Frida, la cabrona insolente. Frida, la artista discapacitada. Frida, símbolo del feminismo radical. Frida, la víctima de Diego. Frida, el ícono chic, de género fluido, bella y monstruosa. Bolsas de Frida, llaveros de Frida, camisetas de Frida. Y también, la nueva Barbie Frida (sin uniceja). Frida Kahlo ha sido sujeta al escrutinio global y a la explotación comercial. Curadores, historiadores, artistas, actores, consulados mexicanos, museos y Madonna se han apropiado de ella. Con el paso del tiempo, esta avalancha ha trivializado el trabajo de Kahlo para que encaje en una fridolatría superficial. Y, si bien algunos puntos de vista críticos han sido capaces de contraponerse a las posturas que la representan como una artista ingenua, infantil, casi instintiva, la mayor parte de las narrativas todavía la sitúan como una pintora geográficamente marginal: una más en el catálogo de artistas provenientes de países en vías de desarrollo que esperan ser “descubiertos”, otro sujeto sin voz que espera ser “traducido”. En 1938 Frida Kahlo pintó Lo que el agua me dio, la obra quizá responsable de que despegara no sólo su carrera internacional, sino también el malentendido internacional de su figura. En esta especie de autorretrato vemos los pies y las pantorrillas de Kahlo sumergidos en una bañera y, sobre éstas, como si emanara del vapor, un paisaje/collage: un volcán en erupción del que emerge un rascacielos; un pájaro muerto sobre un árbol; una mujer estrangulada; un vestido de tehuana dramáticamente extendido; una pareja de mujeres sobre un corcho flotante. Kahlo estaba trabajando en Lo que el agua me dio cuando André Breton, el surrealista francés, llegó a México de visita. El cuadro lo hipnotizó. Llamó a Kahlo una surrealista natural, y escribió en un folleto que promocionaba su debut neoyorkino en la galería de Julien Levy en 1938:
Mi sorpresa y felicidad no tuvieron límites cuando descubrí, al llegar a México, que su trabajo ha madurado, con sus pinturas más recientes, en un surrealismo puro, a pesar de haber sido concebido sin ningún conocimiento previo de las ideas que motivaban las actividades de mis amigos y las mías.
Si bien la etiqueta surrealista natural ayudó a traducir las pinturas de Kahlo para las audiencias europeas y estadounidenses, lo cierto es que ella siempre la rechazó. Ser proyectada como una “surrealista” en Europa ayudó al público a entender su trabajo de forma más inmediata… y apetecible. La etiquetaron como auténticamente mexicana, con encanto internacional. Pero ser vista como una surrealista natural también la convirtió en una especie de salvaje: inconsciente de su talento, sin sospechar su maestría. Después de su debut, un crítico de la revista Time dijo que su trabajo exhibía “la delicadeza de las miniaturas, los amarillos y rojos vívidos de la tradición mexicana, y la imaginación juguetona y sangrienta de un niño sin escrúpulos”. Difícilmente podría decirse que Kahlo fuera ingenua o que no estuviera consciente de aquello que hacía o de quién era. Sabía cómo sacar provecho de los elementos de su vida privada y de su patrimonio cultural, organizarlos con cuidado y emplearlos para construir su personalidad pública. Se trataba de una mestiza, nacida en la Ciudad de México, que había adoptado un look tradicional de tehuana-zapoteca. Su padre, Carl Wilhelm “Guillermo” Kahlo, era un fotógrafo reconocido de origen alemán y su familia vivía en una mansión neocolonial en Coyoacán, la famosa Casa Azul. Kahlo se percataba muy bien de las complejas políticas de identidad que estaba creando y manipulando. En una fotografía de 1939, tomada durante el estreno de la primera exhibición de Kahlo en París, ella posa frente a Lo que el agua me dio. Porta un vestido de tehuana y su uniceja está subrayada con delineador negro: Frida actúa como Frida (no queda claro cuál de las dos es la obra de arte). Por supuesto, la lectura del trabajo y la personalidad de Kahlo en México fue muy diferente a la traducción que de ellos se hizo en otros medios culturales. Así como Breton había vinculado la categoría surrealista natural con su arte y enmarcado su trabajo en un discurso que ella no aceptaba, muchos otros hicieron lo mismo con varios aspectos de su vida pública y privada. Un ejemplo interesante de esto es la casa y estudio en la Ciudad de México donde ella y Diego Rivera vivieron y trabajaron durante algunos de sus años más productivos en la década de los treinta. Fue diseñada por Juan O’Gorman, el joven arquitecto que era entonces el pionero en los cambios arquitectónicos radicales que tuvieron lugar dentro de la Ciudad de México post-revolucionaria.
