panóptico Sexo JUL.2020

Entrevista con Fernanda Melchor

“Aún había mucho que decir del trópico negro”

Antonio Ortuño

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La de Fernanda Melchor ha sido una de las apariciones cruciales de las letras hispanoamericanas en los años recientes. Nacida en Veracruz, en 1982, Melchor no sólo ha entusiasmado a críticos de América Latina, Europa y Estados Unidos, sino que ha conseguido rápidamente convertirse en escritora de culto. Pues, además de su crudeza narrativa y su minucioso trabajo con el lenguaje, posee un carisma literario poco frecuente: Temporada de huracanes, su segunda novela, es un libro del que se habla mucho y del que se seguirá hablando no sólo entre críticos y estudiosos sino, sobre todo, entre esos lectores que mediante el boca en boca lo convirtieron en un fenómeno editorial. Aunque sus mensajes en redes sociales son celebrados por centenares de seguidores, Melchor evita pronunciarse cotidianamente sobre asuntos de coyuntura. Eso, sin embargo, no significa que carezca de opiniones. Todo lo contrario. Desde sus primeras crónicas, publicadas en periódicos y revistas, en las que retrataba los absurdos sociales de su tierra natal (reunidas luego bajo el título de Aquí no es Miami), si algo puede destacarse en su escritura, además del rigor formal, es la mirada filosa con la que caracteriza personajes y escenarios. Su primera novela, llamada Falsa liebre, exploró esos bajos fondos mexicanos que retratara Luis Buñuel en Los olvidados y que, retomados por su pluma, se convirtieron en un recordatorio de la violencia, el abandono y la desesperación en los que aún nacen, crecen y mueren miles de niños y jóvenes en el país. Esa sensibilidad y esa capacidad para transformar el lenguaje cotidiano en un discurso ágil y vívido asentaron los cimientos de su estilo. Actualmente, la escritora se encuentra a la espera del fallo del premio Man Booker International, al que está nominada la traducción al inglés de Temporada de huracanes. Y, a la vez, da los últimos toques a Páradais, una novela de próxima aparición. Aunque el exceso de visibilidad que ha recibido en forma de premios, traducciones, reseñas y, por supuesto, cientos y cientos de entrevistas, la ha obligado a ser un tanto esquiva con la prensa, Fernanda Melchor aceptó responder unas preguntas por email en torno a su poética y su trabajo.

Falsa liebre, Temporada de huracanes y, ahora, Páradais, están unidas por una temática común: el clima de hiperviolencia y desesperanza en que viven miles de niños y jóvenes en México. ¿Cómo nació tu fascinación por el asunto?

No sé, a veces creo que la culpa fue del año en que nací, 1982, cuando ocurrió la que entonces fue catalogada como la peor crisis económica en México; crisis que por supuesto ha venido repitiéndose cíclicamente a lo largo de todos estos años, pero que a muchos de mi generación nos dejó una sensación de “devaluación” perpetua, como de haber nacido al principio del fin, ya sabes: la caída del muro, la muerte del punk, la puesta en marcha de Laguna Verde, la guerra del golfo Pérsico, puras catástrofes en escalada… Si miro hacia atrás, toda mi infancia está teñida de esta sensación de pérdida irremediable, y a eso súmale haber nacido mujer en una familia y una sociedad nefasta que me pintaba, desde muy morrita, un destino que francamente no se me antojaba demasiado. Veía a mi mamá y la forma en que mi padre la trataba y me parecía una putada haber nacido mujer. Veía violencia por todas partes pero ningún adulto quería explicarme qué significaban las palabras “violación” o “incesto”. De modo que yo misma tuve que recurrir a los libros para averiguarlo. Creo que ahí fue donde terminó por torcerse todo, porque afortunadamente a mis padres nunca les interesó lo que “la niña” leía, con tal de que no estuviera chingando con preguntas incómodas. Gocé de una libertad envidiable para leer lo que me daba la gana; desde muy chica le di rienda a las lecturas incómodas, violentas, morbosas, porque era la única manera en que podía enterarme de cómo era realmente el mundo y por qué era así. Pasé de los cuentos de las Mil y una noches a las revistas de nota roja y de extraterrestres. En algún momento de mi pubertad comenzaron a vender esa colección magnífica que editaba RBA y vendían en puestos de periódicos. Mi tío Roberto la compraba; sus primeros números fueron El nombre de la rosa, El perfume y El beso de la mujer araña, no recuerdo bien en qué orden salieron, pero esas lecturas me abrieron las puertas del Paraíso, me mostraron las respuestas que yo buscaba, me explicaron cosas sobre la mente y la existencia humana que yo ni siquiera habría sabido cómo formular. Todavía recuerdo los dos primeros libros que me compré con mi propio dinero la primera vez que mi madre me llevó a una librería en Veracruz: Narraciones extraordinarias, El perfume y El silencio de los corderos. Libros que hablaban del bien y del mal en el mundo, de la lucha por la supervivencia, a menudo desde el punto de vista de los malvados, de los caídos, de los trastornados, con los que yo me identificaba y me sigo identificando.

