La Maya mira el acto inaugural de los Juegos Olímpicos de Atlanta 1996. El tubo de rayos catódicos emite en la pantalla de veinte pulgadas a la mítica figura del boxeo mundial: Mohamed Alí. Empuña la antorcha encendida con el fuego que Prometeo robó a los dioses y que ahora pertenece a la humanidad. Su cuerpo es un sismo, pero su mano derecha aún tiene el temple que alberga el espíritu deportivo. No hay duda, es el mismo puño que castigó la mandíbula de Sonny Liston, cuando revoloteaba como mariposa y picaba como abeja. Suenan las fanfarrias, y los ojos grisáceos de la Maya se expanden agitados al ver el momento en que la llama olímpica se eleva de la tierra, comienza a ganar altura en su recorrido por un cable metálico e incendia el pebetero en forma de caja de papas fritas del McDonald’s.
Junto a ella, Alfonso Cornejo, vecino y futuro biógrafo, documenta sus palabras y observa con atención si aún hay equilibrio en sus movimientos. Cornejo tiene una pregunta retórica que le quema la punta de la lengua: ¿Habrías cambiado todo con tal de sentir el peso de una medalla olímpica colgando de tu cuello? La espectacular ceremonia de apertura de los juegos del centenario (la primera justa olímpica de la historia moderna tuvo lugar en 1896 en Atenas) ha durado casi cuatro horas. La Maya, agotada, se levanta de su poltrona. Camina arrastrando una pierna. Apaga la Hitachi análoga. Luego dirige su mirada a las fotografías que penden de la pared, retazos de memoria. Se acerca y descuelga una que le tomaron seis años atrás, cuando recibió en su casa a Michel Chemin, un periodista de la revista francesa Libération, quien cruzó el océano sólo para entender de viva voz la proeza de una mujer que logró abatir a más de veinte hombres en los encordados. Chemin tuvo la inquietud de saber si la exboxeadora se concebía como una pionera de la lucha feminista en México. La respuesta de Maya fue un puñetazo invisible que dejaría groggy al cronista: “No podía yo comprender por qué los hombres se sentían superiores a las mujeres, si yo competía con ellos al tú por tú y no me ganaban […], lo único que quería demostrar es que era igual o más fuerte”.
Margarita Montes Plata despertó a la vida en el poblado de Chilillos, Sinaloa, en 1913, en el seno de una familia de campesinos pobres (fue la sexta de ocho hermanos). Justo al finalizar la Revolución mexicana se mudó a Mazatlán. Su incursión en el deporte comenzó en 1929 como pitcher en el equipo femenil de béisbol Cervecería Díaz de León, donde conseguiría el campeonato. Sin embargo, un año después cambiaría la manopla por los guantes de catorce onzas, cuando una boxeadora de nombre Josefina Coronado arribó al puerto buscando rival. El boxeo sin historia no es nada, diría Eduardo Lamazón, y en ese instante la Maya tuvo una epifanía: “Algo adentro empezó a bullir, como una sensación de correr, de saber, de curiosidad por lo desconocido. Les respondí que yo nunca había boxeado, si acaso pleitos en el barrio con los chamacos […]. Repasé mis recursos: unos brazos musculosos y muy fuertes, y fue en ese momento cuando me decidí a boxear”.
En cuestión de un mes aprendió los principios básicos de la “dulce ciencia” gracias a su mánager, José O. González, el Güero Eliso. En el gimnasio El Lírico entrenó en un ring improvisado con tablas y cuerdas al lado de lo mejor del establo local: Mike Herrera, Kid Milo, Benjamín Kid Pérez, Vicente el Borrego Torres. La Maya era consciente de que el béisbol era sólo un juego; al boxear, en cambio, se ponía en juego la vida. El combate despertó gran atención y fue tema central entre los fanáticos porteños. En las calles se cruzaban apuestas, se creía que, con actitud volitiva y un punch demoledor, la Maya resultaría vencedora ante la Coronado, pese a que la sonorense poseía amplia experiencia y conocimientos en el noble arte. La ansiada pelea fue el 17 de mayo de 1930, en la palestra de un Teatro Rubio (hoy Ángela Peralta) abarrotado. La contienda estelar, organizada por el promotor Chano Gómez Llanos, fue entre el cubano Roberto Molinet y Joe Conde, el Dandy, recién llegado de San Francisco y famoso con posterioridad por batirse en sangrientos duelos contra Juan Zurita y Rodolfo Casanova, leyendas de la época dorada del boxeo. Pero los ojos estaban puestos en el combate femenil programado a cuatro rounds que, a la postre, consagraría a la Maya como campeona del Pacífico.
Repitió la dosis vitamínica de golpes en la pelea de revancha contra Josefina pocas semanas después, para luego aceptar el reto de su excompañera de béisbol, Juana Lerma, cátcher que deseaba emular a la Maya. Sin embargo, Juana no fue rival digna y la Maya terminó ganando claramente por la vía del cloroformo. Se dice que la paliza que le recetó fue tan descomunal que su nombre jamás volvió a estelarizar un cartel de box. Así fue como, a falta de boxeadoras, se vio obligada a ponerse los guantes frente a peleadores masculinos. El primer retador era un amateur con quien sostuvo más de una pelea, José Cabrera, Dedo Parado, más payaso circense que púgil. Saltaba, corría, daba vueltas en el ring y hacía clinch a su oponente: el antiboxeo como medio de evasión. Chano Gómez Llanos incluso lanzó un desafío en el programa: “Cien pesos al que no se ría de esta pelea”. La Maya detestaba ese tipo de contiendas que distaban de ser solemnes, pero que al final aceptaba convencida por los emolumentos. Feliciano Borda, que escribía en El Demócrata Sinaloense bajo el seudónimo Boxing Gloves, uno de los críticos más fervientes del promotor Gómez Llanos, opinó lo siguiente: “Debería dedicarse entonces a organizar un concurso varonil de matatena, salta la piedra, matarile o gallinita ciega. Estoy convencido de que se acabó la fibra pugilística de otros días en Mazatlán. Otra cosa: pongan únicamente mujer vs. mujer. Los consejos son gratis”.