Antes de la Revolución mexicana, dominaba la arquitectura neoclásica y colonial del siglo XIX. Las mansiones de estilo francés dispersas en la ciudad se levantaban como homenajes solitarios a una clase alta europea en rápida decadencia, y la vida familiar de los burgueses mexicanos se representaba en los ostentosos y oscurecidos escenarios de estos interiores, con sus cortinas pesadas y excesiva ornamentación. Pero después de la Revolución se instalaron en la capital nuevas ideas sobre la higiene, la ventilación, la comodidad, la eficiencia y la simplicidad. Las casas, y con ellas la vida diaria, se transformaron de manera radical y veloz. Sintonizada con los cambios arquitectónicos e ideológicos que estaban sucediendo, la pareja le pidió a O’Gorman que diseñara un estudio y casa para ellos. Creó un espacio para una pareja de pintores, unidos y separados a la vez. Las edificaciones fueron las primeras en México diseñadas con requisitos funcionales específicos: vivir, pintar y mostrar obra. Kahlo y Rivera se mudaron a la casa en 1933, pocos años después de su matrimonio. El área de Rivera era más amplia, con más espacio para trabajar. La parte de Kahlo era más “hogareña”, con un estudio que podía convertirse en recámara. Un tramo de escaleras llevaba de su estudio a una azotea conectada por medio de un puente con el espacio de Rivera. Más allá de ser un área de trabajo, se convirtió en un sitio para las relaciones extramaritales de la pareja: Rivera, con sus modelos y secretarias; Kahlo, con algunos hombres célebres y talentosos, desde el escultor y diseñador Isamu Noguchi hasta León Trotsky. Quizá sin saberlo, O’Gorman diseñó una casa cuya función era permitir una relación “abierta”. La casa era un emblema de modernidad y una especie de manifiesto: un ejemplo solitario del nuevo funcionalismo en una ciudad que aún intentaba encontrar un lenguaje arquitectónico nacional que se adecuara mejor a su programa revolucionario. No cifró valores o mensajes tradicionales. Tan sólo se dirigió a las necesidades prácticas de sus habitantes, era materialmente eficiente (su material primario era concreto reforzado), socialmente progresiva y barata. Si bien la intención arquitectónica de la casa pudo haber sido neutral, con los años se convirtió en una sede del capital cultural mexicano, en especial de aquél conectado con las artesanías indígenas. La pareja fue anfitriona de visitantes que llegaban a ver sus obras terminadas y en proceso, así como sus colecciones de arte y artesanías: Trotsky, Nelson Rockefeller, Pablo Neruda, John Dos Passos, Sergei Eisenstein, Breton. O’Gorman les dio a Rivera y Kahlo una máquina para vivir —como hubiera dicho Le Corbusier—, pero también una máquina para traducir. Su casa dejó entrar lo foráneo tanto como sirvió de plataforma para proyectar una idea particular de México al mundo. Más que nada le dio un escenario a la pareja poderosa de la modernidad mexicana: cosmopolita, sofisticada, bien conectada y más mexicana que México. La obra fundamental del matrimonio fue, por supuesto, ellos mismos. Kahlo y Rivera fueron, quizá, la primera pareja de artistas de performance de México, y su casa-estudio era su propia galería. En 1934 el fotógrafo Martin Munkácsi visitó México y documentó a mansalva la casa y los estudios. Las fotografías estaban destinadas para Harper’s Bazaar, la revista de moda con sede en Nueva York dirigida a mujeres de clase alta, en buena parte estadounidenses, pero también francesas y británicas. En el número de julio de 1934 de Harper’s, una doble página titulada “Colors of Mexico” (“Los colores de México”) exhibió