Ariana Harwicz vive en Francia desde 2007 y aprendió muy bien allá el negocio de la Literatura y el Mal.
Degenerado (2019) es un relato manufacturado y empacado con excelencia. Lo digo con admiración. No es fácil concentrar y actualizar el asunto de la culpa y la inocencia o el crimen y el castigo, ni ponerlo en términos de la inconmensurabilidad metafísica de todo asesinato, como lo hace ella. Harwicz sabe que poco hay de nuevo en el asunto y por ello Degenerado contiene casi lo mismo, con otra disposición epocal, que El extranjero (1942), de Albert Camus: la estudiada indiferencia ética del novelista ante su personaje, irrelevantemente culpable (“Lo que ocurrió podía no haber ocurrido, o lo que no ocurrió podría haber ocurrido, así es”), el ardor de una multitud ganosa de linchar, la prisión preventiva y el proceso, jueces y fiscales, un final muy semejante. Creería yo esas últimas líneas de Harwicz como un homenaje a Camus, una duplicación generosa.
No todo, desde luego, es un crimen del tiempo en Degenerado. Harwicz y nosotros vivimos en un siglo donde la filosofía moral es la de los derechos humanos y la víctima es la figura central. Tanto más si es un bebé. Contra la tentación de moralizar (lo que arruina buena parte de la actual narrativa de la violencia en América Latina), la rioplatense Harwicz escribe —acaso contra sus deseos— bajo las lonas del circo de Louis-Ferdinand Céline. Con ese horror por París incluido que solo suele salirles bien a los franceses.
Su antihéroe es celinesco, y los crímenes de un escritor (a ratos el de Harwicz, judío sobreviviente de los totalitarismos, se hace pasar por tal o ha escrito papeles que lo incriminan aunque diga que “escribir no prueba nada del hombre que escribe”) entran en una zona de tinieblas donde la moral se distiende en la relatividad. Con el viejo argumento radical —cuya fuente es Jean-Jacques Rousseau— de que los crímenes son, en su origen, sociales o hasta estatales, juega el victimario y su creadora lo complace en un truco circense, a veces realizado con la izquierda, otras con la derecha.
La sociedad, se queja el acusado, diseña “niños para el abuso” y “después pone cara de idiota” porque “las celebraciones occidentales” son abusivas. Pero es muy propia del siglo XXI, en cambio, la simpatía popular que despiertan los réprobos en las redes sociales, y el pedófilo de Harwicz tiene, como es frecuente desde Charles Mason (el asesino de Sharon Tate en 1969), a sus simpatizantes entusiastas exculpándolo, o con mayor frecuencia en nuestros tiempos, justificándolo. Los enamorados del asesino son legión.
Un asesino que quiso ser pianista y adora no solo a Serguéi Rajmáninov, sino a Dinu Lipatti, el joven compositor y pianista rumano que murió precozmente de leucemia. Un asesino que de niño intercambiaba los zapatos con su hermano. Un asesino que se asume víctima. Otro “suicidado” de la sociedad.
Es la familia la que une Degenerado con Trilogía de la pasión (2022), publicado también por Anagrama, reuniendo las tres novelas cortas que le han dado fama internacional a Harwicz: Matate, amor (2012), La débil mental (2014) y Precoz (2015). Si en Degenerado son protagónicos el padre y la madre, ausentes en el abandono, a través de Trilogía de la pasión las relaciones matrimoniales y la locura de la esposa, la promiscuidad entre hija y madre o el duelo entre un varón y su mamá son sometidos a un escrutinio pocas veces leído.
