Un aspecto estimulante en la obra de Antonio Ortuño (además de su sentido del humor y su visceral sentimiento de la técnica) es el retrato de los llamados “mandos medios” como receptáculos de una experiencia fantasmática del Yo. En algún punto —parecen sugerir varias obras del autor— el temperamento protagónico perdió interés en ser el jefe o la heroína de los mundos narrativos; la individualidad devino identidad en renta: una suerte de Uber existencial donde las fantasías de autoempleo, ingreso secundario y ausencia de compromiso ideológico relativizan u oprimen cualquier otra percepción de Lo Real. El tema es amplio y podría dar para una exégesis comparatista entre varios libros del autor. En estos párrafos abordaré exclusivamente Esbirros, su más reciente colección de cuentos. Dividido en tres secciones (“Ayer”, “Hoy”, “Mañana”) precedidas por una “Nota liminar” de la que me ocuparé más tarde, Esbirros tiene poco más de cien páginas y reúne once cuentos. La mayoría son breves y, aunque en alguno se optó por una narración de tono ambiguo, la preferencia dominante ha sido la estructura clásica-moderna. El lenguaje es económico y bebe sin recato en las aguas de la parodia, en particular en la primera sección, donde resuenan tanto Borges como Kafka; y en la tercera, cuyo único relato incursiona en el cyberpunk misándrico. La sección segunda (la más nutrida del libro: ocho cuentos) juguetea en los márgenes de territorios simbólicos de amplio espectro, como el realismo, el costumbrismo y el pulp, un poco a la manera de Rubem Fonseca y otros maestros contemporáneos. El primer cuento de Ortuño, “Historia del cadí, el sirviente y su perro”, se presenta al modo borgeano con una retórica que remite a la ficción apócrifa de Las mil y una noches para convertirse al poco trecho en una sátira política no exenta de humor sodomita y obsceno —aunque también ontológico—. Más complejo y ambicioso resulta “Escriba”, relato que completa la sección inicial. Narrado en un simulacro de primera persona, es la minuta coral de los pormenores de la cena en una casa poderosa donde un Señor, su primogénito y el hermano menor dictan “al-de-la-voz” (es decir, el escriba) cómo deberá ser retratado El Otro en pugna (el primogénito describe al Señor, el Señor al hermano menor, etcétera) sin eludir sus posesiones, iniquidades y vicios. A cada paso, el narrador aclara quién le ha dictado el pasaje inmediatamente anterior, e incluso aclara de qué modo el dictador ha elegido humillarlo y sobornarlo para que escriba lo que se le dice, independientemente de que lo puesto en papel sea verdadero o no, o de la opinión personal que el transcriptor tenga al respecto. Así, quien transcribe lo dictado se revela como corruptor de su propio relato. El resultado es tan divertido como una comedia de enredos y posee la ferocidad de una diatriba esquizofrénica, pero sobre todo introduce el concepto retórico que regulará la mayor parte de las historias subsiguientes: una metonimia donde los personajes, suerte de gólems cognitivos, son simulacro o sustituto de una identidad ajena. Sus gestos acaecen en estado de indolencia, casi desvinculados de la noción de deseo (“Temor”, “Almas blancas”), o superficialmente esterilizados de su erotismo soez (“Bienaventurados los mansos”), o personificados como fantasía de venganza/justicia por interpósita persona (“El horóscopo dice”, “La reina de Inglaterra”). También, como sucede en “Gusano” e “Interruptor”, algunos cuentos desarrollan la fantasía siniestra de erradicar la propia voluntad por la vía de perder (en ambos casos debido a una alteración de la química orgánica) el control de los cuerpos. Encuentro un par de coincidencias entre Esbirros y Safari, novela reciente del escritor chileno Pablo Toro. En ambas obras la estructura se divide en tres secciones —pasado, presente, futuro—. En ambas el pasaje de futuro (uno de cuyos personajes principales es mujer) aporta un componente que desestabiliza la identidad cognitiva masculina: un interruptor de testosterona en el caso de Ortuño; un caso gramatical de femenino universal