Asomado a la ventana de mi casa en Barcelona veo cómo los árboles desmochados por el invierno empiezan poco a poco a recuperar sus hojas: diminutos brotes de un verde intenso que, bajo la lluvia de este cielo empañado por nubes bajas, resplandecen aún con mayor vivacidad. Ni yo ni mi hija de cinco años vemos a un solo ser humano en esta calle del barrio del Poble Sec. Ella, que ayer por Skype le decía a una amiga del cole “Tengo ganas de verte entera”, ha resuelto la falta de compañeros de su tamaño inventando identidades nuevas. Los últimos días hemos convivido con una tortuga parlante llamada Marta. Hoy, al despertar, me ha informado que Marta se fue, pero ha venido Martina, una perrita que, en esta ocasión, no habla, ladra. No sólo son las hojas primaverales de los árboles. Dice el periódico que en Barcelona el aire es ahora más puro de lo que lo ha sido en el último siglo. Ha hecho falta que el virus nos confine en nuestras casas para que, fuera de ellas, se pueda vivir con cierta higiene. Parece que es necesario que no hagamos uso pleno de nuestras ciudades para que éstas resulten habitables, como en una película de zombies; como si los Homo sapiens fuéramos el virus de nuestras propias madrigueras. Un virus arrinconado por otro virus. La crisis de un virus contra otro virus. Durante los últimos veinte años ésta es la quinta o la sexta casa en la que vivo en Barcelona. Mi estancia más larga duró siete años, puede que ocho, y fue aquí al lado, a tres calles. De modo que mudarme no hace mucho a este piso del Poble Sec ha sido un poco como volver a casa. Al poco de llegar, me vinieron a la mente algunas películas que en su momento se llamaron sinfonías urbanas, como El hombre de la cámara, de Vertov, Berlín, sinfonía de una gran ciudad, de Ruttmann o A propósito de Niza, de Vigo; otras como Smoke, de Wayne Wang, donde el personaje de Harvey Keitel hace una foto de la misma esquina todos los días a la misma hora, o el diario de Hackney que durante años filmó Ian Sinclair (un diario en Super 8 sobre el que escribe en algunos de sus textos y yo sólo conozco a través de esas palabras). Todas ellas películas que retratan la ciudad, toman a sus habitantes como un elemento más, como una especie de textura moviente, les niegan el protagonismo que suele serles propio, crean una especie de imagen del tiempo urbano. Y decidí tratar de hacer algo parecido, coger mi camarita del tres al cuarto e ir grabando clips de distintos rincones del Poble Sec para dentro de unos años ponerlos todos juntos y ver qué sale. Ahora, con el confinamiento, me doy cuenta de que el barrio desierto ofrece una imagen muy distinta y que, si sigo adelante con el proyecto de diario, esa imagen tan singular e inaudita no figurará en él. La gente que tiene perro sí puede salir a la calle a pasearlo. Miro a mi hija aquí al lado, junto a la ventana, y fantaseo con la idea de bajar a pasear a Martina, su última identidad, precisamente canina, y aprovechar para hacer algún video de esta crisis del barrio. Últimamente, cuando los Homo sapiens le ponemos a algo el nombre de crisis no estamos señalando el problema, sino desvelando por anticipado la solución que le daremos. Cuando los bancos y las entidades financieras decidieron quedarse con los ahorros de los ciudadanos, le pusimos el nombre de crisis y dejamos meridianamente claro que la culpa la tenían ellos, los ciudadanos, y que eran ellos los que iban a pagar la cuenta, prescindiendo de derechos laborales y capacidad adquisitiva para pagarle a sus verdugos el rescate bancario. Cuando a la cuestión del clima y los recursos le pusimos el nombre de crisis organizamos diversas reuniones llamadas cumbres donde nuestros líderes, convenientemente endomingados, firmaron con gesto grave y pose adusta toda una serie de papeles debidamente timbrados con el firme compromiso de no volverlos a leer en la vida, y mucho menos respetar los acuerdos que en ellos, a modo de filigrana, de adorno vano, figuraban por escrito. Cuando el Mediterráneo empezó a llenarse de cadáveres de gente que huía de guerras, hambre y dictaduras, nuestras autoridades, siempre despiertas, tomaron las medidas necesarias para que esos cuerpos sin vida no mancillaran nuestras playas: el nombre que le pusimos en esa ocasión, claro, fue el de crisis, crisis de los migrantes. No alcanzo a adivinar cuál será la solución que le daremos a esta pandemia, cómo saldremos de ella, pero la sanidad privada no colabora con la pública, las comunidades autónomas no comparten recursos entre ellas, la oposición ha decidido hacer campaña electoral contra el gobierno (total, sólo quedan casi cuatro años para las elecciones, y a quien madruga Dios le ayuda), los países de la Comunidad Europea siguen demostrando su sofisticada capacidad para alejarse de cualquier cosa que se parezca a una respuesta coordinada, tan ordinario y pedestre como eso resultaría. Así que todo marcha según lo previsto, el orden de los homínidos sigue imperturbable. Cuando en lugar de pandemia le llamemos crisis, supongo que quemaremos algunos hospitales en unánime señal de rechazo al virus, la historia del sapiens seguirá su curso y los que queden volverán a salir a la calle e infectar la ciudad. Así que miro a mi hija y me digo que no. Que no bajaremos a pasear por el barrio a su amiga Martina. Que si alguna vez terminamos el diario en cuestión será sin las imágenes que hoy mostrarían un barrio vacío y silencioso. Que de todo ese aire límpido que ahora lo inunda, precisamente porque no estamos nosotros, mejor nos conformamos con el que entra por esta ventana. Que dejaremos que el Poble Sec disfrute mientras pueda de nuestra ausencia.
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Imagen de portada: Amalteia, Amigos imaginarios (detalle). CC