Al momento de redactar la entrevista no se sabe aún si Temporada de huracanes ganará el premio Man Booker International, pero tu obra ya ha obtenido premios en Alemania; también has recibido otros reconocimientos y becas. ¿Cómo afecta esta dimensión pública tu trabajo literario?

Los premios y las becas han sido esenciales para mí; no sólo son el sueño de todo escritor y una oportunidad de hacer llegar el trabajo de una a más lectores, sino que sin ellos me sería muchísimo más complicado dedicarle tantas horas a escribir mis libros. No soy una escritora particularmente rápida ni se me da bien compartimentar la jornada para escribir varias cosas a la vez. Generalmente, después de pasar el día trabajando en un manuscrito de novela, no me quedan energías más que para dedicarme a las labores de cuidado y del hogar. Pero es algo que me costó mucho trabajo entender. Pasé la mayor parte de mi juventud creyéndome la mujer maravilla, partiéndome en mil pedazos, sin poder escribir nada que valiera la pena, nada que realmente me convenciera, hasta que decidí que debía concentrarme en un solo proyecto a la vez, y únicamente así he logrado terminar mis novelas: con austeridad y disciplina. Los premios, las becas y las residencias me han proporcionado recursos que me permiten trabajar a este ritmo propicio, aunque también es cierto que me han traído cosas que yo no deseaba, como una cierta exposición de mi persona que me incomoda mucho o la sensación de ser el mono cilindrero de la literatura mexicana. Sé que de ordinario parezco una persona extrovertida que disfruta hablando en público, a veces es así, pero la mayor parte del tiempo sólo quiero ser yo misma, sin tener la necesidad de impresionar a nadie o convencer a la gente de que no soy una tarada o el burro que tocó la flauta.

Guardando todas las distancias, Gabriel García Márquez, en alguna entrevista, hablaba de los conflictos que tuvo para decidir su siguiente proyecto, después de la publicación y éxito fulminante de Cien años de soledad. En ese sentido, y luego de la enorme resonancia de Temporada de huracanes, ¿cómo enfrentaste literaria y emotivamente Páradais?

Bueno, mi propio éxito no fue para nada tan abrupto, por lo que tuve chance de pensar que no había pasado nada, que es lo que normalmente ocurre cuando uno publica una novela en México, ¿no? De modo que tuve tiempo de empezar a trabajar en el libro que venía (que de hecho ya había empezado a escribir antes de publicar Temporada) y hasta tuve tiempo de hacerme ilusiones de que podría terminarlo muy pronto, cuando empezó el desmadre de los premios, las traducciones, las invitaciones, las entrevistas, y mi concentración se fue a la chingada. Siempre que trataba de volver al borrador pensaba en esa vara que cada vez parecía más alta y me convencía de que jamás sería capaz de replicar el éxito de Temporada, que cualquier cosa que escribiera en un futuro sería comparada con esa novela. Entonces qué chiste tenía arriesgarse tanto. En ese momento también estaba luchando con el duelo de haber sido separada de mi hijastra y me costó muchísimo trabajo rodearme del silencio suficiente como para olvidarme de todo el mundo, de todo lo que se decía de Temporada, bueno o malo, y poder escucharme a mí misma al fin, escuchar mi propia voz y lo que quería contar. Así fue como finalmente pude terminar Páradais.

Páradais es una novela distinta a Temporada, más breve e intensa y, sin sacrificar tu característico fraseo barroco, pareces haber encontrado en ella un ritmo muy diferente…

Justo estoy en la última tanda de correcciones, dándole una pulida a las frases y afilando la punta de la flecha. Siempre pensé que esta nueva novela tenía que ser así: una flecha cortando el aire, o como me dijo Jaime Mesa, “un auto avanzando a 150 kilómetros por hora por una carretera oscura y estrecha.” Mi intención original era hacer “algo sencillo”, una historia simple, corta y comprimida, cien páginas de pura acción, esquemática casi, como un guión de cine. Pero me tardé un buen rato en desengañarme y reconocer que la simplicidad, como todo en literatura, también es una ilusión, un efecto. Así que todavía sigo colocando las palabras en el mejor lugar posible justamente para reforzar ese efecto de vertiginosidad, ya sin tantas espirales como Temporada, sin tantos personajes, algo más directo y más cruel. Hay, por supuesto, como bien mencionas, una similitud retórica con Temporada, creo que en buena medida porque Páradais nació en la época en que yo terminaba de corregir Temporada. También porque creo que el estilo funciona bien para contar esa historia en particular, de obsesión y de violencia, y porque la verdad sigo muy engolosinada con este lenguaje barroco, que me permite adoptar puntos de vista fluctuantes, que abonan bien a la intriga y que me permiten explorar rincones particularmente oscuros.