tres de las muchas fotografías de Munkácsi: una de Kahlo mientras cruza el puente que unía una casa a la otra; en una distinta Rivera trabaja en su estudio, y en una más Frida sube la escalera al techo. En el centro de la disposición hay una fotografía grande de la pareja que camina junto a la barda de cactus; un pie de foto explica “Diego Rivera con señora Freida [sic] Kahlo de Rivera ante la barda de cactus de su casa en la Ciudad de México”. Las edificaciones estaban diseñadas para encarnar una ideología proletkult, se asemejaban a una fábrica o a un complejo industrial, con materiales expuestos y los tanques de agua y las columnas de soporte visibles. La barda de cactus que rodeaba la casa, vista en relación con ésta, incrementaba la impresión industrial dominante. Sin embargo, Harper’s escogió la imagen que descontextualizaba más la barda y, por lo tanto, la presentaba como un elemento folclórico y decorativo. A la derecha de esa imagen central aparecía una serie de fotografías de campesinos mexicanos descalzos vendiendo artesanías y montados en mulas. El artículo que acompañaba las fotos, escrito por Harry Block, un editor neoyorkino, describe su búsqueda de las sandalias mexicanas perfectas: “Todo México anda en huaraches (se pronuncia ‘wahratchehs’ y significa sandalias)”. Yuxtapuesto al retrato de Rivera y Kahlo (él, vestido como un dandi europeo, con zapatos cerrados de cuero; ella, calzando botas negras puntiagudas), la oda de Block a los huaraches se siente un tanto forzada. El artículo de Harper’s es un ejemplo perfecto de la forma en que ese tipo de reportajes perpetuaron la imagen de México como un espacio marginal donde los destellos de la modernidad eran una rara excepción a la regla. La revista muestra un México del todo extranjero, pero de una manera en la que también hace más fácil concebirlo y explicarlo a las audiencias extranjeras a través de sus clichés asociados. Es una forma de traducción que simplifica las operaciones complejas que tuvieron lugar en el hogar Rivera-Kahlo. ¿Una casa mexicana funcionalista que exhibía arte post-revolucionario? ¡Imposible! Mejor usemos la fotografía con los cactus. Este ejemplo de narrativas colonizadoras en traducciones culturales no fue el final sino el principio. En 2002, la compañía de Harvey Weinstein distribuyó la película Frida, protagonizada por Salma Hayek; pidió una Kahlo más sexy (más desnudez, menos cejas) y se salió con la suya. En un concierto de 2016, Madonna subió al escenario a alguien que se parecía a Frida y dijo que estaba “tan emocionada” de al fin conocer a Frida, y luego le entregó un plátano como obsequio. El Halloween pasado, una amiga convenció a mi sobrina de veintiún años para que asistiera a una fiesta universitaria en Nueva York. Ella no llevaba disfraz, no estaba de humor. En algún momento, un trío de Mujeres Maravilla entró bamboleándose: botas rojas hasta las rodillas, bikinis estampados con estrellas, tops strapless, diademas doradas que enmarcaban largas cabelleras rubias. Una de las tres maravillas tomó un largo trago de una botella y casi se cayó de espaldas. Había notado de pronto a mi sobrina, parada detrás de ella. Se dio media vuelta y la miró directamente a la cara. La analizó de cerca. Como muchas mujeres en mi familia materna, mi sobrina heredó unas cejas gruesas y cerradas. La Mujer Maravilla dijo al fin: “¡Dios mío, es Frida Kahlo!”.
Imagen de portada: Frida Kahlo, Autorretrato con pequeños monos, 1945. © 2012 Artists Rights Society (ARS), Nueva York / Artstor / Fideicomiso del Banco de México, Ciudad de México. Foto: © Bob Schalkwijk