Por fortuna para la Maya, en 1931 comenzaron a llover ofertas por todas partes. Con José Montes (su hermano) como entrenador, viajó a Nogales y venció a Kid Boridan y a Mike Wolser, por decisión y nocaut, respectivamente. En Tucson adormeció a la norteamericana Carol Schmidt. Pero corrían malos tiempos para el negocio del boxeo en la época de la Gran Depresión. Sumada a esto, la situación migratoria de la Maya la obligó a regresar a casa, aunque ella deseaba quedarse para enfrentar a otros contendientes. En 1932 completó una gira de ocho peleas en Nayarit. En Tecuala, Ramón Partida la derribó: “Me noquearon, uno de apellido Partida, sentí que no podía con él. ¡Pegaba como patada de mula!”. Vencería al resto: al Encajoso, a Bobby Farina y al Prieto, en Tuxpan; al Gallito, en Tepic; y un par de veces a la Cora, en Santiago Ixcuintla.
La Maya continuó acumulando laureles en Sinaloa, Sonora y Baja California Sur. Derrotó a todo boxeador que le aventaron al ruedo. En La Paz, Santos Núñez fue el último de sus rivales. Le reventó el pómulo derecho a un hombre que pesaba veinte kilos más que ella. Los promotores inventaron un segundo duelo y el resultado fue una copia del anterior. Pero fue la primera vez que la boxeadora sintió el castigo de los golpes. Algo adentro le comunicó que era hora de tomar un descanso. Había exhibido la misma fuerza y voluntad que cualquier hombre, inconcebible en una época en que el papel de la mujer en el deporte era marginal. Más aún en el boxeo, una actividad puramente masculina.
La Maya penetró en lo masculino, no en la forma estereotipada y plástica de las edecanes que modelan round por round sobre el ring, sino como un puño que marcó la historia del boxeo femenil. Su lucha se convirtió en la lucha de otras boxeadoras. Por ejemplo, Laura Serrano, la Poeta del Ring, combatió en los años noventa en los tribunales el decreto presidencial de Manuel Ávila Camacho que impedía boxear a las mujeres en México.
Quizá la Maya no fue una mujer de ideales feministas como pensó en un principio Michel Chemin, pero cuando vuelve a colocar la fotografía en su lugar, un recuerdo la abraza en la esquina de su memoria y rememora las veces en que defendió a su hermana Pachita, quien sufría abuso doméstico por parte de Juan Ontiveros: “La trataba mal y hasta le pegaba; la verdad lo odiaba, pero lo admiraba por ser buen boxeador y no le tenía miedo. Cuando sabía que le pegaba a mi hermana nos dábamos unos agarrones terribles, nos dábamos con todo; enojada, yo era una furia incontenible”.
En esa pared cuelgan más retazos. Una imagen la lleva a 1933: iba vestida con un traje de luces el día que alternó junto a María Cobaín, la Serranita, en la Plaza de Toros Rea. En otra aparece montada en una bicicleta; es 1948, el año en que practicó el ciclismo y tuvo su propio taller, donde reparaba bicicletas y parchaba llantas. También está la foto de su regreso al cuadrilátero entrada la década de los cincuenta, cuando dio su último baile contra un boxeador apodado el Payaso.
Dentro y fuera del ring, su vida le ofreció más golpes que caricias. Su peor fracaso fue en el amor, el único rival capaz de propinarle un dramático nocaut. En 1939 se casó con Jesús Valdez, un estibador al que no aguantó por mucho tiempo debido a su alcoholismo. De su matrimonio nacieron tres hijos: José, Alejandro y Efraín (sólo este último sobrevivió). Quizá la Maya habría estado de acuerdo con Joyce Carol Oates cuando la estadounidense escribió que en el boxeo los hombres pelean entre sí para determinar su valentía y masculinidad, una manera de excluir a las mujeres que, por su lado, concentran la experiencia femenina de dar a luz.
Más allá de su vida deportiva, la Maya debió persistir al ostensible paso del tiempo. Su récord de triunfos quedaría indeleble, no así las ganancias acumuladas a lo largo de su carrera boxística de 33 peleas, la mayoría contra hombres. De modo que, tras su paso por la “dulce ciencia”, trabajó en un molino de nixtamal, en una cervecería y en un rastro; tuvo un negocio de bicicletas, una tortillería y más tarde un taller mecánico. También acarreó cerdos, fue cácaro de un cine itinerante y vendió tanques de tractolina afuera de su casa.
La Maya murió once años después del día en que Mohamed Alí encendiera el pebetero olímpico en los juegos de Atlanta. La inmortalidad es un honor que glorifica a pocos boxeadores. Una palabra reservada para nombres que vivieron momentos apoteósicos como Jackson, Dempsey, Fitzsimmons, Louis o Clay. El nombre de Margarita Montes es un round de sombras, como el de muchas mujeres deportistas que hasta el día de hoy siguen luchando contra la invisibilidad, contra el olvido y contra el mundo entero.
Imagen de portada: Mural de Margarita Montes, La Maya, en la calle Ángeles Flores, Mazatlán, Sinaloa, 2024