Si algo se ha discutido en la antropología y en las ciencias sociales sin llegar a un acuerdo absoluto es el término cultura. Sin embargo, se pueden vislumbrar dos posibles puertos a donde llegar: el uso de cultura que hace referencia al conjunto de manifestaciones artísticas de una sociedad determinada, o bien el uso del término de un modo más amplio para nombrar sistemas complejos que subyacen a las conductas, cosmovisiones, saberes, creencias, rituales, símbolos, por mencionar sólo algunos elementos, de una sociedad determinada. En este último sentido, casi todo elemento colectivo parece ser una manifestación de aquello que llamamos cultura. Asumimos también que existen culturas distintas, pero sabemos que no es posible trazar cortes discretos entre ellas, puesto que siempre se están modificando mutuamente; se trata de sistemas autorregulados que, a pesar de las percepciones o preferencias de individuos puristas, cambian y se replantean constantemente. Del uso de la palabra ‘cultura’ derivan categorías aún más problemáticas que parten de una base ya inestable; términos como contacto cultural, aculturación, interculturalidad, incorporación cultural, asimilación cultural e intercambio cultural, entre otros, representan un reto en cuanto a su definición y uso. Cada una de estas categorías evidencia que la interacción de los sistemas culturales se da en diversos y complejos niveles y que distinguir entre los distintos tipos de interacción cultural requiere de la consideración de múltiples factores. Quisiera sin embargo focalizarme en un término que, en palabras del antropólogo Carlos Mondragón, “emerge de la cultura del litigio estadounidense”, aunque se ha extendido más allá: la apropiación cultural indebida. Hace algunos años, la antropóloga Sheba Camacho me llamó la atención sobre la discusión que en Estados Unidos tenía lugar: una modelo que desfiló en el Fashion Show 2012 de la marca de lencería Victoria’s Secret se mostró ataviada con un tocado de plumas bastante similar a los tocados reservados a guerreros y jefes bélicos de distintos pueblos nativoamericanos. Desde diversas voces, se acusó a Victoria’s Secret de apropiación cultural indebida. Una de las principales inconformidades tenía que ver con que el tocado se había despojado de los significados que tenía para los pueblos nativoamericanos en cuestión. Mientras que el tocado de plumas estaba inmerso en un sistema determinado que le asignaba condiciones concretas de uso y se asociaba con ciertos significados rituales, en el desfile de lencería se había extraído de la red que le otorgaba el sentido original. El escándalo llegó a tal punto que algunos ejecutivos de Victoria’s Secret se vieron obligados a pedir disculpas. Después de una breve revisión de lo que se ha llamado “apropiación cultural indebida”, me percaté de la polémica en torno al fenómeno y al término mismo. Mientras algunos argumentan que la propagación transcultural de elementos forma parte de la construcción de los sistemas culturales del mundo y que limitarla es imposible, además de que supone limitar también la libertad de expresión, otras personas sostienen que la ‘apropiación cultural indebida’ es una manifestación más de los abusos que los grupos culturales hegemónicos ejercen sobre poblaciones o grupos culturales oprimidos. A diferencia de otros fenómenos que se dan en el contacto entre culturas, la apropiación cultural indebida se enmarca en dinámicas asimétricas y prácticas coloniales; es más, la apropiación cultural misma es opresora: mientras que la cultura dominante actúa en contra de los que ejercen la cultura oprimida, al mismo tiempo toma de ésta elementos concretos para exotizarlos, extraerlos para su disfrute o, en el peor de los casos, sacar provecho económico. El plagio de elementos de otra cultura es quizás el caso más extremo de apropiación cultural, pues la opresión se traduce en explotación económica y se inserta así dentro de la lógica de explotación capitalista. Otro elemento importante cuando hablamos de plagio es el choque que se da entre las nociones de propiedad. Como apunta la politóloga mixe Tajëëw Díaz Robles en su análisis sobre el plagio de la blusa tradicional de Tlahuitoltepec Mixe por la diseñadora francesa Isabel Marant, el plagio no se repara con un pago económico, pues la propiedad colectiva de la blusa choca con las concepciones de propiedad intelectual propias de la cultura occidental. No sólo se origina un conflicto causado por la misma apropiación indebida sino también, como lo apunta Díaz Robles, porque los conceptos de propiedad y reparación del daño se inscriben en sistemas culturales contrastantes.
