La Europa de los derechos humanos es un fake. Lo vimos en 2015 cuando más de un millón de migrantes intentaron llegar por mar, muchos huyendo de las guerras de Libia y Siria, y nuestros Estados los dejaron morir en el Mediterráneo. Lo hemos visto ahora en el incendio del campo de refugiados de Moria, y está inscrito en las frutas y verduras que comemos. En los campos españoles trabaja gente que huye de violencias extremas, que ha pasado por traficantes de personas, muros y fronteras. Las mujeres son sistemáticamente violadas y hay niños que mueren en las playas. Muchos podrían ser considerados refugiados pero integran un ejército de temporeros a la sombra, que se extiende por toda España. Serigne Mamadou es uno de ellos. Su pasaporte es senegalés y su acento andaluz. Hace 20 años que dejó Dakar en una patera que lo llevó a España. Ha vendido gafas de sol, pulseras y bolsos, y ahora trabaja recogiendo fruta en un circuito de temporadas de cosecha. Empieza el año con la fresa de Huelva, en verano recoge duraznos, manzanas y peras en Lleida, en septiembre y octubre vendimia en Logroño, y cierra el ciclo recogiendo aceitunas en Jaén. En cada región cambian las reglas, pero el denominador común es que la gran mayoría de trabajadores agrícolas son migrantes. Lleida es la región frutera de Cataluña donde crece la mayoría de los duraznos que comemos en toda Europa. Un durazno que se recoge en la mañana en Lleida llega en menos de 48 horas a Alemania, pero la competitividad se basa en la mano de obra barata. España se ha convertido en el frutero de Europa gracias a salarios un cuarenta por ciento más bajos que los franceses. Mientras los trabajadores españoles seguimos haciendo de temporeros en Francia, en los campos y centrales fruteras catalanas sólo cinco de cada cien trabajadores son del país, así lo revela la tesis “Los temporeros de origen extranjero en las comarcas de Ponent: Mercado de Trabajo y migración” publicada en 2018 por la Universidad de Lleida, según la cual la mitad de los temporeros de la comarca son subsaharianos, un cuarto son de Rumania, y el 11.7 por ciento magrebís.
“Gente de aquí, poca. Sabes que alguien de aquí vendrá dos semanas y se irá en cuanto le salga algo mejor”, explica Josep Cabré, un campesino que posee cuarenta hectáreas de frutales. Cabré tiene tres trabajadores todo el año y los tres meses de cosecha, ocho. Sólo uno no es africano, el encargado. Cabré está sindicado y tiene a sus trabajadores en nómina y con alojamiento, tal y como marca la ley, pero no siempre es así. Cada verano centenares de temporeros se instalan a dormir en las calles del centro de Lleida, y cada verano la administración mira para otro lado, aunque no tengan dónde bañarse, cocinar o hacer sus necesidades. Pero este año llegaron cuando España estaba todavía confinada por el COVID-19. ¿Dónde se confinan quienes no tienen casa? “Aquí lo jodido es el alojamiento y el calor, por eso no ves blancos en los campos. No te facilitan casa, no te dan ni agua, y ahora con el COVID-19 muchos empleadores no te dan ni las mascarillas ni los guantes. Yo me las compro y me llevo una botella congelada y una garrafa de cinco litros para no deshidratarme”, explica Serigne en Lleida, después de su jornada de trabajo. Ese mismo día a las cuatro de la tarde el termómetro marcaba 44 grados. Este trabajador paga 150 euros por un colchón en un departamento con otras ocho personas, cuando alquilar una vivienda así en el lugar no supera los 500 euros al mes. Además, a él lo contrata una Empresa de Trabajo Temporal (ETT), una suerte de coyotes legales que se quedan parte del sueldo y distribuyen a los temporeros en diferentes campos según los días y la fruta. La contratación por ETT ha ido creciendo a medida que grupos empresariales han comprado grandes extensiones de frutales que explotan extensivamente. Serigne trabaja en algunos de estos campos, donde puede haber cientos de recolectores al mismo tiempo, y sabe de compañeros sin papeles que han llegado a trabajar por prácticamente la mitad de lo que marca el convenio. Él explica:
Hay más de dos intermediarios entre nosotros y el agricultor, primero está la oficina de trabajo, después los africanos que vienen de parte de la empresa a buscar trabajadores a la plaza y te cobran treinta o cincuenta euros, y después si no tienes papeles alguien más te alquila su permiso de trabajo. Cada quién se lleva parte de tu salario.
Moudu es uno de los que llegó a la plaza de Lleida después de perder su trabajo de seguridad en un local nocturno de Madrid por el estado de alarma. “Cuando vas a alquilar una habitación y ven que eres negro dicen que ya está rentada, entonces sólo te queda alquilar un colchón en una casa con otros negros, pero cuando llegas no es fácil”, explica. No tiene papeles, pero ha pagado por duplicar los de otra persona y así podrán contratarlo. Duplicar la documentación de alguien más es una práctica habitual desde que aumentaron las inspecciones en los campos. Campesinos, temporeros y empresarios lo saben y hacen la vista gorda.