Harwicz ejerce la libertad del escritor, y en ese inmoralismo está más cerca de la Vieille France —desde Jean Cocteau se escucha decir que los grandes escritores franceses son extranjeros— de lo habitual entre la progresía argentina, o de la autoficción narcisista tan de moda. A contracorriente de nuestra época, no da consejos de maternidad dolorosa (tema, por cierto, de la más rancia liturgia), ni de paternidad responsable. No juzga; expone, y lo hace utilizando uno de los monólogos interiores más potentes de la lengua española actual. Siempre que se escribe así entre nosotros es imposible no pensar en William Faulkner, en el cubano Lino Novás Calvo (uno de sus primeros traductores al español) y en Juan Rulfo (La débil mental podría tener sus cuitas con Macario). Pero si el entorno de Harwicz es la Francia rural (“Lo insulso me embriaga”), el idioma es argentinísimo y en el numeroso contingente de las narradoras contemporáneas —encabezado, justamente, por las argentinas— la autora de Degenerado va primero, poco dada a complacer. Goza intimidando: “enamorarse es la gran condenación”, leo en La débil mental.
Enamorarse es el diluvio con un refugio electrificado. No sé si me entendés. No sé si estoy siendo clara, ahora que tenés edad. Yo siempre me decía, esperá a que deje los pañales, esperá a que hable de corrido, esperá a que menstrúe, a su primera vez para decírselo y nunca pude. No pude instruirte a tiempo, te pido mil perdones. Me lo enseñaste, mamá. Fallé en todo, empecé tu infancia al revés. Debería haberte educado correctamente, no dejarte meter la mano en el caparazón y arrancar la babosa. Pero no, si con verte me bastaba para entender. La escucho tumbada sobre el musgo, una fina capa vegetal me cubre como arenilla. Estoy echada como un mamífero con las orejas lanudas sobre los ojos. Estoy tapizada, forrada, y entre nosotros corre un acantilado y el agua trepa y resbala.
Pocas veces he leído, como en la obra de Harwicz, tanto celo encratista, es decir, proveniente, si acaso, de las viejas sectas gnósticas que condenaban la procreación porque, como los espejos (así lo retomó Jorge Luis Borges), multiplican la creación.
Pienso en el nacimiento como un disparo a la masa, como un chillido a puerta cerrada, como un ave de rapiña que va de un árbol a otro sacudiendo ramas y el río oscuro se disipa en los troncos.
Engendrar, para los personajes de Trilogía de la pasión, es la sucia condena por existir y el feto (en la Argentina llaman “fetistas” a los enemigos del aborto, entre los que no se cuenta, me imagino, Harwicz) es una de las obsesiones de la escritora, obsesión también presente en Degenerado. “O llega el noveno mes, y el día tan esperado sale el morochito con nombre y cuna preparada, con cartelito decorado, pero muerto”, leemos en La débil mental. Hay un “trauma del nacimiento” en Harwicz.
Y como a J. G. Ballard, a Harwicz le obsesiona el accidente automovilístico, la imago más característica de los años que van y vienen desde 1900. Su escritura, contra lo que dijo un redactor carpetovetónico, no es “poética”. Esa apreciación errática prueba lo poco que se le pide hoy día a la novela: toda aquella prosa capaz de resaltar por su densidad o por su música parece exclusiva, propia de bardos, cuando es exactamente lo que ha dejado de hacerse. Sí, parece enorme la influencia de Marosa di Giorgio sobre Harwicz, pero la poeta uruguaya solo le propuso un imaginario y ella lo transformó en pesadillas narrativas como Trilogía de la pasión o Degenerado. Si menciono la mucha literatura presente en Harwicz no es porque me angustien las influencias. Nada de eso. La originalidad es lectura paciente de clásicos y modernos, no es innovación ociosa. Hace mucho que no leía a un autor tan decididamente literario como ella. Por eso es tan vital y tan honda. En Harwicz no hay contencioso entre la vida y los libros.
Escuché por allí que Martin Scorsese producirá o dirigirá alguna de las novelas de la argentina. No la va a tener fácil el gran maestro del cinematógrafo en transformar en imágenes una epopeya del lenguaje —médula de los huesos— como la de Ariana Harwicz.
Anagrama, Barcelona, 2019
Anagrama, Barcelona, 2022
Imagen de portada: ©Andrew Wyeth, El mundo de Christina, 1948. MoMA