Fernanda Melchor, 2018. Cortesía de la autora

Existe una polémica en la narrativa mexicana reciente: ciertos críticos y académicos se han declarado escandalizados de que las novelas reflejen o recreen la hiperviolencia que sufre el país. Algunos dicen que los escritores lo hacen por llamar la atención y vender más libros. Otros le restan méritos, aquellos a los que les parece una mímesis truculenta de la nota roja. Tu narrativa da cuenta, como pocas, de esa hiperviolencia. ¿Por qué la consideras un elemento necesario?

Siempre me ha interesado la violencia, tal vez porque en mi vida la he experimentado de muy distintas formas, gratuitamente como mujer en una sociedad machista, por ejemplo, o como hija en el seno de una familia disfuncional o incluso como ciudadana de un país como México, donde la única garantía que ofrece el pacto social parece ser la impunidad. De modo que creo que es bastante natural para mí escribir sobre la violencia, sobre todo la violencia que se ejerce en la esfera íntima, por esta necesidad mía de arrojar luz sobre mi historia personal, pero también para contribuir al esfuerzo colectivo de poner en palabras lo que el poder —llámese un padre alcohólico o un gobierno corrupto o un sistema de desigualdad— nos exige mantener en silencio. Claro, es cierto que existe toda una corriente literaria que explora las supuestas realidades de la narcocultura en México y que la industria editorial ha sabido explotar y exportar con éxito, pero la verdad es que a mí nunca me ha interesado escribir sobre capos y sardos y periodistas y judiciales y contribuir así a la mistificación de los señores de la guerra; a mí me importan mucho más las historias de los Ponchis de este mundo que las gestas de los Chapos. Y, en suma, creo que hay maneras más interesantes y más formalmente arriesgadas de escribir sobre este asunto que nos atañe a todos que es la violencia, maneras que permitan arrojar luz sobre la forma en que hemos naturalizado y reproducido una y otra vez nuestra crueldad.

En tu obra destaca particularmente una visión descarnada de la violencia contra las mujeres. ¿Hasta qué punto consideras que la novela puede ser una herramienta de observación o de combate social en torno a un problema tan arraigado?

Creo que la novela, cuando se orienta hacia la exploración de las posibilidades de lo humano, puede ser una herramienta de observación, e incluso de combate y cambio social, ¿por qué no? Pero es un cambio lento que opera de individuo en individuo, alterando la conciencia a través del lenguaje, como una erosión más que como un estallido. Paradójicamente sólo puede ocurrir cuando como escritores renunciamos deliberadamente a todo intento de cambio social a través de nuestras obras. La literatura, el arte en general creo, sólo alcanza una función revolucionaria cuando actúa desde los márgenes, cuando se rehúsa a ser panfleto o consigna o manifiesto y se limita a hacer lo que mejor hace: revelarnos que nuestra existencia es una trampa.

Tengo la impresión de que, sin serlo formalmente, tus primeras novelas integran una trilogía. A pesar de las diferencias de intención y tono, hay un clima estético y una cosmovisión común. ¿Consideras que ése es tu territorio narrativo, y lo será en adelante, como el sur lodoso de Faulkner o los laberintos burocráticos y psicológicos de Kafka, o avizoras la necesidad y el apetito de dar un volantazo e incursionar en áreas distintas?

Qué buena pregunta y qué difícil de responder. De las tres novelas, tal vez Falsa liebre sea la más distinta estilísticamente hablando. Creo que cuando la escribí no estaba muy segura de qué era lo que quería conseguir con la novela —aparte de terminarla— ni tampoco sabía del todo lo que podía hacer y por eso se siente, o al menos yo la siento, tambaleante y exploratoria… Pero es verdad que tiene mucho que ver con Temporada de huracanes, quizás no a un nivel de lenguaje, sí a un nivel temático-escenográfico: después de Falsa liebre yo sentía que todavía había muchas cosas que me faltaba decir sobre lo que me gusta llamar el “trópico negro”, este trópico melancólico y violento que fui construyendo con mis experiencias en Veracruz puerto y en las zonas rurales que lo rodean, y que en mi imaginación también tiene que ver con el condado de Yoknapatawpha de Faulkner, o con los villorrios del sur profundo de McCarthy, o el Chaco de Mempo Giardinelli, o incluso con la desolación, algo más alejada del trópico, de los fundos chilenos de las novelas de Donoso, pero que además es un territorio que todavía tiene muchísimas vetas inexploradas que me parecen fascinantes. No creo que sea sólo porque nací ahí, en Veracruz, sino porque también es un lugar de gran relevancia histórica y cultural, que merece muchos libros más, aunque no sé si voy a ser yo quien los escriba. Por el momento no siento necesidad aún de distanciarme de este territorio tropicoso, aunque para ser sincera tampoco tengo la menor idea de qué es lo que voy a hacer después de Páradais. Es decir, siempre estoy escribiendo algo, siempre estoy trabajando en algo, produciendo material, pero no necesariamente se trata de escritura que termina convirtiéndose en un libro. Lo que sí puedo decirte es que estoy un poco cansada de los textos largos, y es posible que este año me dedique más bien a escribir textos cortos, relatos o cuentos y tal vez alguna crónica.

Imagen de portada: Eréndira Derbez, Té en casa, 2020