En Estados Unidos, el debate sobre los casos de apropiación cultural se ha hecho más intenso con los años: personas blancas que se pintan el rostro de negro como parte de un disfraz de Halloween mientras que la represión policiaca contra las personas afroamericanas es alarmante, el uso de turbantes en desfiles de moda mientras que la estigmatización del islam se incrementa, población blanca tatuándose frases en idiomas nativos al tiempo que se recrudece la amenaza por la construcción de gasoductos en territorios indígenas. La polémica en el país vecino por estos temas contrasta con la situación en México. Si bien los casos de plagio evidente, sobre todo de textiles, se señalan cada vez más, el uso de elementos culturales que pertenecen a comunidades indígenas por parte de una población privilegiada y más altamente jerarquizada en la escala de racialización no prende los mismos focos de alarma. Me parece muy problemática la costumbre mediante la cual la población llamada mestiza, claramente con una jerarquía más alta que la población indígena, retoma elementos de la vestimenta asumida como característica de los indígenas para disfrazar de “inditos” a los niños durante las celebraciones católicas del Corpus Christi. Por un lado, utilizar la etiqueta “inditos” refuerza un apelativo que ha incorporado ya demasiadas connotaciones racistas; por el otro, la vestimenta, una mezcla de elementos textiles de distintas comunidades indígenas, ayuda a reforzar un estereotipo y simplifica la gran diversidad textil presente en muy distintas y contrastantes tradiciones. Esto mismo sucede con otras manifestaciones locales; durante la Guelaguetza, un festival organizado por el gobierno de Oaxaca para consumo turístico en donde las comunidades de la entidad presentan bailes supuestamente tradicionales, es posible apreciar a un grupo de mujeres mestizas bailar la pieza conocida como “Flor de Piña” vistiendo huipiles propios de mujeres chinantecas y mazatecas de diversas comunidades que no están presentes. Más que leerse como una apropiación cultural donde un grupo privilegiado toma un elemento cultural del grupo oprimido, y de esa forma invisibiliza a este último, reforzando estereotipos y convirtiendo en una categoría homogénea tanta diversidad, los fenómenos arriba señalados se leen como un tributo que el país le rinde a sus “raíces” indígenas. Esta narrativa es posible gracias a la construcción del mito del mestizaje, como lo ha llamado el historiador Federico Navarrete; la narrativa del mestizaje fue creada por el Estado mexicano para tratar de crear una identidad cultural homogénea; de este modo, todas las personas que tienen la nacionalidad mexicana pueden utilizar los elementos culturales de los pueblos indígenas porque estos elementos han pasado a formar parte de algo llamado cultura mexicana. Podríamos decir que, a diferencia de Estados Unidos, la verdadera narrativa del melting pot fue cristalizada en México por el proyecto de construcción estatal. Así como la narrativa del mestizaje disfraza el evidente racismo que existe en el país, también oculta los fenómenos de apropiación cultural indebida. En el país del norte, los formularios en los que hay que rellenar distintos recuadros para clasificar raza o etnicidad (blanco, negro, latino, hispano, oriental, etcétera) mantienen aún el melting pot como una idea no cuajada y visibilizan claramente que una persona blanca, perteneciente a la categoría dominante, ha tomado elementos de culturas oprimidas. Por contraste, en México no sólo la narrativa oficial del mestizaje borra fenómenos de apropiación, el mismo Estado mexicano basa la mitología de su creación en elementos de los que se ha apropiado indebidamente; los símbolos aztecas son los más socorridos: el propio escudo de la bandera mexicana es una apropiación de un símbolo cultural nahua. Al mismo tiempo que el gobierno mexicano destinaba recursos públicos e intensas campañas a la desaparición de las lenguas indígenas, tomaba elementos de estas mismas culturas para crear esa mezcla artificial que hoy se llama “cultura mexicana”: un baile de esta cultura, los elementos gastronómicos de otra más los símbolos de estas otras. Mientras las concesiones que ha otorgado el Estado a empresas mineras canadienses despojan a los pueblos indígenas de su territorio, la selección de futbol que representa al país en el Mundial de Rusia se presenta como la “selección azteca”. La cultura mexicana es el resultado de la apropiación cultural indebida por parte del Estado de elementos de culturas a las que ha querido desaparecer. En este país, la discusión de la apropiación cultural indebida se desvanece en el mito oficial del mestizaje. Para entender este fenómeno en México resulta necesario analizar los mecanismos del principal apropiador cultural: el propio Estado mexicano.
Imagen de portada: Cuadro Huichol