Gemma Casal, de la plataforma Fruita amb Justícia Social, que lleva años exigiendo que se cumplan los derechos de los temporeros, denuncia:
El racismo perpetúa un modelo agrario completamente insostenible que se basa en mano de obra vulnerable e indefensa; mientras el pequeño campesinado va quedándose al margen, las grandes empresas tienen una estrategia de tierra quemada y las ETT hacen un gran negocio sólo con la gestión de mano de obra.
No hay datos oficiales, pero en la investigación doctoral citada el 25 por ciento de los agricultores reconoció haber empleado temporeros sin contrato. Cáritas también hizo una encuesta en 2018 en todo el Estado que mostraba que el 26 por ciento de los temporeros son migrantes indocumentados y el 22 por ciento decía recibir un trato humillante. En 2017 Amadu llegó a hacer la temporada a Lleida y decidió instalarse porque pagaban mejor que en Valladolid, donde alcanzó a cobrar cuatro euros y medio por seis horas de trabajo cosechando ajos. Pero sigue sufriendo las leyes migratorias. Para conseguir un permiso de trabajo y poder tener derechos laborales en España, cualquier migrante que entró sin permiso debe demostrar que tiene un domicilio fijo durante tres años como mínimo. Después necesita un contrato de trabajo de al menos un año. Los migrantes viven en pisos hacinados pese al COVID-19, en la calle, en un coche o en construcciones abandonadas. A un puñado de kilómetros de esa cafetería una docena de temporeros malvive en una granja de pollos abandonada. Unos colchones amontonados revelan que a veces han sido muchos más. Las ventanas son agujeros en la pared, sin cristales ni ningún tipo de protección. La cocina son dos fogones conectados a un tanque de gas. No hay lavabo ni luz eléctrica. Sólo tienen una llave que llega desde el campo de al lado, donde unos aspersores riegan el maíz.
Cinco congoleños viven ahí todo el año, también en invierno, cuando las temperaturas bajan de cero grados. Eli, por ejemplo, tiene 53 años y hace más de veinte que vive en España, once de ellos en la granja. Una vez consiguió el permiso de trabajo, pero cuando se le acabó el contrato no pudo renovar y lo perdió. Ahora debe ser invisible. En su país, Congo, cuna de recursos naturales tan valiosos como los diamantes o el coltán de las baterías de nuestros móviles, hace 27 años que viven una de las guerras más cruentas del mundo. “¿Tú crees que si yo pudiera vivir bien en Congo, estaría aquí viviendo así?”, espeta. En su visita a España en febrero, el Relator Especial de la ONU sobre extrema pobreza, Philip Alston, denunció las brutales condiciones de los asentamiento de inmigrantes trabajadores agrícolas, sin agua potable, electricidad ni saneamiento en el siglo XXI. Alston visitó Lepe, en Huelva, ubicada en el suroeste de España, donde los temporeros han construido pueblos de chabolas al lado de una ciudad con todos los servicios. Sus casas están hechas de palets, cartones y plásticos de los invernaderos de fresa. Los alojamientos en Cataluña son palacetes ante la asfixia de los plásticos. La situación es peor para las mujeres que han denunciado violaciones por parte de sus patronos. El mismo Relator Especial denunció su “explotación sexual y comercial”. Varían los detalles, pero las condiciones se repiten en otros países europeos, como lo documentó este verano una investigación conjunta entre varios medios europeos, como Der Spiegel, The Guardian y Euronews.1 La Política Agraria Común, el mayor fondo europeo de todos, destina su dinero a grandes terratenientes y a empresas alimentarias. Sin embargo, las condiciones de trabajo de los empleados ni siquiera se mencionan. El sistema económico se aprovecha del racismo institucionalizado para contar con trabajadores sin derecho de réplica. Desde la plaza en el centro de Lleida, donde decenas de temporeros africanos durmieron este verano, Serigne Mamadou sentencia:
Cuidáis más a un melocotón que a un inmigrante. Un trabajador nicaragüense ha muerto este verano de calor en Lorca (Murcia), abandonado por el agricultor, cuando nosotros ponemos el cuerpo por ellos, por su fruta.2 No somos animales pero nos tratan como tal y cuando la gente no tiene papeles calla y traga, es el esclavismo moderno.
Al doblar una esquina desaparecen los temporeros y las terrazas de los restaurantes se hallan llenas de gente desinteresada por las condiciones de vida de quienes les traen esos productos a la mesa.
Imagen de portada: Kevian, de Mali, recoge melocotones en un campo mecanizado en Alpicat, Lleida, julio 2020. Fotografía de Pau Coll / RUIDO Photo ⓒ