida en sus resultados no implica culpar de genocidio a los conquistadores, sino dimensionar de manera más justa su impacto social, ecológico y biológico.1 Estos son hechos históricos innegables. La idea de culpar a los propios indígenas (¡ellos lo hacían antes!) o de exculparse porque otros europeos fueron peores (miren a los ingleses) es pueril. Si España quiere gloria imperial debe afrontar con valentía, y sin falsos pretextos estas realidades. O explicar por qué razón la violencia de los españoles sí puede ser justificada y la de los indígenas no. Por qué una se minimiza y la otra se exagera. El más grave poder de la mentira de la victimización es su capacidad de generar miles de mentiras más, como el descaro de un Boris Johnson o de un Donald Trump, o la frivolidad de Vox al hablar de un “genocidio indígena” anterior a los españoles (en aparente referencia al sacrificio de aproximadamente mil a dos mil personas por año en una ciudad, en un valle, en una región, usando cifras abultadas y generalizaciones insostenibles). El peligro es doble, pues la negación de las violencias y exclusiones del pasado sirve para justificar que hoy mismo se quite la voz, se ignore y se agreda a quienes las critican. Un círculo perfecto en que el nuevo victimismo blanco se escucha sólo a sí mismo e ignora a todos los demás, exactamente de la misma manera en que lo hacía el antiguo triunfalismo blanco hasta hace unas décadas.
Imagen de portada: Manifestación neonazi en Leipzig, Alemania, 2009. CC-BY-SA
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Federico Navarrete, “Conquista y epidemia”, Nexos, publicado el 1 de octubre de 2021. Disponible en este link ↩