en Toro (no “los vendedores del mercado” sino “las vendedoras del mercado” como plural neutro). No obstante, el estado de violencia que ambos autores retratan en su respectiva fantasía cyberpunk no es menos cruento ni salvaje que nuestro pasado o nuestro presente literario e histórico. Las soluciones propuestas, ya sean quirúrgicas o lingüísticas, terminan siendo cosméticas: no logran eludir la violencia porque ésta, parece sugerir cada autor por su cuenta, forma parte de la identidad humana. No es factible, en ninguno de estos dos futuros provisorios, erradicar el mal a fuer de contrarrealismo. Cuando mucho se logra uberizarlo: delegarlo a un factótum político o clínico para tranquilidad de la conciencia woke. La pieza maestra de Esbirros se titula “Tiburón”. Su estructura coral me recuerda a “Corazones solitarios”, de Rubem Fonseca. En ambos cuentos hay una secuencia de narraciones internas conformada por un género informal: la carta sentimental en el relato del maestro brasileño, la ficha de persona desaparecida en el de Ortuño. Ambos parten de una circunstancia anodina marcada por el pop (la redacción de una revista del corazón, el uso de seudónimos femeninos por parte de un grupo de hombres; un evento social donde se reencuentran dos personajes que le van al mismo equipo de futbol, unos vecinos ruidosos) para desembocar en una conmoción: una revelación de identidad sexual en tránsito en el brasileño; un registro de la labilidad que existe entre las nociones de víctima y victimario en el caso de Ortuño. Desde el punto de vista formal, el uso de géneros narrativos informales facilita a ambos relatos la exploración de sus propios límites de género, aproximándolos al espacio de la novela en un trayecto de pocas páginas. Se trata desde luego de un alarde técnico, pero fundado sobre una preocupación estética profunda. Al emplear el formato coral, Antonio Ortuño ensaya su respuesta a una pregunta relevante de la narrativa mexicana contemporánea: ¿cómo dar agencia a las víctimas de desaparición sin simular o edulcorar sus voces?… El tema da para un análisis comparatista más extenso. Por lo pronto, quisiera recalcar que “Tiburón” retoma, desde el cuento, preocupaciones narrativas de arquitectura compleja que otros autores mexicanos contemporáneos (Fernanda Melchor, Valeria Luiselli, Eduardo Antonio Parra, Luis Jorge Boone, Emiliano Monge) han preferido abordar a través de la novela y con un enfoque en lo sublime. Al incursionar en el tema desde el cuento y con impulso rabelesiano, Ortuño da una vuelta de tuerca subversiva a las relaciones entre realidad histórica y representación estética que prevalecen en el presente. Dados los tiempos que corren, no me parece extraño que Antonio Ortuño eligiera acompañar sus historias de una “Nota liminar”. En ella aclara:
Estos cuentos abordan las oscuridades del poder y la sumisión (que se encuentran en el empleo cotidiano, en la pareja y la familia, en las relaciones personales y la política) y exploran a quienes transitan por ellas, pero carecen de moraleja o, mejor, proponen unas “moralejas” delirantes, inciertas, autocanceladas. El narrador y el moralista podrán coincidir en la observación a detalle de las mezquindades y vilezas humanas, pero sus intenciones y procedimientos son muy distintos.
No me parece extraño, pero creo que éste es el único pasaje prescindible de la obra; su única concesión al autoritarismo blando de las redes sociales. Incluso el empleo del adjetivo “autocanceladas” es revelador. La nota dice más sobre la angustia de las legitimidades a la que vivimos sujetos los artistas contemporáneos que sobre la lucidez poética de los once relatos. No creo que mi apunte anterior sea irrelevante, aunque sí lo considero algo menor. Esbirros es un libro breve y poderoso, desmadroso y divertido hasta la médula, que logra profundizar en la condición humana sin recurrir al didactismo o el chantaje y sin renunciar a la irreverencia y el humor. Lo hace, por añadidura, con la destreza de un maestro del género.
Imagen de portada: Traji-Uber, 2019. Fotografía de Prayitno. CC.