Un simpático burócrata cultural me pide que le haga llegar ni más ni menos que siete (sí, siete) documentos diferentes para tramitar el pago más bien simbólico que recibiré por un texto que me costó un horror y que no querría haber escrito nunca (no porque no me guste cómo quedó, sino porque los textos con pie forzado se resuelven, no se gozan). Comienzo a reunir los papeles aprovechando mi desinterés absoluto por la ceremonia de inauguración del Mundial de futbol de Rusia. No se me malentienda: el Mundial en sí me parece un hecho indispensable en la vida, que no hay que perderse. Pero los gorgoritos y los bailables de las inauguraciones francamente no me importan. Soy de los que se levanta al baño o a resurtir la cerveza en el medio tiempo del Súper Bowl. Jamás se me ocurriría interesarme por los comerciales o por el show (casi siempre lastimoso) que pasan en la tele antes de que se reanude el partido. Rusia, cuando arranca el juego, le pone una paliza espantosa a la selección de Arabia Saudita. Putin, el presidente ruso, sonríe como la Gioconda y se encoge de hombros, como disculpándose con el noble árabe sentado a su diestra. Se ve que está muy divertido. Es su Mundial. ¿Para qué quiere mi comprobante de domicilio actualizado alguien que me debe dinero? ¿Por si acaso quisiera yo engañarlo y mudarme de improviso? ¿Y eso qué diferencia haría, si me van a depositar en una cuenta de banco? ¿Para qué piden registrar un texto simple ante la oficina de derechos de autor, como si se tratara de un guion de cine, si uno debe gastar tiempo y dinero en ello y lo único que obtiene son los mismos derechos que ya concede la ley de imprenta? La respuesta es obvia: para ver si uno se desespera y desiste de cobrar. La gente, leo en las redes, le va a Egipto, en su juego contra Uruguay, porque Salah, su delantero, fue lesionado en la final de la Champions League y se merecía otra cosa que perder, que fue lo que le pasó. “Quiero ver triunfar a la nación de Cleopatra”, dice alguien. Salah no juega, así que de nada sirve echarle porras, pienso. Yo prefiero a Uruguay, país latinoamericano que, al final, gana con el cabezazo de un defensa en el último minuto. “No se merecía esto Egipto”, dice la gente, pero quién sabe cuál partido vieron, porque Uruguay falló varias muy claras y Egipto no tuvo ninguna. El sentimiento es extraño, pues. Hacía años que nadie me solicitaba un acta de nacimiento. Estoy seguro de que lo hacen para que no vaya a resultar que el que les escribió el texto ni siquiera ha nacido y es, por tanto, una nueva especie de Ghost Writer… El Unborn. Qué miedo. Hay personas que no quieren ver el Marruecos contra Irán porque no conocen a ninguno de los jugadores que salen en la cancha. A mí, por el contrario, me parece por eso mismo un partido entretenidísimo: no sé qué esperar. Domina Marruecos pero Irán gana al final con un autogol. Simpatizo con ambos pero me cae un poco mejor Irán, porque juega como México: cuando se plantan en tres cuartos de cancha con balón dominado, a sus jugadores les dan unas ganas incontenibles de pasársela a su propio arquero. Y lo hacen. Cada vez. Me piden firmar contratos como proveedor (por un solo texto que les hice, a los nenes), que apenas serían dignos de alguien que fuera a proveerles acero, carbón o queso de puerco cada sábado. No cabe duda de que el contador de la oficina que me debe dinero es todo un artista del obstáculo. Algunas personas muy inteligentes comentan en redes que se alegran de que España no le haya ganado a Portugal (quedaron 3-3) porque les caen mal los descendientes de españoles en México, ya que se sienten descendientes de españoles y no, por ejemplo, descendientes de chinos, croatas o tlaxcaltecas. Son las mismas personas, claro, que no entienden cómo es que hay gringos tan malvados que son incapaces de comprender que los descendientes de mexicanos en EU se sientan descendientes de mexicanos y no sobrinos de John Wayne. Sospecho que todos ellos son burócratas culturales y también están convencidos de que necesitan mi comprobante de domicilio actualizado para que no me les vaya a esconder, mañosamente, cuando un día de estos se les dé la gana pagarme.
Imagen de portada: Anselmo Piccoli, Equivalencias, 1975.